Conocí a Magalí una noche…

Entonces, desde un rincón, a mi derecha, salió una mujer y miró con fijeza hacia la calle, hacia la llovizna.

En ese momento, por la cuadra frente a nosotros, con toda parsimonia, un carretonero guiaba su vehículo bajo la lluvia; llevaba una linterna que iluminaba de rojo, al parecer amarrada de alguna manera sobre su hombro derecho, cuya luz se proyectaba hacia atrás.

Di los cuatro o cinco pasos que me separaban de la mujer. La saludé, le dije mi nombre y le pregunté que si podíamos conversar hasta que escampara. Yo hasta entonces no la había visto, le dije, me daba por solitario bajo el portal.

“Qué noche tan terrible”, se lamentó la mujer como respondiéndome el saludo y agregó que ella sí había notado mi presencia y aun me había visto correr hacia la parada. No tenía reparos en conversar, dijo.

Luego de unas cuantas frases estrictamente sosas, comencé, con un tono del que no lograba eliminar totalmente la angustia, a despacharle preguntas casi en retahíla. Ella, sin abandonar una mirada lisa, en la que no se podía distinguir nada, ni siquiera neutralidad, fue contestando, pausadamente. Su nombre era Magalí. Había nacido allí en Santa Clara y tenía veintiocho años de edad. Huérfana de padre y madre. Hija única. Divorciada. Trabajaba de asesora literaria en la emisora de radio que se hallaba a veinte metros a la derecha de la Biblioteca –por eso andaba por allí esa noche: debió venir por un imprevisto–, y era además maestra de español y literatura en un preuniversitario. Más bien de estatura baja –aunque esbelta; pequeña en su esbeltez, se podría decir–, tenía los ojos negros, los cuales, al igual que la cara morena, fulgían con algún pase de luz. El cabello liso, negro, semejante al que, según consta en pinturas diseminadas por toda la isla de Cuba, suponen los pintores candorosos que tenían los aborígenes cubanos.

Luego de sus respuestas, ella, como por treinta segundos, dejó sus ojos negros contra mi cara; con la misma mirada insondable. Volvió la vista hacia la calle varias veces. Pensé que no quería seguir conversando. Sí, quiero, pero estoy pensando, respondió.

Entonces, sin dejar de observarme como quien está aquilatando la mirada del otro, preguntó de la misma manera en que yo lo había hecho: en sarta. “Quisiera, por favor, que fueras justo en tus respuestas”, me había pedido antes de iniciar las preguntas y entonces vería en mi cara alguna expresión de confusión: –No te ofendas, es que siento una premonición: es importante que seas diáfano y absoluto –Había aclarado, con una sonrisa a medias, como disculpándose.

A mí quizás hasta me sobraban los hermanos: tres, varones, mayores que yo, los hijos insignias de mis padres, quienes ya estaban jubilados y afirmaban padecer por mis devaneos. Uno de mis hermanos ya se había casado y tenía par de hijos. De modo que vivíamos nueve personas en una casa que a todo tope, a todo tope, alcanzaría para cinco, en donde yo dormía en la sala en una colombina de la década del treinta, rodeada de libros. Mis hermanos, los tres, eran proclives a las frases hechas: eres la oveja negra de la familia, me decían con suma constancia. Yo estudiaba de noche una carrera horripilante, la única que podía estudiar a esas horas, que se relacionaba con la Administración y se hallaba repleta de guarismos y aberraciones de las ciencias de la economía. Transitaba este calvario porque, así, nadie podría testificarme de vago a totalidad. De día callejeaba, pero, sobre todo, leía, por toneladas –asumía que éste era mi trabajo, no me interesaba hacer alguno de otro tipo. Había nacido hacía dieciocho años en el barrio El Condado; ahora, desde hacía cuatro, vivíamos en el Capiro.

Cuando yo le daba mis respuestas, ella, que la mayor parte del tiempo permanecería recostada a la pared, me miraba sin parpadear, afinando la vista, con la expresión propia de quien está atendiendo a quien le confiesa, no a quien le informa.

–Entonces vives de lo que te da tu familia –Me interrumpió, sin abandonar la misma expresión.

Vacilé.

Me requirió entre sonrisas: –Sin pena, dime.

Aún dudé durante varios segundos:

–Bueno… Te lo voy a confiar: más bien de algunos negocitos por ahí… Sobrevivo a ras de la tierra… Pero no les pido nada a ellos.

Mientras el aguacero se iba pasando hacia la llovizna, supe, aparte de otras reseñas secundarias, que ese nombre sin dudas raro, Magalí, se lo habían creado sus padres, quienes gustaban de las palabras agudas y acentuaron la i de Magali, y que a ella también le gustaba ir al cabaré.

Cuando sólo caía una brizna que apenas mojaba, le propuse irnos.

Dejo que me hables y me acompañes porque, ya te lo dije, siento una premonición. Murmuró más bien, ya en camino. Aunque se lo pedí, no me aclaró más.

Al otro lado del Parque podríamos esperar la guagua que cruzaba cerca de su casa. Pero en aquella parada se veía una cola gruesa y larga. Mejor vamos a pie, decidió ella.

Cortando por calles internas, su casa estaría como a veinte cuadras, en la carretera Central, junto a una gasolinera –había detallado–, no tan lejos de la salida de la ciudad en dirección al oriente. Se quejó de que le había sido imposible conseguir un carro de alquiler al terminar su trabajo en la emisora ni había allí algún “compañero” con automóvil que pudiera llevarla. Como todo, los carros de alquiler están cada día más escasos, dije. Entonces me preguntó si yo estaba integrado y no entendí. Me aclaró: integrado a la Revolución, al socialismo, al nuevo proceso social existente en el país. Yo titubeé unos instantes antes de responder: No, creo que no, dije al fin y volví los ojos a otra parte para no sentir su mirada, que, en ese momento, mostró aun más expectación que antes. Nos habíamos detenido en una esquina esperando por el cambio de luz del semáforo. Movió la cabeza, ligeramente, de un lado a otro. Bajó la vista.