Continuaron comiendo en silencio, estudiándose mutuamente el rostro con simpatía. Dinny estaba pensando: “Me agradan tus arrugas, y tu barba es pequeña y graciosa”. Adrián meditaba: “Me alegro de que tu nariz sea algo respingona. Tengo unas sobrinas y unos sobrinos muy atractivos”. Finalmente Dinny dijo:
–Bueno, tío Adrián, ¿quieres buscar el modo de castigar a ese hombre por haber tratado a Hubert de un modo indecente?
–¿Dónde está ahora?
–Hubert me dijo que en los Estados Unidos.
–¿Has pensado, querida, que el nepotismo no es una cosa deseable?
–Pero tampoco la injusticia lo es, tío; y la sangre es más espesa que el agua.
–Y este vino –añadió Adrián con una mueca–, es aún más denso. ¿Para qué quieres ver a Hilary?
–Quiero lograr una presentación para lord Saxenden.
–¿Por qué?
–Papá dice que es un hombre importante.
–¿Es que estás tirando secretamente de los hilos, como suele decirse?
Dinny asintió.
–Ninguna persona sensible y honrada sabe tirar de los hilos con éxito, Dinny.
Ésta frunció el entrecejo, y una amplia sonrisa descubrió sus dientes, muy blancos y regulares.
–Pero yo no soy ni lo uno ni lo otro, querido tío.
–Veremos. Entre tanto, ¿quieres uno de estos cigarrillos? Según la propaganda, son los que más de moda están.
Dinny cogió un cigarrillo y, expulsando una larga bocanada de humo, dijo
–Viste al tío-abuelo Cuffs, ¿verdad, tío Adrián?
–Sí. Su despedida de este mundo estuvo llena de dignidad. Una vez muerto, adquirió el color del ámbar. El tío Cuffs echó a perder su talento ingresando en la Iglesia; hubiese resultado un diplomático perfecto.
–Yo le vi tan sólo un par de veces. Pero, ¿quieres decir que no hubiese podido lograr lo que quería, sin perder dignidad, tirando secretamente de los hilos?
–En su caso, querida, no se trataba de tirar de los hilos. En él se daban cita la dulzura y una fuerte personalidad.
–¿Y los buenos modales?
–Modales augustos. Los cuales con su muerte puede que hayan desaparecido.
–Bueno, tío, he de irme. Deséame que sea deshonesta y descarada.
–Y yo –dijo Adrián–, volveré al maxilar de Nueva Guinea con el que espero poder aniquilar a mis sabios colegas… Si puedo ayudar a Hubert de un modo decente lo haré. En todo caso, pensaré lo que se pueda hacer. Dale recuerdos cariñosos de parte mía; y ahora, adiós, sobrina.
Se separaron y Adrián regresó a su museo. Volviendo a tomar su posición frente al maxilar, empezó a pensar en una quijada muy distinta. Puesto que había llegado a la edad en que la sangre de los hombres flacos, de costumbres moderadas, corre con lenta regularidad, su amor por Diana Ferse, que databa de varios años antes de su fatal matrimonio con el capitán Ferse, tenía cierto carácter altruista. Antes que su propia felicidad deseaba la suya. La consideración “¿Qué es lo que más le conviene?” era siempre la primera en sus continuos pensamientos dedicados a Diana. Hacía tanto tiempo que estaba acostumbrado a vivir sin ella, la inoportunidad (jamás propia de él) estaba fuera de cuestión. Pero su rostro ovalado, de ojos negros, de labios y nariz deliciosos, un poco triste en los momentos de reposo, borraban continuamente los contornos de los maxilares, los fémures y otros fenómenos interesantes de su trabajo.
