La reciente muerte del director de cine español Carlos Saura (1932-2023), sería motivo más que suficiente para la inserción de otro de sus filmes icónicos en la actual serie de artículos del cine de la era franquista.
Mamá cumple cien años (1979) fue una de las películas más populares del director y que más premios recibió como los del del Festival de Cine de San Sebastián 1979, la nominación del Oscar de la Academia de Hollywood a Mejor Película Extranjera y los premios individuales en la 35 emisión del Premio del Círculo de Escritores a Mejor Película, Mejor Actriz a Rafaela Aparicio y Mejor Fotografía a Teo Escamilla.[1]
Mamá… es un filme polisémico en su concepción y factura que conecta dentro de la cinematografía de Saura con su precedente “Ana y los lobos” (1972) y puede ser visto y analizado en diferentes niveles de interpretación.
Como género es una comedia que hace reír a los espectadores y con una cierta complejidad dramática los hace pensar. Sobre todo, cuando el presente se interrumpe y queda en suspenso y su lugar lo ocupa una suerte de nostalgia proustiana por Le temps perdu -la era franquista- con la cual Saura suele teñir a sus filmes de un rosa pálido que evoca los fantasmas grises de la guerra civil (1936-1939) presentes por generaciones en la conciencia colectiva e individual del pueblo español.
En resumen, entre los filmes Ana y los lobos (1972) y Mamá cumple cien años (1979), media en política la transición entre el fin de la era franquista y el inicio del tiempo de la democracia y en términos de género cinematográfico el cambio que va del drama a la comedia.
Autoreferencia
Para la crítica especializada Mamá… resulta un filme autorreferencial, esto es, Saura, como en un espejo, se ve en pantalla a sí mismo. Y si Mamá… en lugar de filme fuera un libro, como autor-director, Saura se “entrecomillaría” y se “citaría a sí mismo” al pie de página en dilatadas secuencias de la película, unas veces como flas-back de los personajes y otras como parodia de filmes anteriores.
¿Cuál filme le sirvió de modelo autorreferencial para componer Mamá cumple cien años?
La respuesta es Ana y los lobos, una película en la que la arqueología cinematográfica de Saura se sitúa siete años estratigráficos (1972) por debajo de la realización de Mamá… (1979), de la cual es, en cierta forma, una secuela o extensión cinematográfica que emplea a los mismos técnicos, actores y locaciones y utiliza segmentos cinematográficos que repiten y/o refieren cuadro a cuadro secuencias utilizadas con anterioridad.[2]
Intertextualidad & Surrealismo
Mamá… también es, siguiendo las teorías del filósofo ruso-soviético Mijaíl Bajtín (1895-1975) en sus escritos sobre la poética de Rabelais y Dostoevsky, una prueba de intertextualidad y dialogismo, de influencia y enriquecimiento mutuo entre diferentes autores y narrativas.
En este caso, la relación maestro-discípulo, se establece entre Carlos Saura y Luis Buñuel -a quien el primero consideraba su maestro- en el empleo visual de la narrativa del surrealismo en el cine.[3]
Entre muchos ejemplos posibles de esta fructífera influencia, seleccionamos uno de los más logrados de Mamá…, la secuencia en la cual accidentalmente Antonio derrama un vaso de agua sobre la mesita de noche y las gotas al caer terminan por inundar un zapato colocado al pie del lecho.
Esta situación visual, entre absurda y surrealista, sin que medien palabras, sería el equivalente gráfico de la definición de cabecera del surrealismo que da el Conde Lautréamont: “el encuentro fortuito de un paraguas con una máquina de coser en una mesa de disección”.
Trama
Rafaela Aparicio (España, 1906 – 1996)
La anécdota sobre la cual se hilvana la trama de 95 minutos de duración es muy simple y por momentos guarda algún tipo de semejanza con uno de los filmes insignia de Buñuel (El ángel exterminador, 1962): la abuela matriarca (actriz Rafaela Aparicio) va a cumplir cien años y todos los miembros de la familia se trasladan a la finca para congratularla.
A la antigua casona familiar llegan los dos hijos, Fernando (actor Fernando Fernán Gómez) y Juan (actor José Vivó), con su esposa Luchy (actriz Rosario Soriano) y sus hijas-nietas Natalia (actriz Amparo Muñoz) y Carlota (actriz Ángeles Torres).
También llega la pareja que forman Ana (actriz Geraldine Chaplin), la antigua institutriz inglesa y Antonio, su marido argentino (actor Norman Briski).
