Alguien muy pequeño. 1865 – 1878

Los problemas se solucionaron a los pocos años. Se estropeó mi vista y no podía leer bien. Razón por la cual tuve que leer más y con menos luz. La consecuencia fue que se resintió mi trabajo en el pequeño y terrible colegio al que me habían enviado y las notas mensuales así lo demostraban. La supresión de tiempo de lectura fue el peor de mis castigos “para casa” por el mal rendimiento escolar. Una de las notas fue tan mala que la tiré y dije que no me la habían llegado a dar. Pero este mundo es muy complicado para el mentiroso aficionado y la trama de mis engaños fue rápidamente desvelada –al hijo, después del trabajo en el banco, le quedaba aún tiempo para contribuir al auto de fe– y me volvieron a pegar y me enviaron al colegio por las calles de Southsea con un cartel a la espalda que decía Mentiroso. A la larga, estas cosas y muchas otras parecidas, me anularon toda capacidad de verdadero odio personal para el resto de mi vida. Así de cerca están cualquier pasión, de las que llenan la vida, y la contraria. “¿Cómo le va preocupar el vidrio a quien conoce el diamante?”.

Debió de venir después algún tipo de crisis nerviosa, porque yo creía ver sombras y cosas que no había y que me preocupaban más que aquella mujer. Mi pobre tía debió de enterarse y vino un hombre a verme los ojos y concluyó que estaba medio ciego. Esto también cayó bajo sospecha de ser “mentira” y llegaron a separarme de mi hermana –otro castigo– como a una especie de leproso moral. Entonces –no recuerdo que hubiera aviso previo– volvió mi madre de la India. Con el tiempo me contaría que la primera vez que subió a mi cuarto a darme un beso de buenas noches, yo levanté el brazo para defenderme del bofetón al que me tenían acostumbrado.

Me sacaron enseguida de la Casa de la Desolación. Durante meses corrí a gusto por una pequeña granja junto al bosque de Epping, donde no había motivos para acordarme de mi pasado culpable. Salvo con las gafas, que eran algo infrecuente en aquella época, era allí completamente feliz con mi madre y con la gente del lugar, que incluía para mí a un gitano llamado Saville que me contaba historias sobre cómo vender caballos a los poco entendidos; la mujer del granjero; su sobrina Patty, que hacía la vista gorda en nuestras incursiones a la despensa; el cartero, y los mozos de la granja. Al granjero no le parecía bien que yo enseñara a una de sus vacas a quedarse quieta para que la ordeñara en el campo. A mi madre no le gustaba que viniera a comer con las botas rojas de haber visto la matanza del cerdo, o negras después de explorar los atractivos montones de estiércol. Eran las únicas restricciones que recuerdo.

Un primo mío, que con el tiempo llegaría a ser primer ministro, solía venir de visita. El granjero sostenía que la influencia mutua no era buena, pero lo peor que recuerdo fue una guerra suicida, es decir, la esforzada guerra que mantuvimos contra un avispero, que estaba en la fangosa isleta de un lago todavía más fangoso. Nuestras únicas armas eran ramas de brezo, pero derrotamos al enemigo sin sufrir daños. En casa, lo único que les preocupaba era el paradero de un enorme pastel de grosella, en forma de rollo, un “brazo de gitano” de medio metro. Nos lo habíamos llevado para que nos mantuviese con fuerzas en la batalla, y acerca de él se oyó más de un comentario de Patty aquella noche.

Entonces nos fuimos a Londres y pasamos varias semanas en una pequeña casa de huéspedes del barrio semirrural de Brompton Road, casa que era cuidada por un ex­ mayordomo de cara macilenta y con patillas como de lord y su paciente esposa. Allí por primera vez sufrí insomnio. Me levanté y estuve vagando alrededor de la casa hasta que amaneció y me metí en el pequeño jardín cercado y vi salir el sol. Todo habría salido bien de no haber sido por Pluto, un sapo que yo me había traído del bosque de Epping y que vivía en uno de mis bolsillos. Me pareció que igual tenía sed y entré al cuarto de mi madre para darle agua de la jarra. Pero la jarra se me resbaló y se rompió, y se armó un gran revuelo. El ex mayordomo no entendía por qué me había pasado toda la noche despierto. Yo no sabía entonces que un desvelo nocturno como aquél marcaría el resto de mi vida, ni que la hora de dormirme sería el amanecer, cuando sale el sol y empieza a soplar brisa del suroeste.

Mi madre, muy preocupada, nos compró a mi hermana y a mí unos abonos para el museo antiguo de South Kensington, que estaba nada más cruzar la calle. (En aquella época no había que preocuparse del tráfico.) Muy pronto ambos, de tanto visitarlo, porque ya habían empezado las lluvias, hicimos nuestro aquel sitio, y sobre todo a uno de los policías. Cuando íbamos con los mayores, nos saludaba muy solemnemente. Recorríamos el museo a nuestras anchas, desde el enorme Buda que tenía una pequeña puerta en la espalda, hasta los grandes coches antiguos de oro viejo, y los carros labrados que había en la oscuridad de los pasillos largos; incluso los lugares que estaban señalados con el rótulo de Prohibido el paso, donde siempre estaban desempaquetando tesoros nuevos. Y nos repartíamos los tesoros como suelen hacer los niños. Había instrumentos musicales con incrustaciones de lapislázuli, aguamarina y marfil; gloriosas espinetas y clavicordios con adornos de oro; el mecanismo de un gran reloj Glastonbury; muñecos mecánicos; pistolas con culata de plata y acero; dagas y arcabuces –los rótulos equivalían por sí solos a unos estudios–; y una colección de piedras preciosas y anillos –nos peleá­bamos por ellos–, y un enorme libro azulado que era el manuscrito de una de las novelas de Dickens. A mí me parecía que aquel hombre era muy descuidado al escribir; se dejaba muchas cosas fuera y luego tenía que apretujarlas entre líneas.

Estas experiencias fueron una inmersión en los colores y los diseños y, por encima de todo, el aroma del museo en sí; y me han acompañado siempre. Hacia el final de aquella larga vacación llegué a saber que mi madre había escrito versos, que mi padre también “escribía algo” y que los libros y la pintura se encontraban entre los mayores acontecimientos del mundo. Que podía leer todo lo que quisiera y preguntar el significado de las cosas a cualquiera que yo conociese. Había descubierto también que uno podía coger la pluma y poner por escrito lo que uno pensaba sin que nadie le acusara de “mentir” por eso. Leí mucho: Sidonia la hechicera, los poemas de Emerson, los cuentos de Bret Harte, y me aprendía todo tipo de poemas por el placer de repetírmelos mentalmente antes de dormir.