Al otro lado del tabique empezó a roncar un reloj…

Silencio.

–¿Tenías novio?

–¡A usted qué le importa!

–No me interesa saberlo. Son cosas que no me incumben. No te enfades. Es evidente que has tenido contrariedades. Cierto es que esto no me importa, pero me compadezco.

–¿De quién?

–De ti.

–No vale la pena –dijo en voz muy baja. Y otra vez se agitó todo su cuerpo. Este desdén me irritó. ¡Tan amable como había sido con ella, en cambio, me…!

–Pero ¿qué te has creído? ¿Te imaginas que vas por buen camino?

–No me imagino nada.

–Eso es lo malo. ¡Vuelve en ti! ¡Todavía estás a tiempo! Sí, todavía estás a tiempo. Eres joven y bonita. Puedes querer, casarte, ser feliz…

–No todas las casadas son felices –dijo Lisa con su habitual aspereza.

–No todas, ciertamente. Sin embargo, cualquier cosa es mejor que permanecer aquí. No hay comparación posible. Cuando se ama, incluso se pude prescindir de la felicidad. La vida es bella aun cuando se sufre. Vivir es grato, cualquiera que sea la clase de vida. ¡En cambio, esto…! ¡Es una podredumbre, un horror!

Le volví la espalda, contrariado. Ya no razonaba fríamente. Empezaba a sentir lo que decía, y hablaba con ardor creciente. Me dominaba el deseo de exponer las modestas pero queridas ideas que había incubado en mi rincón. Algo se había encendido en mí de pronto, y esta luz mostraba a mis ojos un objetivo.

–No hagas caso de mi presencia. No debes tomar ejemplo de mí. Quizá sea peor que tú. Además, estaba borracho cuando vine.

Me disculpé de ello y proseguí:

–La mujer no puede seguir al hombre. Son completamente distintos. Yo me mancho, me ensucio cuando estoy aquí, pero no soy esclavo de nadie. Entro, pero luego salgo, y cuando estoy fuera, me sacudo, y ya soy otro completamente distinto. ¡En cambio, tú…, tú eres una esclava! Sí, una esclava. Has renunciado a todo, incluso a tu voluntad. Más adelante querrás romper estas cadenas, pero te será imposible. Te ceñirán cada día más estrechamente. Sí, son estas malditas cadenas. Las conozco. No te diré nada más sobre este asunto. Seguramente no me comprenderías. Pero dime, sé franca: ¿verdad que ya estás en deuda con tu patrona? ¿Ves como sí? –añadí, aunque ella no me había respondido pues se limitaba a escucharme en silencio, con ávida atención–. Ahí tienes la primera cadena. Jamás podrás librarte de ella. Ya se las arreglarán para que no puedas. Es como si hubieses vendido tu alma al diablo… En fin, ¿qué sabes tú de todo esto? Tal vez soy tan desgraciado como tú y me hundo en el lodo para olvidar mi sufrimiento. Unos buscan el olvido en la bebida; yo lo busco viniendo aquí. Dime: ¿está esto bien? Nos hemos acostado sin decimos ni una sola palabra. Sólo cuando has empezado a observarme con expresión salvaje te le mirado también yo. ¿Es así como se ama? ¿Es así como el hombre y la mujer deben unirse? Esto es sencillamente repulsivo.

–¡Sí! –se apresuró Lisa a afirmar secamente. La precipitación con que pronunció este «sí» me asombró. De ello deduje que mi juicio le rondaba también a Lisa por la cabeza mientras me miraba fijamente de cuando en cuando. «Por lo tanto, es capaz de tener ideas. ¡Diablos!, esto se pone interesante. Posee cierta inteligencia», me decía, casi frotándome las manos. ¿Cómo, pues, no, llegar hasta los confines de un alma tan joven?

Este juego me atraía cada vez más.

Avanzó la cabeza hacia mí. En la oscuridad me pareció que la apoyaba en sus manos. ¿Me estaba observando? Sentía de veras no poder distinguir sus ojos. Oía su profunda respiración.

–¿Por qué viniste aquí? –le pregunté con cierta rudeza.

–Las cosas…

–Sin embargo, ¡qué bien estabas en casa de tus padres!

¡Allí todo era tibio y cómodo! Aquello era tu nido.

–¿Y si allí se estuviera todavía peor que aquí?

«Hay que encontrar el tono justo –me dije–. Con sentimentalismos no conseguiré casi nada.».

Pero esta idea pasó vertiginosamente por mi cerebro. Os aseguro que aquella mujer me interesaba de verdad. Además, estaba débil y predispuesto a entregarme a los sentimientos generosos, con los que la astucia se alía fácilmente.