A la cita sólo falta José, el más pequeño de los hijos, que murió hace unos años.
Todos los hijos han sido convocados a una singular fiesta de cumpleaños que tendrá lugar en la mansión solariega de la familia. Todos esperan que la anciana muera pronto para parcelar la finca, construir una urbanización y salir de la ruina. Pero, la anciana madre, aunque enferma en cama, se niega a testamentar y repite el motto: no cederá un palmo de tierra de la finca ni una pulgada de la mansión.
De parte de los parientes todo es fingida apariencia, tras la aceptación de participar en el festejo se oculta el homicidio como forma viable de quitarse de encima a una vieja que ya dura demasiado -¡100 años!- y una vez que muera repartirse la propiedad y convertir a la vieja mansión familiar en un moderno complejo multi habitacional que les permita salir de la ruina en la que viven como “ricos venidos a menos” en la era postfranquista.
Locaciones
El filme abre con una larga secuencia que muestra como en un documental de National Geography la sucesión de valles y llanos de la serranía a la altura de Torredolones, un municipio de las afueras de Madrid en el que está enclavada la finca Pendolero -rebautizada en el filme como La Jara- que fue la locación elegida por Saura para ambos filmes: Ana y los lobos (1972) y Mamá cumple cien años (1979).
Tras mostrar el paisaje idílico en el que se enmarca el filme, la cámara se centra en la majestuosa casona solariega de dos plantas, con terrazas y balcones y finalmente se detiene en el patio delantero que alberga la tumba de José (actor José Ma. Prada por casualidad fallecido durante el rodaje) y la anciana madre que, ante la lápida, se lamenta de la desaparición tres años antes de su querido hijo más joven.
[4]Todo el tiempo que dura el introito o prólogo al filme, la banda sonora la ocupa la música de altos decibeles del pasodoble El 2 de mayo, del compositor Federico Chueca, una melodía de exaltación espiritual que tan pronto podría servir de contexto musical a una corrida de toros en la Plaza de Pamplona, una procesión de viacrucis de Semana Santa en Sevilla o un desfile militar en la base de Torrejón.
Sobra decir, las tres actividades enunciadas, son muy propias a la vez de la tradición secular española y de la era franquista en agonía a mediados de los setenta.
La matriarca y la sagrada familia
La mayor parte de la trama la ocupan enredos familiares que tienen lugar entre los hijos, las esposas, las hijas-nietas y la pareja de extranjeros de Ana y Antonio. Pero, aunque muchas veces no esté presente, es la figura de la anciana matriarca la que gobierna la escena y dicta la pauta a seguir.
Por el momento, pese a rivalidades en el seno familiar y conspiraciones en torno a ella, mantener unida a la familia los pocos días que faltan para el cumpleaños número cien, cuyo primer requisito para los asistentes, será que ninguno debe felicitarla antes de las siete de la noche, hora en que se supone hará su entrada triunfal.[5]
Los hijos de la matriarca
Del lado de los hijos, tras morir José, el hijo mimado de la matriarca que adoraba la vida militar y se complacía en coleccionar trajes, medallas, pistolas y sables, en fin, toda la parafernalia del culto franquista a la entrega devota del hombre al estado español, sobreviven Juan y Fernando, cuyas personalidades no pueden ser más antagónicas y ambos, como el fallecido José, tienen en común las inhibiciones sexuales, misoginia y represiones propias de la educación y la moral de la era de Franco basadas en el lema Dios, Patria y Familia.
Juan se presenta como un empresario de relativo éxito que trata de adaptarse a los nuevos tiempos de democracia política y sindicalismo libertario de la etapa postfranquista. Del trío de hermanos, es el que mejor representa el rol del “buen burgués”. Le gusta la “buena mesa”, el vino, las mujeres, tiene amantes que justifica por la frigidez de su esposa Luchy, viste a la moda, adopta un tono displicente, distante y escéptico frente a los problemas de la familia y tiene un vicio secreto: la práctica de un voyeurismo desenfrenado, aunque a veces las víctimas del ojo ubicuo de Juan oculto detrás de puertas de alcobas, ventanas de salones y cerraduras de baños sean miembros de su familia.
Por su parte, Fernando, que en el filme Ana y los lobos (1972) había hecho voto de clausura, llevaba vida de anacoreta como los místicos españoles a lo San Juan de la Cruz y vivía encerrado en una cueva sumido en prácticas mentales de levitación corporal y disquisiciones sobre el sentido de la vida a lo Calderón de la Barca en “La vida es sueño”, ha cambiado su estilo de vida.
