Basil Grant…

Una de las más interesantes, de las más abigarradas amistades de Basil era el profesor Chadd. Éste era considerado en el mundo etnológico (que es un mundo interesantísimo aunque muy distanciado del nuestro) como la segunda autoridad, si no la mayor, en lo referente al problema de las relaciones del lenguaje con el salvajismo. En la vecindad de Hart Street (Bloomsbury) era conocido como un hombre calvo y barbudo, con anteojos y cara de paciencia, la cara de un inconformista inverosímil que hubiera olvidado cómo encolerizarse. Iba y venía entre el British Museum y una selección de intachables salones de té con un paquete de libros y un pobre pero honrado paraguas, y hasta se decía (por los funcionarios ingeniosos de la sala de manuscritos persas) que se acostaba con ellos en su casita de ladrillo, situada en las inmediaciones de Shepherd’s Bush. Allí vivía con tres hermanas, señoras de una bondad a toda prueba, pero de siniestro continente. Su vida transcurría feliz, como la de casi todos los investigadores metódicos, pero no podría decirse que fuera divertida. El único momento en que el profesor Chadd se divertía era cuando su amigo Basil Grant llegaba a la casa, bien avanzada la noche, con el huracán de su conversación.

Aunque rayaba en los sesenta, Basil tenía momentos de turbulenta puerilidad, momentos que por una u otra razón parecían sorprenderle, sobre todo, en casa de su estudioso y casi oscuro amigo. Recuerdo vivamente (pues yo conocía a los dos y muchas veces cenaba con ellos) la noche en que le sobrevino al profesor la más extraña de las calamidades. El profesor Chadd era, como la mayoría de los hombre de su naturaleza (esto es, los que pertenecen a la vez a la clase académica y a la clase media), un radical de tipo solemne y anticuado. Grant era también radical, pero era de esos radicales más característicos y no poco comunes que se pasan la vida combatiendo al partido radical. El profesor Chadd acababa precisamente de publicar en una revista un artículo titulado: “Los intereses de los zulúes y la nueva frontera de Makango”, en el cual, además de hacer un riguroso estudio científico de las costumbres del pueblo de T’Chaka, protestaba de forma vehemente contra determinadas injerencias de los ingleses y los alemanes en dichas costumbres. El profesor estaba sentado con la revista delante, las lentes centelleantes bajo la luz y una arruga en la frente, no de cólera, sino de perplejidad, en tanto que Basil Grant se paseaba de un lado a otro haciendo estremecer la estancia con su voz, jovialidad y su sólido paso.

–Lo que inspira mis objeciones no son sus opiniones, mi estimado Chadd –decía–, sino usted. Usted hace muy bien en defender a los zulúes, pero, a pesar de todo, no simpatiza con ellos. No cabe duda de que usted conoce la manera que tienen los zulúes de guisar los tomates y la oración que rezan antes de abrirle la cabeza a uno; pero, a pesar de todo, no los comprende tan bien como yo, que no distingo un cocodrilo de un caimán. Usted está más instruido, Chadd, pero yo soy más zulú. ¿Por qué será que los pintorescos salvajes de la tierra son defendidos siempre por gentes que constituyen su antítesis? ¿Por qué? Usted es un hombre sagaz, usted es un hombre benévolo, usted es un hombre enterado; pero, amigo Chadd, no es usted un salvaje. No viva usted más tiempo bajo esa ilusión. Mírese al espejo. Pregunte a sus hermanas. Consulte al bibliotecario del British Museum. Contemple este paraguas –y Basil alzó en el aire el triste aunque respetable objeto–. Contémplelo. Durante diez mortales años le he visto yo con este objeto bajo el brazo y no me cabe la menor duda de que ya lo llevaba usted a la edad de ocho meses. Sin embargo, nunca se le ha ocurrido lanzar un alarido salvaje y dispararlo como una jabalina… así… Y Basil arrojó por el aire el paraguas, que pasó rozando la calva del profesor y cayó con estrépito sobre un montón de libros, haciendo tambalearse un jarrón. El profesor Chadd no dio muestras de la menor emoción y continuó con la cara vuelta hacia la luz y con la frente arrugada.

–Sus procesos mentales –contestó– van siempre un poco deprisa y son formulados sin método. No existe ninguna inconsecuencia –y sería imposible describir el tiempo que tardó en terminar la palabra– entre reconocer el derecho de los aborígenes a mantenerse en la fase actual de su desarrollo evolutivo, en tanto que así lo consideren necesario y oportuno; no existe, repito, inconsecuencia alguna entre la concesión que acabo de formular y el criterio de que la fase evolutiva en cuestión puede considerarse, en la medida en que nos es posible establecer una escala de valores en la diversidad de los procesos cósmicos, como una fase evolutiva en cierto modo inferior.

Mientras hablaba, no se habían movido nada más que sus labios, y sus anteojos seguían resplandeciendo como dos pálidas lunas.

Grant le contemplaba estremeciéndose de risa. –Cierto –replicó–; no hay ninguna inconsecuencia, hijo mío de la roja lanza. Pero sí existe entre ambas cosas una gran incompatibilidad de temperamento. Yo disto mucho de creer que el zulú se encuentre en una fase evolutiva inferior, sea lo que sea lo que se entienda por eso. No creo que haya nada de estúpido o de ignorante en aullar a la luna o en asustarse de los demonios en la oscuridad. A mí me parece perfectamente filosófico. ¿Por qué ha de considerarse como un idiota a un hombre que siente el misterio y el peligro de la existencia? Suponga usted, mi querido Chadd, suponga que fuéramos nosotros los idiotas porque no nos asustamos de los demonios en la oscuridad…