Ella y sus dos hijos vivían en una pequeña casa en Chelsea, con las rentas de un marido que, desde hada cuatro años, estaba en una casa de salud y que quizá ya nunca más recobraría su equilibrio mental. Ella tenía casi cuarenta años y, antes de que Ferse hubiese caído definitivamente en el abismo de, la locura, sufrió terriblemente. Hombre de la vieja escuela en cuanto al pensamiento y a los modales, educado a base de una visión coherente de la historia humana, Adrián aceptaba la vida con un fatalismo a medias humorístico. No era del tipo de los reformadores y la posición de la mujer amada no le inspiraba el deseo de lograr el trofeo del matrimonio. Deseaba que ella fuese feliz pero, tal como estaban las cosas, no veía el modo de poder contribuir a dicha felicidad. Después de todo, vivía en paz, con las rentas suficientes de quien había sido maltratado por el Destino. Además, Adrián tenía algo del supersticioso sentimiento propio de los hombres primitivos para son los afectados por esta especial forma de desgracia. Ferse había sido un individuo decente hasta que el germen de la locura comenzó a penetrar en la coraza formada por la salud y la educación. Su proceder durante los dos años que precedieron a su total obscurecimiento, era liberalmente explicado por la enajenación mental. Era uno de los afligidos por Dios y su desdicha exigía, por parte de los demás, la máxima compasión.
Adrián dejó el maxilar y cogió una reproducción Pitecanthropus, ese ser curioso hallado en Trinil, en la isla de Java, y que durante mucho tiempo mantuvo en discrepancia las opiniones de si debía llamársele hombre-mono o bien mono-hombre. ¡Qué distancia desde él al moderno cráneo inglés que se hallaba sobre la repisa de la chimenea! Por mucho que rebuscasen las autoridades en la materia, jamás hallarían una respuesta a la pregunta: ¿Dónde estuvo la cuna del Homo Sapiens, el nido en que se desarrollara el hombre de Trinil, Pitldown o Neardental, o de alguna de aquellas criaturas colaterales que afín no habían sido descubiertas?
Si Adrián alimentaba una pasión, además… de la que sentía por Diana Fersé, era el ardiente deseo de establecer el lugar en donde había sido generada la raza humana. De momento, el mundo científico se recreaba con la idea de descender del hombre de Neardental, pero a él no le parecía posible. Habiendo alcanzado la evolución un punto tan definitivo como aparecía en aquellos restos de brutos, no se hubiese podido desviar hacia un tipo tan distinto. ¡Era como creer que el ciervo derivaba del alce! Se volvió a mirar el enorme globo terráqueo en el que, con su clara escritura, estaban registrados todos los descubrimientos importantes hechos hasta entonces sobre los orígenes del hombre moderno, con las notas relativas a los cambios geológicos, al período y al clima. Pero, ¿dónde buscar? Era un problema policíaco, solucionable sólo con el método francés, es decir, mediante la valuación instintiva de la localidad probable, ratificada por las búsquedas efectuadas en el lugar elegido. Realmente era el mayor problema policíaco del mundo. ¿El Himalaya, el Fayúm, o cualquiera otro sitio sumergido actualmente bajo el Océano? De ser así jamás podría quedar establecido con certeza. ¿Se trataba de una cuestión puramente académica? No del todo, puesto que a ella estaba unido el problema de la esencia del hombre, de la verdadera naturaleza primitiva del ser humano, sobre el que se podía y se debía fundar la filosofía social; una cuestión que últimamente había sido discutida con ahínco. ¿Era el hombre fundamentalmente bueno y pacífico, como parecían sugerir los estudios hechos sobre la vida de los animales y sobre algunos pueblos llamados salvajes, o bien fundamentalmente agresivo e intranquilo, como podía aseverar el lúgubre relato de la Historia? Una vez encontrado el lugar de origen del Homo Sapiens, quizá surgiría algún elemento positivo para decidir si era un ángel-demonio o bien un demonio-ángel.