Abandonó la cueva y se mudó a la casona señorial y pasa el tiempo ocupado en remontar vuelo de verdad -no mediante la mente como en la cueva- por medio de una cometa de colores cálidos que cada día inútilmente trata de hacer despegar con él a bordo y siempre termina por encallar en un precipicio que se abre al fondo del patio delantero de la vivienda.
Sutil metáfora de Saura deslizada en las imágenes de flas-back del pasado de enclaustramiento en la cueva y de flas-forward del presente de fallido aviador amateur: antes, encerrado entre las cuatro paredes de la cueva, anhelaba el cielo que no podía ver; ahora, desde la libertad que supone vivir al aire libre, al intentar alcanzar el cielo con el vuelo de la cometa, como en la fábula de Ícaro, el cielo se aleja y lo ve cada vez más alto e inalcanzable y termina la peripecia de aviador con los huesos quebrados, tras la caída en picada, en el fondo lodoso de un barranco.
En resumen, Fernando no ha cambiado su proceder en los siete años que median entre uno y otro filme: sigue “en las nubes”, sumido en su “mundo ideal”, lo mismo si habita en una cueva que a la intemperie.
Las nietas de la matriarca
Grosso modo representan dos caras de una misma moneda: la de la primera generación que al arribar a la adolescencia encara la transición política española del franquismo a la democracia.
Mientras Carlota parece seguir guardando las convenciones y se apega al lado de la tradición, su hermana Natalia es puro Avant Garde: viste blusas y T-shirts sin sostén debajo, no se inhibe al desnudarse delante de otros, tiene su cuarto decorado con objetos antiguos y lámparas art-noveau de principio de siglo XX y su cama tiene palio y tules encima como las alcobas de los reyes y fuma marihuana (porros).
En esencia, es una combinación de liberalismo y decadencia que va bien de tono con “el destape” político y “la movida” de la moral que se produjo en la España de la transición de los setenta tras casi medio siglo (1936-1976) de autoritarismo franquista en lo político y velo y pandereta en la moral.[6]
En una larga secuencia memorable por su explosiva carga de erotismo, Natalia a medianoche, la víspera del cumpleaños de la abuela, invita a Antonio, el marido argentino de Ana, su antigua institutriz inglesa, a entrar en su habitación.
Una vez dentro, lo seduce por la vía de compartir con él cigarrillos de marihuana (porros) y una suerte de striptease con la bata de seda que lleva puesta sin ropa interior debajo al conjuro repetido sí/no mientras abre y cierra el frente de la bata y se aproxima a Antonio, de pie y mudo en medio de la alcoba.
La matriarca y la intitutriz
Si tuviéramos que ofrecer un ranking de las actuaciones femeninas en Mamá cumple cien años, ubicaría en primer puesto a Rafaela Aparicio por el “tremendismo” de su actuación”.
La matriarca sufre de continuos ataques de epilepsia que la llevan al borde de la muerte y solo logra rebasarlos cuando le atraviesan una cuchara en medio de la boca y le arrojan en la lengua gotas de medicina.
La actuación de Rafaela Aparicio, puro gestos y gritos, “se crece” en los momentos de crisis epiléptica y sobreactúa de forma “esperpéntica” en el mejor estilo de Valle-Inclán o “carnavalesca” como en la teoría crítica de Bajtín.
Así también ocurre cuando habla a los miembros de la familia y les da consejos, como a su hijo Fernando, el anacoreta, al cual le dice “se busque una mujer bien caliente” para que se le quiten sus manías de monje eremita.
Las sucesivas crisis de epilepsia son empleadas por Saura como elementos más cómicos que patéticos y van marcando diferentes clímax a lo largo de la narrativa del filme hasta llegar al momento cumbre que ocurrirá durante el festejo del cumpleaños número cien de la matriarca programado por ella para comenzar a las siete de la noche del día siguiente.
En el segundo lugar del ranking estaría el personaje de Ana, la institutriz inglesa, interpretada por Geraldine Chaplin.
Ana es una vez más, metafóricamente, la extranjera que, con sus actitudes liberales diferentes a la intolerancia de la tradición hispánica, introduce el pecado, la permisibilidad y la corrupción dentro del cerrado orden de una familia burguesa tradicional de España.
