El jardinero y su Edén
La mala hierba crece justo en medio de la huerta.
Justo en medio de la huerta, pienso.
Y voy con mis semillas a otra parte.
C.B.R
Religionatum, era un pueblo religioso.
La gente, toda devota, amanecía con rosario en mano y antes de iniciar sus faenas marchaba hacia la capillita del Padre Romualdo para agradecer y pedir, a Dios, a la Virgen y a los Santos.
Nadie osaba, en Religionatum, postergar el ritual de la mañana y mucho menos el de la tardecita, cuando se oraba por una noche calma, sin pesadillas, ni sobresaltos.
Según la estadística del último censo eclesiástico, que controlaba religiosamente la asistencia y participación de sus fieles, eran trescientos los habitantes de este pueblo, ubicado al pie de una gran colina.
Trescientos habitantes y un hereje; que no figuraba ya en la lista, porque nunca se asomaba al santuario.
A pesar de su juzgada rebeldía, el hombre, un jardinero honesto y diligente, mantenía una conducta intachable, lo mismo que su familia.
Sus hijos eran los mejores alumnos de la escuela y el mayor oficiaba de monaguillo en las misas, en tanto que Florencia, su esposa, era la mujer más caritativa de la región.
Eso lo salvaba de que le negaran el saludo, pero no lo redimía de cuchicheos vertidos a sus espaldas.
–Hay que implorar por esta pobre alma o irá al infierno –murmuraban unos; en tanto que otros, esquivaban su presencia para no contagiarse de ateísmo.
Así era siempre, cada día.
De la mañana a la noche. De lunes a domingo.
Mientras el pueblo entero se congregaba para la plegaria, él partía, pala en mano, a ocuparse de su oficio.
De rodillas, en la tierra, el jardinero encontraba su templo.
Y rezaba.
Sólo que el resto, no comprendía.