Para un hombre del carácter de Adrián, la resurgida tesis de la substancial bondad del hombre resultaba muy atractiva, pero sus hábitos intelectuales le impedían aprobar fácil y completamente una tesis, cualquiera que ésta fuese. También los animales inofensivos y los pájaros vivían obedeciendo a la ley de la conservación de la especie. Así lo hacía el hombre primitivo. Las perversidades del hombre adulterado comenzaron, naturalmente, al extender sus actividades y al aumentar sus rivalidades; es decir, comenzaron con las ramificaciones de la ley de la conservación, causadas por la llamada vida civilizada. La existencia sencilla del hombre primitivo seguramente ofrenda menores ocasiones a las siniestras manifestaciones del instinto de conservación, pero era difícil que de esto se lograse deducir algo. Era mejor aceptar al hombre moderno tal como era y procurar limitar sus ocasiones de hacer daño. Tampoco podía tenerse demasiado en cuenta la dulzura natural de los pueblos primitivos. La noche anterior leyó algo a propósito de una cacería de elefantes en el África Central, en la que los negros primitivos, hombres y mujeres, que batían la selva para ayudar a los cazadores blancos, se echaronsobre los elefantes recién muertos, los despedazaron, se comieron la carne cruda y chorreante de sangre y luego desaparecieron emparejados en el bosque para completar la orgía. Después de todo, ¡algo había que decir en favor de la civilización!
En ese momento el bedel anunció:
–El profesor Hallorsen desea verle, señor. Quiere echar una ojeada a los cráneos peruanos.
–¡Hallorsen! –exclamó Adrián sorprendido–. ¿Está usted seguro? Creí que se hallaba en los Estados Unidos, James.
–Hallorsen ha sido el nombre que ha dado, señor. Es un señor alto que habla como un americano. Aquí está su tarjeta de visita.
–¡Hum! Hágale pasar, James –dijo, pensando: al Sombra de Dinny! ¿Qué voy a decirle?”.
Entró un hombre muy alto y bien parecido, de unos treinta y ocho años aproximadamente. El rostro afeitado irradiaba salud, los ojos estaban llenos de luz y los cabellos oscuros tenían un mechón o dos prematuramente grises. Una agradable brisa pareció entrar con él. Comenzó a hablar en seguida.
–¿El señor conservador? Adrián se inclinó.
–Pero, ¡me parece que ya nos hemos encontrado en alguna otra parte! Fue en la montaña, ¿no es así?
–Sí –contestó Adrián.
–Bien, bien. Mi nombre es Hallorsen. Me han dicho que sus cráneos peruanos son estupendos. He traído conmigo unos pocos cráneos bolivianos y pensaba cotejarlos con los de usted. ¡Cuántas sandeces escriben a propósito de los cráneos algunos que jamás han visto los originales!
–Exacto, profesor. Me encantará ver sus bolivianos. Por otra parte, creo que usted no conoce mi nombre. Aquí lo tiene.
Adrián le tendió una de sus tarjetas de visita. Hallorsen la cogió.
–¡Oh! ¿Es usted pariente del capitán Charwell? ¿No sabe que desearía verme muerto?
–Soy su tío. Pero tenía la sensación de que era usted quien deseaba verle muerto a él.
–Bueno, me metió en un buen embrollo.
–Según mi sobrino, fue usted quien le metió en un buen embrollo a él.
Escuche, señor Charwell…
–Nuestro apellido se pronuncia Cherrell, si no le importa.
–Cherrell… sí, ahora lo recuerdo. Pero veamos. Si usted paga a un hombre para que realice un trabajo y resulta que ese trabajo es demasiado fatigoso para él y por el hecho de que le es demasiado fatigoso se queda usted con un palmo de narices, ¿qué haría usted? ¿Darle una medalla de oro?
–Lo mejor sería, creo yo, informarse de si el trabajo que le fue confiado era humanamente posible realizarlo y, antes de juzgar…
–Esto corre de cuenta de quien se encarga de cumplir con el trabajo. ¿En qué consistía al fin y al cabo? En dirigir a unos cuantos mestizos.
–No estoy demasiado enterado, pero tengo entendido que tenía la misión de cuidarse también de los animales de transporte.
Desde luego; y dejó que todo se le escapase de entre las manos. Claro que como se trata de su sobrino, ya sé que no va usted a ponérsele en contra. Pero, ¿puedo ver los cráneos
–Naturalmente.
–Muy amable por su parte.