La noche transcurría lenta. El perro aún ladraba, sin dudas tenía un ímpetu de hierro, quizás una necesidad de reconocimiento muy grande.
Desde el balcón se podían ver las antenas de los edificios en la acera de enfrente, como alfileres que sostenían el cielo.
Marcos carraspeó, le dijo a Carmen que necesitaba un trago de ron para desenredarse el nudo que traía en la garganta, que tenía tierra apisonada dentro. Las tijeras de la duda cayeron al suelo. El ruido del metal contra las baldosas hizo que todos se detuvieran un segundo, pero solo un segundo.
Ella fue hasta el armario, desenterró la botella de las emergencias, buscó dos vasos y tomaron en silencio, mirando de frente a la luna llena, cual si la retaran a una prueba de resistencia visual.
A medida que pasaban las horas, el nudo en la garganta se hacía más fuerte, el sentido religioso de la vida estaba echado a los pies de ambos y los miraba con tristeza, como acostumbran a mirar las vacas en el descampado. El negro del cielo se trocaba por un azul intenso. Las tijeras aún permanecían sobre las frías baldosas. El canario a ratos hablaba en voz baja con la chica de la azucarera, pero solo a ratos.
Marcos se desabotonó la camisa, intentó que el aire caliente de la noche le limpiara el pecho y le ayudara a tomar una determinación.
Los ladridos del perro eran como puntillazos.
A veces se oía el ruido de algún auto que atravesaba la carretera y tomaba el camino que conduce a la autopista.
Carmen quiso opinar, decir algo, carraspear con fuerza, pero no encontraba las palabras precisas, estaba echa un lío, tomó de un solo trago lo que quedaba en el vaso y dejó escapar un suspiro tan grande, que el aliento giró ante sí, dibujando espirales de polvo entre la claridad de la luna y los reflejos en su vaso de cristal.
–Necesito un revólver –dijo Marcos.
Carmen llevó la botella vacía hasta el cubo de la basura. Abrió la llave del grifo, se echó un poco de agua en la cara.
–¿Has disparado alguna vez?
–No debe ser difícil. Lo he visto en las películas. Apuntas, presionas el gatillo. PUM. Ya está.
El canario tuvo miedo, también la chica. Ambos se recostaron a una esquina de la jaula y decidieron permanecer en silencio.
–Es mejor que uses otra cosa. Un cuchillo o una navaja. ¿Has visto alguna vez a la usurera?
–La vi cerca de los mercados. Yo me castigaba de frente a los olores de las fritangas y ella le pedía al dependiente un pollo frito. Lo pedía a gritos, creo que está media sorda, o quizás sea una de esas mujeres que no dejan de gritar. Es débil, la gente que grita suele ser débil, flaca, vieja. Dicen que tiene mucho dinero escondido, aunque se viste mal y no trae encima collares, aretes o pulseras, es una mujer muy rara.
Carmen registró en la cocina. Buscó entre los cubiertos y los platos pero no encontró un cuchillo que valiera la pena. Recogió las tijeras de la duda, comprobó el filo, pero no se quedó convencida.
–Aquí no hay nada. Será mejor que bajes hasta la portería, en la zona contraincendios quizás encuentres algo útil.
A lo lejos el amanecer empujaba las sombras. Primero se vieron las copas de los árboles, luego las ramas y por último los destellos del césped.
–Trataré de dormir –dijo Carmen– ten cuidado. Piensa en tu carrera de escritor, en los libros que vas a vender y los muebles que con ese dinero vamos a comprar. Antes de irte echa esto por debajo de la puerta en la casa de los bajos –y le extendió un sobre blanco.
Marcos tomó el sobre, guardó la multa en el bolsillo y bajó las escaleras. Estuvo un rato parado junto a la zona contraincendios.
Todo ensayo clínico precisa de una profunda meditación.
Se debatía entre la soga, el pico, un cubo de arena y un hacha pequeña.
Con la soga podría ahorcarla, pero era muy corta, si estaba presente la sobrina no alcanzaría para ahorcar a las dos, o quizás sí; en realidad nunca había ahorcado a nadie. En eso de matar personas carecía de experiencia.
El pico era demasiado grande, levantaría sospechas si caminaba con él a esa hora de la mañana por toda la avenida.
Al cubo de arena no le veía utilidad. Generalmente un cubo de arena no sirve para nada, solo generalmente.
Tomó el hacha pequeña, comprobó el filo y se la escondió entre la chaqueta y la camisa.
Atravesó el parque, todos los bancos estaban vacíos, incluso los nuevos, esos que están pintados de verde, llevan espaldar y traen grabado el escudo de la ciudad.
Los escritores aún no habían llegado, solo el guardaparques, recostado al tronco de un árbol, encendía un cigarro mientras preparaba su disfraz.
