El profesor Chadd abrió una página de la revista con un cortapapeles de hueso, poniendo en el acto la intensa veneración del bibliófilo.
–No cabe duda –dijo– que es una hipótesis defendible. Me refiero a la hipótesis que veo que sostiene usted de que nuestra civilización no constituye o puede no constituir un avance, e incluso, si no le entiendo mal, puede constituir un retroceso de estados idénticos o análogos al de los zulúes. Por otra parte, me inclino a conceder que semejante proposición tiene el carácter, al menos hasta cierto punto, de una proposición primaria, y no puede ser razonada adecuadamente, de la misma manera, entiendo yo, que no puede razonarse adecuadamente la proposición primaria del pesimismo o la de la inexistencia de la materia. Pero no concibo que pueda usted imaginarse que ha demostrado acerca de esta proposición otra cosa sino que es defendible, lo cual, después de todo, equivale a poco más que asegurar que no se trata de una contradicción en los términos.
Basil le tiró un libro a la cabeza y sacó un cigarro.
–No me comprende usted –dijo–; pero, por otra parte y a modo de compensación, no le importaría a usted que se fume. Por qué no se opone usted a este rito desagradablemente bárbaro, es algo que no acierto a explicar. Por mi parte, lo que puedo decir es que comencé a ejercitarlo cuando empecé a ser zulú, hacia la edad de diez años. Lo que yo sostenía es que aunque usted supiera más sobre los zulúes en el sentido de que es usted un sabio, yo sé más que usted sobre ellos en el sentido de que soy un salvaje. Por ejemplo, esa tontería suya sobre el origen del lenguaje, según la cual procede del secreto lenguaje formulado por alguna criatura individual. Aunque me dejara usted sorprendido con los hechos y la erudición que alegó en su favor, no acaba, sin embargo, de convencerme, porque tengo la impresión de que no es así como ocurren esas cosas. Si me pregunta usted por qué pienso así, sólo puedo contestarle que porque soy un zulú, y si me pregunta usted (como así lo espero) cuál es mi definición de zulú, también le puedo contestar: es un tipo que ha trepado a los manzanos de Sussex a los siete años y que ha tenido miedo de los fantasmas en una callejuela de Inglaterra.
–Sus procesos ideativos… –comenzó el inconmovible Chadd, pero su discurso fue interrumpido bruscamente.
Una de sus hermanas, con esa masculinidad que en tales familias se concentra siempre en las mujeres, abrió de par en par la puerta con el brazo rígido y exclamó:
–James, el señor Bingham, del British Museum, desea verte otra vez.
El filósofo se levantó con una expresión aturdida, que en estos hombres revela siempre el hecho de que consideran la filosofía como una cosa familiar, pero la vida práctica como una visión enervante y fantástica, y salió de la estancia con paso torpe.
–Espero que no le importará a usted que lo sepa, señorita Chadd –dijo Basil Grant–, pero he oído decir que el British Museum ha reconocido a uno de los hombres que merecen la estima de la comunidad. ¿Es cierto que el profesor Chadd va a ser nombrado archivero de los manuscritos asiáticos?
El huraño semblante de la solterona reflejó una inmensa satisfacción, a la vez que inquietud.