El barco de ciento diez pies de eslora…

La marea había subido considerablemente. Una tabla del fondo no pudo soportar la presión de las olas y se desprendió. Al barco empezó a entrarle agua.

La gritería era infernal. Manolito, que dedicaba su vida al negocio de langosta, telegrafió un S.O.S a cualquier embarcación cercana, mientras trataba de calmarnos. Mis dos hijos menores lloraban sin cesar. Entre María y yo los consolamos un poco. Víctor miraba pasmado por el susto.

Aquello se volvió un nido de vómitos y diarreas. Mi serenidad era fingida: por dentro temblaba como una hoja y un sentimiento de culpa me atenazó el alma. Estaba bien que yo me ahogara, pero mis hijos y ella no lo merecían. Era mi responsabilidad enrolarlos en esa aventura a punto de ser fatal. La proa se iba levantando. Recordé a mis abuelos y su llegada a Santiago de Cuba donde se salvaron al no seguir en el Valbanera. Pero Santiago quedaba ahora muy lejos y estuve por creer que pagaríamos el pecado de romper la tradición de la misa todos los nueves de septiembre. Eran, seguro, las almas en pena de los isleños sacrificados al huracán habanero de hacía sesenta y un años, las que habían provocado el desprendimiento de la tabla. Mientras botábamos agua con todo lo que se pudiera para mantener el barco aligerado de peso, clamábamos por la mano protectora de Jesucristo. Mi mujer se acurrucó en una esquina con los dos muchachos y miraba como si hubiera perdido el juicio. No sé el tiempo transcurrido, pero fue el más largo de mi vida. Ni en las cárceles viví angustia semejante. Cuando nos creíamos perdidos apareció un barco de la Marina de Guerra Norteamericana.

Nos rescataron. La gente se abrazaba, se daba besos, en fin, la alegría era desbordante. María recobró la serenidad, pero jamás la alegría. Era como si el susto y el miedo le hubiesen hecho nido en el alma.

Remolcaron al “Solana” hasta que se hundió ya cerca de La Florida. Muy caro le costó el viaje al tal Manolito y casi más a nosotros.

Arribamos a Cayo Hueso el día tres de junio, a las dos de la madrugada. Nos trasladaron a las barracas de la antigua base militar de Cayo Hueso. Unos funcionarios de Emigración nos llenaron, los primeros, de una lista inmensa de papeles. A las cinco de la tarde, después de una comida ligera, nos condujeron en una guagua hasta Miami, viaje que duró tres horas.

Por fin ponía mis pies en lo que siempre había creído el paraíso recobrado. Tuve la sensación de ya haber estado en ese lugar alguna vez en mi vida. Nunca he podido explicarme esa sensación, pero hubiese jurado que era cierto. El resto del día lo pasamos en cuestiones de foto, papeles de entrada, chequeos médicos y otros formularios.

Temprano en la mañana la gente comenzó a salir acompañada de sus familiares. A cada salida un apretón de manos, un abrazo y el deseo de tener mucha suerte. Y mire usted, ahora que había cumplido el sueño de vivir en los Estados Unidos, la meca del dólar y los grandes negocios, sentía el corazón encogido por los recuerdos. Ismael, Natalia, viejos míos, cuándo nos volveremos a ver. Las lágrimas, sinceras y quemantes, rodaban serenas como el riachuelo de mi natal Guayos.

A nosotros nos recogió Magalys, una prima de mi esposa, que reside en el 1865 SW de la 65 Avenue. Su casa, cómoda pero no muy grande, me hizo sentir como un ladrón de espacio.

Un grupo numeroso fue enviado a Fort Chaffee, un fuerte militar. Lo retuvieron en ese lugar por tiempo indefinido. Eran aquellos que tenían tatuajes, o eran prófugos de la justicia, o de dudoso comportamiento, o sin familia en los Estados Unidos que se ocuparan de ellos. Sin pruebas ni juicios los encerraron en la prisión de Atlanta y otros centros penitenciarios.

Adaptar a los muchachos fue lo más difícil. No se hallaban en su ambiente: sin ríos cálidos, ni potreros, ni caballos para correr a campo descubierto, ni sembrados de malangas, ni platanales maduros, ni jaulas con tomeguines. A esa vida tranquila y sin preocupaciones los había enseñado el viejo Ismael. A los muchachos les estaba faltando el calor del abuelo, yo creo que hasta los peos que se olieron juntos debajo del mosquitero.

Vivimos en este lugar por un período de dos semanas. En ese tiempo nos visitó varias veces mi medio hermana Miriam, que emigró para esta ciudad en 1965. Ella nos suplicó para que nos fuéramos a vivir en su casa. De todas formas, como esta situación era provisional, acepté. Y era cierto, la residencia de Miriam, situada en Hialeah, No. 7876, West 15 Lane, tiene cuatro cuartos, comedor, cocina y family room. Además, una piscina de veinticinco pies para uso particular.