A medida que se acercaba a la casa de la usurera construía las posibles situaciones y lo atormentaba la idea de fallar, de ser sorprendido. La duda trató de acuchillarlo, pero había dejado sus tijeras en el apartamento.
“Sería capaz de aguantar cualquier cosa” pensaba Marcos “las torturas, las calamidades de prisión, incluso los trabajos forzados en las canteras, pero no soportaría las caras de mis excompañeros de oficina, el día del juicio, cuando oigan la sentencia desde las filas del juzgado”.
Marcos se debatía entre la seguridad y la incertidumbre. Pasaba del optimismo al pánico. En más de una ocasión detuvo los pasos, se dio la vuelta, tocó el filo del hacha por encima de la chaqueta, pero volvió a caminar.
Las promesas de Robert lo apuntalaban. Recordó la frase de Edgar Allan Poe: El talento es sudoración, sudoración, sudoración.
Se pasó un pañuelo por la frente y subió las escaleras del edificio de Iliana Ivanova.
La usurera vivía en un tercer piso y acostumbraba a levantarse temprano. El edificio estaba en silencio. Marcos se paró junto a la puerta. Allí estuvo casi cinco minutos hasta que decidió tocar.
Iliana Ivanova solía ser prudente. Miró por la rendija:
–¿Qué quieres?– preguntó.
–Vengo de parte de Robert Arlt. La usurera abrió la puerta.
–Pasa –le dijo y se quedó mirándolo con tal fuerza, que a Marcos comenzó a dolerle el pecho.
–Puede traerme un poco de agua –le dijo– siento fatiga.
Caminó hasta la cocina, abrió la alacena, tomó un vaso y le dijo:
–Te voy a servir un jugo de tamarindo. Ustedes los jóvenes no saben cuidarse. Seguro saliste de casa sin desayunar.
Mientras Marcos tomaba el jugo de tamarindo vio a la sobrina de Iliana Ivanova cruzar del baño al comedor, envuelta en una toalla azul que traía el dibujo de una escena tropical, con sus cocoteros, su sol y su silla en la arena.
La chica era linda, tanto como una mujer de azucarera. Entró al cuarto y dejó la puerta abierta. Marcos se corrió un poco en el asiento y pudo ver sus hombros desnudos mientras se pasaba el cepillo por el pelo.
–¿Ya terminaste? –preguntó la vieja.
–Sí, ya –dijo Marcos– estaba muy bueno, gracias. Vengo de parte de Robert Arlt.
–Ya lo sé. ¿Qué quiere?
–Que le devuelva su reloj plateado.
–¿Trajiste el dinero? –preguntó la vieja mientras extendía la mano y abría sus dedos agarrotados, como los de una arpía. En el caso de que las arpías tengas dedos agarrotados.
Marcos se tocó el bolsillo del pantalón. Aún tenía los trecientos pesos de la multa. Recordó las palabras de Robert:
“Si no te da el reloj, tienes que matarla”.
La palabra TIENES lo martillaba por dentro.
Miró a la vieja durante unos segundos. La sobrina salió del cuarto cubierta por un vestido corto de motivos estivales.
–Hola –dijo.
Marcos no supo qué hacer, qué decir.
–Esta es mi sobrina, Lizaveta. Él es un amigo de Robert. Dime, ¿trajiste el dinero? –y extendió la otra mano.
Marcos buscó dentro de la chaqueta, sintió la frialdad del metal y le alcanzó a la vieja los trecientos pesos.
–¿Qué es esto? ¿Robert está loco? El reloj vale mil quinientos. Toma –le devolvió el sobre– dile que si no me trae el dinero completo, no volverá a ver su reloj. Ya vete, estoy ocupada –y se dirigió a la puerta.
–Espere –dijo Marcos.
Se quedó parado en medio de la sala. Las palabras le golpeaban las sienes: tienes que matarla, sudoración, tienes que matarla, sudoración… metió la mano en la chaqueta, sacó el hacha y dos policías lo sostuvieron por la espalda mientras Robert y Petróvich aplaudían entusiasmados desde el comedor.
–Todo un éxito –dijo Robert– todo un éxito. Ya podemos calmarnos, el experimento ha concluido –pero Marcos aún sentía el peso del hacha en las manos y mostraba un claro gesto de desilusión.
–Lo felicito, Robert –dijo Petróvich– sin dudas es usted todo un genio de la sicología. El post-conductismo funciona a la perfección. Será un duro golpe para el sentido religioso de la vida. No me quedo a celebrar, el deber llama, pero le agradezco que me haya invitado a la presentación de este ensayo clínico, este magnífico avance de la ciencia. El Franco Condado le está agradecido.
Robert le hizo un gesto de cortesía al inspector, o algo parecido a un gesto de cortesía y dijo luego:
–Amigas, han actuado muy bien. Sírvanle algo a mi querido Marcos, se ve fatigado– y la falsa Lizaveta fue hasta la cocina por otro vaso de jugo de tamarindo.