Al día siguiente, víspera de Navidad…

Como si fuera una seria convenida, cayó en el acto sobre los camellos una lluvia de palos, y hostigados los brutos comenzaron una veloz carrera, levantando nubes de arena.

Como el trote de estos animales hace balancear terriblemente la carga, aquella marcha precipitada constituyó un verdadero placer para los niños, al principio. Pero al poco rato Nel empezó a marearse, a sentir vértigos y algo así como si se le nublaran los ojos.

–¿Por qué corremos tanto? –preguntó la niña, volviéndose a su compañero.

–Me parece que han dado rienda suelta a los camellos y ahora no pueden detenerlos.

Pero al notar que la niña se iba poniendo pálida, se puso a llamar a los beduinos que iban delante, para que aflojasen el paso. Sus gritos no fueron escuchados y a los pocos instantes volvieron a oírse los de “¡Yalla! ¡Yalla!”, que redoblaron la velocidad de la carrera.

El muchacho creyó que los beduinos no le habían oído; pero al ver que Gebhr, que iba detrás, aguijoneaba el camello que ellos montaban, comprendió que los animales corrían de aquel modo por fuerza, acosados por los guías, que sin duda se veían obligados a apresurarse por alguna causa. Primero creyó que se habrían apartado del camino verdadero y que se apresuraban tanto para recuperar el tiempo perdido, a fin de que sus amos no los regañaran. Por otra parte consideraba que más se enfadaría el señor Rawlison si Nel llegaba enferma, y ante esta última consideración ya no supo qué pensar. Temiendo por la salud de Nel, y sintiendo que empezaba a encolerizarse, se volvió a Gebhr y gritó con todas sus fuerzas:

–¡Detente!

–¡Silencio! –respondió secamente el árabe, sin aflojar el paso.

Entretanto fueron apagándose los rojos fulgores del crepúsculo, que en Egipto es de corta duración, y no eran las seis cuando apareció la luna teñida con sus reflejos, esparciendo por el desierto su luz tranquila y diáfana.

El silencio de aquel atardecer sólo era interrumpido por el fatigado respirar de los camellos y el chasquido de sus cascos al chocar con la arena, y de cuando en cuando por el ruido de los palos que los beduinos descargaban sobre los pobres animales.

Nel iba perdiendo las fuerzas por momentos y Estasio tuvo que sostenerla para que no se cayera. No cesaba de preguntar si llegarían pronto, pues la esperanza de hallar a su padre era lo único que sostenía sus fuerzas. Pero iban transcurriendo las horas, una tras otra, sin que de cerca ni de lejos aparecieran las tiendas de campaña ni las hogueras.

Entonces al muchacho se le heló la sangre en las venas, porque comprendió que los habían secuestrado.