Se dedicaban al comercio internacional de ropa de mujer. Exportaban su mercancía a Argentina, Puerto Rico, Colombia y México. Ropa que adquirían en factorías de Europa y Asia, avalada por las marcas “Vijo” y “Helen”.

A Miriam le debo el favor de mi primer apartamento, alquilado en 111-05. S.W: 200 Street, Condado Dade y también mi primer puesto de trabajo. Con trescientos dólares pagaba mensualmente la casa y el servicio de agua, el de electricidad no entraba en el contrato, por este pagaba entre sesenta y cien dólares. Empecé trabajando en un laboratorio dental, después de haberme sometido a varias pruebas técnicas.

El centro se hallaba en la 67 Avenue, y 10 calle del S.W., en el mismo condado. Su dueño, un habanero sesentón, que se marchó en 1965 por apatía al régimen de Fidel Castro. En Cuba Don Enrique Fernández poseía una clínica dental en Galiano. Ahora residía en el S.W con su esposa y sus dos hijos. Enriquito no tenía ningún trabajo, lucraba con sexo –una especie de proxeneta– y de su hija no supe ni el nombre.

El Don tenía un carácter variable: cuando los negocios marchaban bien, estaba alegre, entonces se le podía pedir algunos productos dentales con el fin de hacer trabajos particulares en horas extras. Eso sí, los clientes que nos buscábamos no debían ser de la clínica porque el dueño nos mandaba a matar, pero si el “bisne” andaba bajo, ni soñar con hablarle, se mostraba ceñudo y con el hígado a la vinagreta. Hablaba horrores de la tacañería de los norteamericanos y del comunismo fidelista.

Yo le hacía pequeños robos en el dobladillo de las camisas o en un pequeño compartimiento que les mandaba a hacer a las botas. El señor Enrique era dado a tener amantes jóvenes, amantes que llevaba al Motel Venus de la óptica 78, al Motel Ernesto en la 42 y Flagler (calle que divide a Miami en N.W y S.W). Tomaba cerveza, pero no en bares. Se alimentaba a base de bistec de res o de cerdo, aun cuando este último le hacía daño para su colesterol.

Trabajábamos de ocho de la mañana a las cuatro de la tarde, con una hora de receso para almorzar, el que casi siempre hacía en el Restaurante Sarusy, en la calle 8 y 68 en S.W, a base de arroz frito con jamón, huevos en aceite y una botella de Coca Cola. Ganaba cuarenta dólares diarios.

En ese tiempo hice, de manera secreta, algunos trabajos dentales para la clínica de Luis García, dueño de un establecimiento, sito en la 3ra Avenue y 22 calle de N.W. Tres meses después un infarto sorprendía a Don Enrique. No pudo sobrevivir. Cerraron el establecimiento y la familia liquidó el negocio. De pronto me quedé sin trabajo. Necesitaba ayuda.

Visité a Orlando para un préstamo, pero no se hallaba en casa. Ernesto me contó que al socio, desde que llegó a los Estados Unidos por la vía del Mariel la vida le iba requetebién, mas cometió el error de formalizar relaciones con Olga, una mulata espectacular de origen cubano. Cuando la hembra supo que el socio tenía otra amante, y blanca, le echó una brujería. El pobre se volvió loco y para ingresarlo en un hospital psiquiátrico, tuvimos que hipotecarle el garaje, cuando fui a verlo se había fugado. No he tenido más noticia de él.

Quedé estupefacto con esa historia porque Orlando era un tipo muy inteligente y emprendedor. Ernesto me entregó dos mil pesos y me regaló un auto de uso, marca Volkswagen.

Quedamos en vernos muy pronto. Lo de Orlando me estaba martillando la cabeza.

Luis García tampoco tenía plaza para mí.

–Pero como te debo algunos favores, voy a recomendarte a un socio, dueño de una mansión en el área de Homestead –me dijo Luis, y agregó– ve dentro de dos días. Si no te llamo por teléfono, te presentas entonces y le dices que te llamas Orión. Ni una palabra más.

Dos días después me presentaba en ese lugar.

–Bien, Orión –Alberto, el dueño, consultando una agenda– en este negocio se prohíben las casualidades. Discreción total, cero compadreos. Yo brindo seguridad ciento por ciento, usted pone la mercancía y paga como impuesto a la casa el cincuenta por ciento de sus ganancias.

–Y ¿cuál es mi negocio? –pregunté preocupado.

Su negocio se llama venta de cocaína.