Crisis primera. La pregunta

Regina miró a su hija Yolanda. Se sentía un poco desconcertada. Sabía que algún día habría que tratar este tema pero siempre esperaba que fuera más tarde. Ahora la niña acababa de hacer la temida pregunta. Ya no se podía dilatar más la cuestión, sin embargo, trató de darle largas al asunto.

–Esta tarde, cuando papá regrese de la consulta, vamos a hablar de eso –le dijo la madre mirándola tiernamente, y añadió–. Te quiero mucho, Yoli, y tu papá también te quiere. Lo sabes ¿no?

–Sí, mamá. Lo sé pero oí decir a madrina que yo no era vuestra hija.

–¿Qué fue lo que oíste, hija mía? –preguntó Regina, preocupada.

–Que madrina le dijo a una amiga que estaba de visita: “Es admirable cómo Regina y Mario quieren a Yoli, y eso que no es su propia hija”. ¿Por eso soy mulata, mamá? ¿Es por eso?

En aquella Cuba de los años cuarenta, el color de la piel de la niña les había causado ya algunos sinsabores.

Cuando cumplió seis años, la matricularon en primer grado en una conocida escuela de monjas. Cuatro días después del primer día de clases, al ir a buscarla por la tarde, la directora se acercó a Regina y le dijo:

–Señora, lo sentimos mucho pero no podemos aceptar más tiempo a su hija en este colegio. Algunos padres nos han dicho que si no retiramos a “esa niña de color” cambiarán de escuela a sus hijas. Usted comprenderá que…

–Sí, lo comprendo perfectamente –la interrumpió Regina–. Se creerán que su piel va a desteñir y oscurecer la blancura de su progenitura. Pues mire, madre, creo que es un honor para nosotros que no pueda seguir aquí.

–No se lo tome tan a pecho, señora de Vázquez. Créame que si fuera por nosotras, su hija seguiría en el colegio…

Regina Laborie de Vázquez no la escuchaba. Llena de rabia fue a buscar a Yolanda a la salita donde esperaban, a que vinieran a buscarlas, las niñas que no regresaban solas a sus casas ni tomaban las guaguas [1] de la escuela.

Por suerte, Margarita su vecina le aconsejó, luego de que Regina le hubo contado la vergüenza que había pasado, que fuera a ver si en la Escuela anexa a la Normal, donde no rechazaban a nadie por el color de piel, aceptaban matricularla ya empezadas las clases. Regina siempre agradeció ese consejo a Margarita ya que la señorita Zenayda, la maestra de primer grado, era una pedagoga excepcional, dotada de la paciencia, del tacto y de la intuición necesarios para abrir y hacer florecer las vírgenes inteligencias de seis años.

En otra ocasión, su marido había sido invitado a dar una charla sobre la fiebre amarilla y los trabajos de Carlos J. Finlay, seguida de un almuerzo, durante un importante simposio que tenía lugar en un célebre “club” a la orilla del mar, más allá del final de la Quinta Avenida de Miramar. Al llegar, le negaron la entrada a la pequeña Yoli.

El doctor Vázquez amenazó con anular su ponencia y pidió que llamaran a los organizadores del evento pero pese a esto, la dirección del club, renuente, rechazó terminantemente la entrada de la niña al establecimiento.

La presidenta del simposio, amiga y colega desde hacía muchos años, convenció a Mario a que diera la charla mientras Regina y la pequeña lo esperaban en un pequeño café con aspecto de chiringuito que estaba frente a una parada de la ruta 32, no lejos de la entrada del club.

–Todos están esperando tu ponencia, Mario –le dijo la mujer–. Sabes que he estado organizando este simposio de virología y parasitología en entorno tropical desde hace meses. Entiendo tu reacción pero hay colegas que han venido hasta de San Francisco para oírte y no puedes desairarlos. Hazlo por mí.

Mario aceptó, pero después de la conferencia y de la consabida serie de preguntas del público allí presente, se marchó sin asistir al almuerzo.

–Son unos imbéciles –opinó Oliverio de la Cuesta, su colega y viejo amigo de la familia, el día siguiente en la barra de un café de la calle L cuando degustando un falso vino de Burdeos lo felicitaba por la interesante ponencia del día anterior–. Consolémonos pensando que en Estados Unidos es mucho peor, particularmente en el Sur. Allá, la gente de color no tiene derecho a sentarse en los mismos asientos que los blancos en los autobuses y, aun en Nueva York, he visto bebederos de agua, esas fuentes que tanto se ven en los lugares públicos, separados para los blancos y para las personas de color –Oliverio hizo el gesto característico que hacen los cubanos blancos cuando hablan de los negros o de los mulatos y que consiste en frotarse el antebrazo con los dedos índice y mediano.

Aquella misma tarde, cuando Mario volvió a casa, su mujer lo puso al tanto de la pregunta de la niña. Yolanda tenía diez años; era más que suficiente para que cada día que pasaba se extrañara cada vez más de una anomalía como aquella que la tenía intrigada desde hacía tiempo pese a que nunca se había atrevido a hablar de ella pues sentía, o presentía, que tal conversación podía resultar dolorosa para sus padres o para ella misma.

–Yolanda, hija, –dijo el doctor Mario Vázquez cuando después de la cena, que siempre tomaban juntos antes de tocar algún trozo de música, se hubieron sentado en los cómodos sillones Chesterfield de la sala–. Has de saber que siempre te hemos considerado y te seguiremos considerando como nuestra hija. También es cierto que te queremos como tal.

El doctor Vázquez notó que a Yoli se le aguaron los hermosos ojos negros que daban fe de su indudable ascendencia africana. Reflexionó unos instantes y prosiguió:

–Según la ley, y sobre todo por nuestro amor, eres nuestra hija. Sin embargo, has de saber que fueron otros los que te trajeron al mundo. Nosotros te adoptamos cuando no eras más que una bebita.

Para una niña de su edad, había algo terrible contenido en esta formulación. A la pequeña le pareció como si estas últimas palabras de su padre adoptivo fueran un martillazo. Sintió como si un relámpago le hubiera partido el pecho y no pudo detener la irrupción de los sollozos. Regina se acercó a ella, la estrechó entre sus brazos y mientras le secaba las lágrimas que le corrían abundantemente por las mejillas le decía:

–No llores, mi amor. No llores, hijita mía. Siempre seremos tus padres. Nadie puede querer a los hijos más que lo que nosotros te queremos a ti. ¿No es verdad, Mario?

–Sí, así es –dijo Mario sin saber cómo detener el acongojado llanto de Yolanda–. ¿Qué importa que otros te hayan traído al mundo si somos nosotros los que te queremos como padres?

Poco a poco se fueron calmando los espasmos de la chica. Asomó la cabeza por entre la abundante cabellera de Regina quien la agobiaba con sus besos y, por fin, esbozando una sonrisa, dijo:

–Yo también os quiero. Vosotros sois mis únicos padres. Aunque tenga otros en alguna parte, esos no son mis padres.

–Si quieres, te contamos cómo fue que viniste a vivir con nosotros –añadió Mario.

–Le dije que se lo íbamos a explicar todo, Mario. Pero ahora me pregunto si a su edad será capaz de entender. ¿No será demasiado pronto? –preguntó Regina a su marido.

–No, mamá, no. Quiero que papá me cuente.

Mario pareció pensativo. Las palabras de Yolanda despertaron sus recuerdos, no todos felices, y la magia de la memoria lo llevó a volver a vivir lo ocurrido más de diez años atrás con tanta nitidez como si fuera aún el presente…
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[1] autobuses