Durante la recíproca inspección que siguió a sus palabras, Adrián levantó varias veces la vista hacia el magnífico ejemplar de Homo Sapiens que estaba a su lado. Raramente había visto a un hombre tan rebosante de vida y de salud. Era bastante natural que cualquier obstáculo le irritara. Su misma vitalidad le impediría ver el lado negativo de las cosas. Al igual que su nación, exigía que todo el mundo procediese a su manera, puesto que ninguna otra solución parecía posible ante su exuberancia.
“Después de todo –pensó–, no tiene la culpa de ser el verdadero prototipo creado por Dios: “Homo transatlanticus superbus”. Y en voz alta, dijo en tono malicioso:
–De modo, profesor, que el sol está a punto de viajar de Oeste a Este, ¿no es así?
Hallorsen sonrió, y su sonrisa fue realmente dulce.
–Bueno, señor conservador, supongo que estamos de acuerdo en que la civilización comenzó con la agricultura. Si podemos probar que cultivamos maíz en el continente americano en tiempos lejanos, quizá miles de años antes que el trigo y la cebada de la antigua civilización del Nilo, ¿por qué la corriente no podría deslizarse en sentido contrario?
–Y ¿puede usted probarlo?
–Poseemos de veinte a veinticinco tipos distintos de maíz. Herwdlicha afirma que para diferenciar estos tipos han sido necesarios por lo menos veinte mil años. Esto nos sitúa a la cabeza como padres de la agricultura.
–Pero, desgraciadamente, ninguno de estos tipos de maíz existía en el antiguo continente antes del descubrimiento de América.
–No, señor, y ningún tipo de cereal del viejo mundo existía en América antes de su descubrimiento. Ahora bien, si la cultura del viejo mundo se insinuó al otro lado del Pacífico, ¿por qué no se llevó consigo los cereales?
–Pero no por eso América podrá decir que ha entregado al resto del mundo la sagrada llama de la civilización, ¿no lo cree usted así?
–Quizá no; pero en este caso hemos de convenir en que ha desarrollado sus propias civilizaciones antiguas mediante su propio descubrimiento de los cereales; y éstos fueron los primeros.
–¿Cree usted en la teoría de la Atlántida, profesor?
–Algunas veces me recreo con esta idea, señor conservador.
–¡Bien, bien! ¿Puedo preguntarle si se siente usted satisfecho por el ataque que hizo a mi sobrino?
–Bueno, la verdad es que cuando escribí el libro estaba muy resentido. Su sobrino y yo no nos entendíamos.
–Me parece que esto podría ser suficiente para hacerle dudar a usted de haber sido completamente justo.
–Si retirara mis críticas, no diría lo que realmente pienso.
–¿Está usted convencido de no tener responsabilidad alguna en el fracaso al no alcanzar su objetivo?
El gigante frunció el ceño con una expresión de perplejidad.
“En todo caso es un hombre honrado”, pensó Adrián.
–No veo adónde quiere usted llegar –dijo Hallorsen, lentamente.
–Fue usted quien escogió a mi sobrino, según creo.
–Sí, entre otros veinte.
–Exactamente. Entonces ¿eligió usted mal?
–Desde luego.
–¿Error de juicio?
Hallorsen rió.
–Es usted muy agudo, señor conservador. Pero yo no soy hombre que haga públicas sus propias equivocaciones.
–Lo que usted quería –dijo Adrián secamente– era un hombre con el corazón de piedra; pues bien, debo admitir que no lo encontró usted.
Hallorsen se sonrojó.
–No coincidimos en nuestras apreciaciones, señor. Voy a llevarme mi pequeña colección de cráneos y le agradezco su cortesía.
Pocos minutos después salió.
Adrián se abandonó a una meditación bastante confusa. El individuo era mejor que el recuerdo que de él le quedara. Físicamente, era un magnífico ejemplar; mentalmente, no era de despreciar; espiritualmente… bueno, era el típico exponente de un nuevo mundo en donde cada objetivo inmediato es la cosa más importante que existe hasta que es alcanzado, y el alcanzarlo es más importante que los métodos usados para conseguirlo.
“Lástima –pensó– que haya que disputar. No obstante, no tiene razón; uno debería ser más caritativo y no publicar un ataque como el suyo. Demasiado «yo» en el amigo Hallorsen”.
Y mientras pensaba todo esto, puso el maxilar dentro de un cajoncito.