Una España hipócrita, fascista, reprimida y falsamente religiosa que hará de ella un fetiche objeto del deseo de tres hermanos sicópatas que no se detendrán en sus acciones hasta asesinarla como ocurre al final del filme Ana y los lobos (1972).
Pero, como ya advertimos al principio, la Ana de Mamá cumple cien años es un ser “redivivo” por la magia del lente de Saura. Como inocente oveja, vuelve al redil de los lobos, en realidad una familia de la burguesía española venida a menos en el ocaso del franquismo que esconde bajo una apariencia ética de buenas costumbres, la anormalidad y las sicopatologías de un pasado franquista desfasado.
Ana, ahora, en lugar de introducir la corrupción en la moral y en la política de la familia, es más bien un ente pasivo, una testigo de su anterior proceder como institutriz de unas niñas españolas que se limita a mirar nostálgica a las personas y a las locaciones de sus años de juventud en la finca La Jara.
Y solo se torna agresiva su conducta y rompe con su aparente pasividad cuando descubre la infidelidad de su marido Antonio con Natalia, la niña que siete años antes educara como institutriz y ahora, de adolescente, compite con ella sexualmente y le roba a su hombre.
Visualmente dentro del filme, Saura resuelve cinematográficamente la situación en una larga secuencia, tras regresar Antonio culpable al dormitorio tras pasar la noche con Amalia, advierte que Ana ha tirado al piso las ropas y ha escapado.
Se asoma al balcón de la terraza y ve a Ana que huye deprisa por el patio de la casona y a gritos le advierte del peligro que corre pues el campo está virtualmente “minado” con cepos para atrapar conejos.
Pero el aviso llega tarde y Ana, real y metafóricamente, “cae en la trampa”.
Mamá cumple cien años
Llegamos finalmente a la fiesta de cumpleaños para la cual Saura nos tiene reservado como plato principal del menú el descenso desde el Olimpo de la casona de La Jara de la matriarca.
Para bajar del reinado de la gloria en el que vive como una diosa, la matriarca no emplea como es de suponer una escalera ni un elevador, sino un raro artefacto digno de la invención de Leonardo da Vinci que puede ser a la vez silla de inválido, sofá de mirar la tele, columpio de parque de recreación infantil, trapecio de circo, poltrona de presidente o trono de emperatriz.
Como deux machina del teatro griego, el artefacto permite que la matriarca descienda lentamente desde el techo de la casona enmarcada en una atmósfera de claroscuro del interior de la mansión que hace aún más llamativo y rutilante el descenso a la tierra.
Antes, en la penumbra de la habitación, tendida en el lecho de enferma crónica de epilepsia, la matriarca ha diseñado el contrataque que le permitirá sobrevivir al intento de homicidio que contra ella trama la mayor parte de la familia.
Cuenta con la colaboración de Ana, a quien ha confiado el plan de envenenamiento urdido por sus enemigos en el momento en que le de el ataque de epilepsia y en lugar de verter en su garganta las gotas providenciales del elíxir de la vida, le den a tomar la pócima envenenada que acabará con su vida y les permitirá apropiarse de la finca y la casona solariega sin interferencias de su parte.
La matriarca le ha pedido a Ana que se adelante a las intenciones del enemigo y en el instante en que ella comience a boquear como pez asfixiado fuera del agua por el repentino ataque de epilepsia, le dé a beber las gotas curativas verdaderas y no las falsas del envenenamiento.
Ana cumple con la misión asignada y salva a la matriarca.
El resto de la fiesta transcurre de forma tradicional con torta de cumpleaños con cien velitas, música y baile que disuelven las contradicciones familiares en una especie de happy end a la española.
No solo se echa al olvido el plan de asesinato de la matriarca sino la rivalidad de celos surgida entre la joven y libertina Natalia y su ex institutriz, la humillada esposa Ana. En un gesto de reconciliación inesperado, Natalia saca a bailar a Ana y ambas mujeres, mirándose intensamente a los ojos, con los brazos extendidos, gestos de manos y sevillanas entonadas al aire, dan por finalizado el conflicto emotivo-amoroso-generacional-político-moral surgido entre ambas y una vez más, tras de la cámara, Saura vuelve a sonreír.[7]
[1] Ya antes en el ensayo Cine Latino de Humor Negro (Editorial El barco ebrio, Madrid, 2021) habíamos incorporado dos de sus filmes más populares Ana y los lobos y El jardín de las delicias. En la serie que actualmente escribimos, incorporamos otro conocido, La caza (OtroLunes # 61, 2022). Tras conocer la noticia del reciente fallecimiento, probablemente dedicaremos tiempo a escribir una nueva serie con el título “Saura In Memoriam”. En ella incorporaríamos una muestra representativa de los filmes más valiosos en el contexto histórico y social de los períodos por los que atravesó su larga y brillante carrera cinematográfica.
