Al otro lado del tabique empezó a roncar un reloj…

Volví en mí rápidamente. Me acordé de todo inmediatamente, sin esfuerzo, como si mis recuerdos estuvieran esperando mi despertar para precipitarse sobre mí. Por otra parte, incluso cuando estaba aletargado, persistía en mi cerebro una especie de idea fija de la que no podía librarme y alrededor de la cual giraban pesadamente mis pensamientos. Pero me ocurrió algo extraño: al despertar, todo lo que me había sucedido aquel día me pareció que había pasado hacía mucho tiempo, que había vivido aquellos hechos años atrás.

Tenía la cabeza pesada. Me parecía que algo giraba sobre ella, rozándola. Esto me inquietaba y me excitaba. La angustia y la cólera hervían de nuevo en mi interior y buscaban una salida. De pronto vi a mi lado dos ojos muy abiertos que me miraban fijamente, con obstinada curiosidad. Aquella mirada era glacial, sombría, indiferente; parecía proceder de muy lejos y producía una impresión en extremo desagradable.

Una idea oscura surgió en mi espíritu y comunicó a todo mi cuerpo una sensación ingrata, semejante a la que se experimentaría al penetrar en un subterráneo húmedo, asfixiante. No me pareció natural que aquellos ojos hubieran empezado a examinarme entonces, en aquel instante. Recuerdo también que en las dos horas que acababan de transcurrir no había cruzado una sola palabra con aquella joven y que ni siquiera me había parecido necesario hacerla. Por el contrario, aquel silencio me producía cierto placer. Y en aquel momento vi claramente la sinrazón, la fealdad del desenfreno que, sin amor, brutal e impúdicamente, empieza, sin ningún preámbulo por el acto que corona el verdadero amor. Nos estuvimos mirando un buen rato, y ella sostuvo mi mirada sin que cambiara la expresión de la suya, tanto que acabé por sentir cierta inquietud.

–¿Cómo te llamas? –le pregunté bruscamente, para poner término a aquella situación.

–Lisa –me respondió casi en un susurro, pero sin ninguna amabilidad y apartando sus ojos de los míos.

Enmudecí.

–¡Qué mal día hace!… Nieve y más nieve… ¡Es triste! –dije después, como hablando conmigo mismo y cruzando con gesto melancólico los brazos debajo de la nuca.

Fijé la vista en el techo.

Ella no me respondió. Su silencio me mortificaba.

–¿Eres de aquí? –le pregunté con cierta irritación y volviéndome ligeramente hacia ella.

–No.

–¿De dónde has venido?

–De Riga –repuso con un gesto de repugnancia.

–¿Eres alemana?

–No, rusa.

–¿Llevas mucho tiempo aquí?

–¿Dónde?

–En esta casa.

–Desde hace dos semanas.

Su voz era cada vez más ronca. La vela se había apagado. Ya no me era posible distinguir su rostro.

–¿Tienes padres?

–Pues… sí.

–¿Dónde están?

–En Riga.

–¿Qué hacen?

–Nada de particular.

–Bueno, pero ¿a qué se dedican, de qué viven?

–Son pequeños burgueses.

–¿Vivías con ellos?

–Sí.

–¿Qué edad tienes?

–Veinte años.

–¿Por qué los dejaste?

–Cosas de la vida.

Esta contestación significaba: «Déjame tranquila; no tengo humor para nada». Los dos enmudecimos.

Sólo Dios sabe por qué no me iba. Tampoco yo tenía humor para nada. Estaba angustiado. Sin que yo hiciera el menor esfuerzo mental, por impulso propio, las imágenes del día que acababa de transcurrir pasaban y volvían a pasar en desorden ante mi memoria. Recordé de improviso una escena que había presenciado en la calle cuando me dirigía, absorto, al ministerio.

–Esta mañana sacaron un ataúd, y poco faltó para que se les cayera.

Dije esto en voz alta, pero sin darme cuenta. No pretendía en modo alguno reanudar la conversación.