El piar matinal de los pájaros le parecía insípido a Francisca

No sé, desde luego, qué forma se recortaba ante mis ojos en este nombre de Guermantes cuando mi nodriza –que sin duda ignoraba, tanto como yo lo ignoro hoy, en honor de quién había sido compuesta– me brezaba con la antigua canción: Gloria a la Marquesa de Guermantes, o cuando, arios más tarde, el viejo mariscal de Guermantes, llenando de orgullo a mi niñera, se detenía en los Campos Elíseos diciendo: «¡Qué chico más guapo!», y sacaba de tina bombonera de bolsillo una pastilla de chocolate. Esos años de mi primera infancia ya no están en mí, me son exteriores, nada puedo aprender de ellos si no es, como pasa con lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento, por lo que los demás cuentan. Pero más tarde encuentro sucesivamente, en la perduración de ese mismo nombre en mí, siete u ocho figuras diferentes; las primeras eran las más hermosas: poco a poco, mi ensueño, forzado por la realidad a abandonar una posición insostenible, se atrincheraba de nuevo un poco más acá, hasta que se viese obligado a retroceder todavía más. Y al mismo tiempo que la señora de Guermantes cambiaba de morada, surgida igualmente de ese nombre que fecundaba de año en año tal o cual frase oída que modificaba mis ensueños, esa morada los reflejaba en sus mismas piedras que se habían tornado reverberantes como la superficie de una nube o de un lago. Un torreón sin espesor, que no era más que una faja de luz anaranjada, desde lo alto del cual el señor y su dama decidían de la vida y de la muerte de sus vasallos, había cedido su puesto –al final de aquel «lado de Guermantes» en que tantas hermosas tardes seguía yo con mis padres el curso del Vivona– a esta tierra torrentosa en que la duquesa me enseñaba a pescar truchas y a conocer el nombre de las flores que en racimos violetas y rojizos decoraban los muros bajos de los cercados de en torno; después había sido la tierra hereditaria, el poético dominio en que aquella altiva raza de Guermantes, como una torre amarillenta y cubierta de florones que atraviesa las edades, se alzaba ya sobre Francia cuando el cielo estaba todavía vacío, allí donde habían de surgir más tarde Nuestra Señora de París y Nuestra Señora de Chartres, mientras que en la cima de la colina de Laon no se había posado aún la nave de la catedral como el Arca del Diluvio en la cima del monte Ararat, llena de Patriarcas y de justos ansiosamente asomados a las ventanas para ver si la cólera de Dios se ha aplacado, llevando consigo los tipos de los vegetales que habrán de multiplicarse sobre la tierra, desbordante de animales que se escapan hasta por las torres sobre cuyo techo se pasean tranquilamente los bueyes contemplando desde lo alto las llanuras de la Champaña; cuando el viajero que dejaba Beauvais a la caída del día aún no veía que le siguiesen dando vueltas, desplegadas sobre la pantalla de oro del poniente, las alas negras y ramificadas de la catedral. Era aquel Guermantes como el marco de una novela, un paisaje imaginario que me costaba trabajo representarme y que, por lo mismo, sentía más deseos de descubrir, enclavado en medio de tierras y de caminos reales que de pronto se impregnarían de particularidades heráldicas, a dos leguas de una estación; recordaba yo el nombre de las localidades próximas como si hubiesen estado situadas al pie del Parnaso o del Helicón, y me parecían preciosas como las condiciones materiales –en ciencia topográfica– de la producción de un fenómeno misterioso. Volvía a ver los escudos de armas pintados en los basamentos de los vitrales de Combray, cuyos cuarteles se habían llenado, siglo tras siglo, con todos los señoríos que, por matrimonios o por adquisiciones, había hecho volar hacia sí aquella ilustre casa desde todos los rincones de Alemania de Italia y de Francia: tierras inmensas del Norte, poderosas ciudades del Mediodía, que habían venido a unirse y a trabarse en Guermantes y, perdiendo su materialidad, a inscribir alegóricamente su torre de sinople o su castillo de plata en su campo de azur. Había oído yo hablar de las célebres tapicerías de Guermantes y las veía, medievales y azules, un poco gruesas, destacarse como una nube sobre el nombre amaranto y legendario, al pie de la antigua selva en que Childeberto cazó con tanta frecuencia, y ante aquel fino fondo misterioso de las tierras, aquellas lejanías de siglos, me parecía que había de penetrar en sus secretos tan bien como pudiera en un viaje, no más que con acercar a París por un momento a la señora de Guermantes, soberana del lugar y señora del lago, como si su rostro y sus palabras hubieran debido poseer el encanto local de las arboledas y de las riberas y las mismas particularidades seculares del viejo protocolo, de sus archinos. Pero por entonces había conocido a Saint-Loup; éste me hizo saber que el castillo no se llamaba de Guermantes sino desde el siglo XVI, en que lo había adquirido su familia. Ésta había residido hasta entonces en las cercanías, y su título no venía de aquella región. El pueblo de Guermantes había tomado su nombre del castillo cerca del cual había sido construido, y, para que no destruyese sus perspectivas, una servidumbre que seguía en vigor regulaba el trazado de las calles y limitaba la altura de las casas. En cuanto a las tapicerías, eran de Boucher, compradas en el siglo XIX por un Guermantes amateur, y estaban colgadas al lado de unos mediocres cuadros de caza que aquél había pintado, en un salón de mala muerte tapizado de andrinópolis y de peluche. Con sus revelaciones, Saint-Loup había introducido en el castillo elementos extraños al nombre de Guermantes que no me permitieron seguir extrayendo únicamente de la sonoridad de las sílabas la fábrica de las construcciones. Entonces, en el fondo de aquel nombre, se había borrado el castillo reflejado en su lago, y lo que se me había aparecido en torno a la señora de Guermantes como su morada había sido su hotel de París, el hotel de Guermantes, límpido como su nombre, ya que ningún elemento material y opaco venía a interrumpir y cegar su transparencia. Como la iglesia no significa solamente el templo, sino también la reunión de los fieles, aquel hotel de Guermantes comprendía todas las personas que compartían la vida de la duquesa; pero esas personas, a quienes nunca había visto, no eran para mí más que nombres célebres y poéticos, y, al conocer únicamente personas, que tampoco eran más que nombres, no hacían sino acrecentar y proteger el misterio de la duquesa extendiendo en torno a ella un vasto halo que iba a lo sumo degradándose.