En las fiestas que daba ella, como yo no imaginaba ningún cuerpo a los invitados, ningún bigote, ningún borceguí, ninguna frase pronunciada que fuese trivial, ni siquiera original de una manera humana y racional, aquel torbellino de nombres que introducían menos materia de la que hubiera deparado un banquete de fantasmas o un baile de espectros, en torno a aquella estatuilla de porcelana de Sajonia que era la señora de Guermantes conservaba una transparencia de vitrina en su hotel de vidrio. Después, cuando SaintLoup me hubo contado anécdotas referentes al capellán, a los jardineros de su prima, el hotel de Guermantes se había trocado –del mismo modo que había podido ser en otro tiempo un Louvre– en una especie de castillo rodeado, en medio del propio París, de sus tierras, poseídas hereditariamente, en virtud de un antiguo derecho extrañamente superviviente y sobre las que aún ejercía ella privilegios feudales. Pero esta última mansión se había desvanecido, a su vez, cuando habíamos venido nosotros a vivir muy cerca de la señora de Villeparisis, a uno de los pisos vecinos al de la señora de Guermantes en una a la de su hotel. Era una de esas viejas mansiones como acaso existen todavía algunas, en las que el patio de honor –bien fuesen aluviones traídos por la ola ascendente de la democracia, o bien legado de tiempos más antiguos en que los diversos oficios estaban agrupados en torno al señor– solía tener a los lados trastiendas, obradores, incluso chiscones de zapatero o de sastre como los que se ven apoyados en los muros de las catedrales que la estética de los ingenieros no ha redimido, un portero remendón de calzado, que criaba gallinas y cultivaba flores, y al fondo, en la casa «que hace de hotel», una «condesa» que, –cuando salía en su vetusta carretela de dos caballos, ostentando en su sombrero algunas capuchinas que parecían escapada del jardinillo de la portería (llevando al lado del cochero un lacayo que bajaba a dejar tarjetas de visita con un pico doblado en cada hotel aristocrático del barrio)–, enviaba indistintamente sonrisas y breves saludos con la mano a los chicos del portero y a los inquilinos burgueses del inmueble que pasaban en aquel momento, y a los que confundía en su desdeñosa afabilidad y en su ceño igualitario.
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