[2] Por ejemplo, además de Saura como director, están presentes en ambos filmes, Elías Querejeta como productor, Rafael Azcona como guionista, Luis de Pablo como musicalizador y los actores Geraldine Chaplin, Fernando Fernán Gómez, Rafaela Aparicio, José Vivó, José María Prada y Charo Soriano.
[3] No solo haría falta la mención intertextual del surrealismo de Buñuel en el filme de Saura, igualmente en sentido intertextual, habría que hacer referencia al realismo maravilloso de Carpentier o al realismo mágico de García Márquez. Tanto los espectadores como la crítica resultan gratamente sorprendidos cuando, sin ningún tipo de explicación visual u oral, vemos que el personaje de Ana, la institutriz inglesa que en la secuencia final de Ana y los lobos (1972) es violada y asesinadas a tiros por el trío de hermanos que padecen diferentes grados de locura provocados por la sicopatología del franquismo, reaparece siete años después, como el Ave Fénix, “viva y coleteando”, al final de la primera secuencia de Mamá cumple cien años (1979). Ana se desmonta de un coche acompañada de su marido argentino Antonio, lo cual hace pensar que durante el dilatado proceso de resurrección -¡siete años!- al cual la sometió el director, aprovechó para salirse de la soltería y volver a la vida matrimoniada.
[4] Tratándose de un film de Saura -experto en hacer guiños y burlarse de la censura franquista- no hay que descartar la presencia de símbolos en la trama que se desarrolla en medio de la transición de la España franquista a la democrática. No tendría sentido las referencias de parte de la matriarca a los tres años transcurridos desde la muerte de José, su hijo preferido, sino tomáramos en cuenta que 1976 -año de la muerte de José, el hijo militar- también lo fue de Franco, el Caudillo de las Españas mientras que 1979 coincide con el rodaje de Mamá… y la consolidación de la transición tras el fallido coup d’ etat de un grupo de militares amotinados en medio del Parlamento.
[5] La puntualidad exigida por la matriarca para el inicio de la celebración a las 7.00 pm de sus 100 años, da lugar a uno de los mejores gags surrealistas de Saura. Para sorpresa de la familia, la anciana desciende desde lo alto de la mansión, en una suerte de artefacto de circo especialmente diseñado para ella, algo así como el deux ex machina del teatro griego primitivo que convierte al sillón de paralítico en el que permanece postrada en trono de emperatriz que se balacea en el aire como un columpio a la deriva sujeto por cables que semejan lianas selváticas que cuelgan de lo alto del techo.
[6] Un dato importante que hay que tomar en cuenta y no olvidar es que el año anterior a la filmación de Mamá cumple cien años (diciembre de 1978) fue el momento en que se acordó el nuevo pacto social -monarquía constitucional con parlamento y partidos políticos-, por el cual se regiría la vida política de España en adelante al firmarse por los representantes de todos los partidos políticos la nueva constitución -primera tras la muerte de Franco en 1976- democrática de España en medio siglo.
[7] La obra cinematográfica de Carlos Saura (1932-2023) es difícil de resumir en unas pocas líneas y consta de más de treinta filmes realizados en su larga carrera profesional. De muestra, incluimos las referencias a algunos de los principales títulos:
- Década 1960: “Los golfos” (1960); “Llanto por un bandido” (1962); “La caza” (1966); “Peppermint Frappé” (1967); “Stres-es-tres-tres” (1968).
- Década 1970: “El jardín de las delicias” (1970); “Ana y los lobos” (1973); “Cría cuervos” (1976); “Mamá cumple cien años” (1979).
- Década 1980: “Deprisa, deprisa” (1981); “Bodas de sangre” (1981); “Carmen” (1983); “El amor brujo” (1986); “Ay, Carmela” (1989).
- Década 1990: “¡Dispara!” (1993); “Tango” (1998); “Goya en Burdeos” (1999).
- Década 2000: “Buñuel y la mesa del rey Salomón” (2001); “Salomé” (2002); I, Don Giovanni (2009); “El rey de todo el mundo” (2021).