He aquí una de esas novelas que no se olvidan. Que no pueden olvidarse. Que una vez leídas pasan a formar parte de la experiencia del lector, no como simple lector, sino como ser humano que ha vivido esa experiencia.
Por la panorámica que traza, por cómo lo hace, puede que Félix Luis Viera haya escrito con “El corazón del Rey” la tan esperada “novela de la revolución cubana”. No, por supuesto, en el sentido que los oficialistas del régimen dan a ese título (o se lo darían si tal novela se escribiese); es decir, no por ser la que mejor enaltece el llamado “proceso social existente en el país” –algo que ni Carpentier logró, pese al esfuerzo, con su malograda “Consagración de la Primavera”–, sino por ser la que mejor describe esa realidad, sin otra pretensión que describirla.
Y aunque si así no fuera (si no fuese esa “esperada novela de algo”), de todos modos impresiona, y mucho. De todos modos es una de esas novelas que uno espera, sin saberlo. Me hizo pasar varios días caminando por Santa Clara, reconociendo a su gente: Robertón, Magalí, la Samaritana, Benito… hasta el Bijirita. Todos personajes inolvidables. Personajes con los que, después de participar en sus peripecias, de compartir con ellos sus dudas, sus angustias, sus alegrías, sus rones, sus desencantos… sus fragmentos de vida, por fuerza se tornan familiares; pasan a formar parte de la gente que uno conoce en el sentido que se conoce al Harold de Joyce, al Alonso de Cervantes o al vecino con el que de vez en cuando compartimos una cerveza.
Se trata de personajes y situaciones trasmitidas con una autenticidad literaria incuestionable. Subrayo autenticidad literaria. O sea, el hecho de que la historia, los personajes y el escenario son literariamente creíbles, tanto como el tiempo y el espacio del conjunto. Todo está vivo, todo existe y todo se mueve como materia novelesca, sin traicionarse y sin traicionarnos. Cada parte funciona a tope, sin caídas, como producto artístico. Aun el sexo y el humor –dos recursos que han identificado desde siempre a este autor– hallan un asidero entrañable en la trama planteada en cada caso.
Resume de un modo genial los recovecos ideológicos en los que la Isla se ha debatido y debate. En ese contexto hasta el tono artificial o grandilocuente que el autor impone a algunos parlamentos resulta válido, como si no pudiese ser de otro modo. Así logra algo muy difícil; algo que requiere de una habilidad especial: caricaturizar los susodichos recovecos ideológicos; y hacerlo indirectamente, desde la retórica que les es consustancial, formando una especie de “quinta columna” que, como sin proponérselo, mina desde dentro el propio absurdo.
Luego está la filosofía existencial de Robertón (sus textos, sus charlas de borracho lúcido). Es éste uno de los elementos más inteligentes y, por qué no, divertidos de la obra. Comparables si acaso con las apariciones de la Samaritana.
También destaca la insistencia en muchos escenarios y situaciones. Utilizo el término “insistencia” en una acepción nada desdeñosa. A simple vista podría pensarse que esto lo hace iterativo y que, por tanto, convendría que el autor lo eliminase, al menos en parte. Pero no. Uno percibe enseguida su encanto y su pertinencia. Las borracheras de Robertón, por ejemplo: Es cierto, se parecen, pero distan mucho de ser iguales. Todo (esas borracheras, los personajes, la situación, los lugares mismos) evoluciona. ¿No es eso lo que llamamos rutina?; ¿la común rutina de la vida?; ¿la aparente clonación de los días, “uno detrás de otros”?
Y en su caso –en el caso de lo que Viera nos cuenta–, esta rutina es un elemento más a tener en cuenta, como cada personaje; como cada anécdota. Porque viene a desvelar la fatalidad que es Santa Clara, que es Cuba, que es la vida en un país aislado y perplejo. Rutina que, círculo vicioso al fin, tiene que repetirse sin repetirse. Desbarrancándose. Cerrándose. Todo con un ritmo que avanza, sin tropiezos, hacia la solución (solución técnica, quiero decir) del conflicto.
Algo así puede decirse también del lenguaje y del escenario, porque el lenguaje cubano y el paisaje santaclareño; es decir, los localismos y la vida local de ese sitio concreto, rebasan sus límites en cuanto tales. El hecho mismo de la Revolución, así como la proyección humana de los personajes y sus historias, hacen que no se quede en un simple producto costumbrista, que sería ilegible (o legible sólo a medias) para quienes desconozcan el lugar y la circunstancia específicos. Quiero decir que, siendo como es una novela que transcurre en la ciudad cubana de Santa Clara, podría transcurrir (circunstancias aparte) en México DF, en París, en Madrid, incluso en Santa María, en Macondo, en Yoknapatawpha o en cualquier otro lugar de ficción o no. Santa Clara es tan sólo el referente espacial de un hecho social histórico que, al hacerse literatura, trasciende el mapa. Cualquier persona que se viese en las situaciones que Viera describe seguramente reaccionaría de forma muy parecida a como lo hacen los personajes de la novela. Cualquier persona, en cualquier sitio donde transcurra su “ser en el mundo”. El tema que vertebra el texto no es pues un tema local de interés sólo local. Y la forma en que es contado hace que eso (que esa universalidad) no se pierda ni en una sola línea. Al contrario.
Todo con momentos líricos, descripciones precisas, psicología bien delimitada, dato escondido bien escondido, etc. Es decir, administrado con tacto, de modo que retiene la atención del lector sin que se vean los trucos ni las costuras.
El contrapunteo entre Benito y el narrador, por ejemplo, lejos de ser farragoso y postizo, ilumina y enriquece, para beneficio de todos, pero en especial de aquellos que desconocen la “revolución profunda”. Es decir, el resto del mundo. Y para los cubanos que sí la conocen es un espejo que, como ocurre con los espejos, a veces revela cosas sorprendentes de nosotros mismos. Lo que no quiere decir que sea didáctico. El autor simplemente expone los enfoques y los contrasta dentro de la dialéctica del discurso narrativo, sin ceder en ningún momento a la tentación de intervenir y proponer, en cuanto tal, una toma precisa de partido o conclusión alguna. Viera, pues, da a la novela lo que es de la novela.
Lo que puede aplicarse además a los capítulos que transcurren en el estadio de béisbol y en los shows de cabaré. La posición del autor es válida y, sobre todo, absorbente. En estos casos es el estado interior de los personajes el que marca las pautas. Y lo logra. Una descripción más epidérmica habría roto con esa dinámica global y con ese encanto. Al mismo tiempo que una descripción más detallada del juego de béisbol en sí, habría hecho bostezar. Esto se puede aplicar también a la imagen que nos trasmite de los shows de cabaré.
Si consideramos todos estos factores, y tomamos conciencia de cada coma, de cada cadencia y de cada palabra, es evidente que estamos ante una obra en la que Félix Luis Viera trabajó de verdad, con la responsabilidad y la entrega profesionales que le son inherentes. No se percibe ningún cabo suelto. Al final todas las puntas están bien atadas y todos los frentes abiertos rematados. Trabajo artesanal meticuloso, diestro, que se refleja en el resultado y que agradecen tanto el texto como el buen lector.
Si pensamos la novela en conjunto, el narrador, Robertón y la Samaritana son quizá los personajes más nítidos. Pero también Magalí y Benito tienen un peso importante. Y, en general, todos forman un coro armónico, un tejido en el que cada uno es imprescindible a la hora de determinar la coherencia y el peso específico de la obra.
Lógicamente, hay capítulos que sobresalen: el de la cola para adquirir la batidora; los de las borracheras de Robertón y sus apuntes; el del narrador y la Samaritana en el corte de caña; el de la Samaritana despidiéndose de la familia; el del velorio de Robertón y, por supuesto, el último, cuando el narrador se ve (como se dice) contra la pared, abocado a la única salida que le queda.
Pero incluso los que podrían considerarse menos destacados tienen su razón de ser. Todos son imprescindibles, y no precisamente como relleno. Son los que redondean el conjunto y justifican (o explican) muchas cosas.
Sí, he aquí una de esas novelas que no se olvidan. Un producto aventajado de eso que algunos consideran, no sé si con acierto, un género literario: la literatura cubana actual. El corazón de “El corazón del Rey” parece destinado a latir todo el tiempo del Tiempo. Y como Rey.
España, en mayo de 2010