Sin darse tiempo para un segundo pensamiento, fue a la tienda, pálida, aturdida, con gestos y expresión desesperada, portentosamente ceñuda, más dispuesta, en apariencia, para un fiera batalla con un ladrón que para recibir a un parroquiano, saludándole desde detrás del mostrador en agradecimiento por el gasto de unas monedas de cobre que pudiera hacer. Un cliente ordinario, realmente, volvería sobre sus talones y huiría. Sin embargo, no había fiereza en el pobre corazón de Hepzibah, ni albergaba ningún amargo pensamiento contra el mundo ni contra nadie. A todos deseaba bien, pero asimismo deseaba haber acabado todo trato con ellos y descansar definitivamente en una tumba.
El parroquiano estaba en el umbral. Viniendo de la fresca luz mañanera, parecía traer con él la alegre atmósfera del exterior. Era un hombre delgado, de unos veintiuno o veintidós años de edad, con una expresión más grave y pensativa de lo que pertenecía a sus años, lo cual no le quitaba viveza y vigor. Estas cualidades no sólo se percibían físicamente, en sus gestos, sino que se manifestaban inmediatamente en su carácter. Una barba color castaño, no precisamente sedosa, le orlaba la barbilla sin ocultarla por completo, y un corto bigote le sombreaba la boca. Todo ello se compaginaba muy bien con su sombrío talante. Vestía estrechos pantalones a cuadros, sombrero de paja con basta trencilla y chaqueta de tela veraniega y barata. Lo que más ponía de relieve su condición de caballero –caso que pretendiera serlo– era la blancura y calidad de su camisa limpia.
No se alarmó ante el ceño de la vieja Hepzibah, como si ya supiese que era inofensivo.
–Vamos, querida señorita Pyncheon– dijo el daguerrotipista, pues el visitante era el otro habitante de La Casa de los Siete Tejados–, me alegro de ver que ha persistido usted en sus propósitos. Sólo he entrado para desearle buena suerte y preguntarle si me necesita para algo.
La gente, cuando se halla en una dificultad o se enfrenta con el mundo, puede soportar malos tratos y fortalecerse con ellos, pero se ablanda ante la menor muestra de auténtica simpatía. Eso le ocurrió a la pobre Hepzibah, pues cuando vio la sonrisa del joven –como un rayo en su rostro pensativo– y oyó sus palabras, rompió en una histérica risita y luego empezó a sollozar.
–¡Ah, señor Holgrave! –murmuró, tan pronto como pudo hablar–. Jamás podré hacerlo… ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás! Ojalá estuviera ya muerta y enterrada en nuestra tumba familiar, con mis padres y hermana… Sí… Y con mi hermano también, que mejor le sería hallarme allí que acá. El mundo es demasiado duro y frío… Y yo soy demasiado vieja, demasiado débil, y estoy demasiado desesperanzada…
–Créame, señorita Hepzibah –repuso quedamente el joven–, cuando se acostumbre a la vida de tendera, no pensará así. Ahora no puede evitarlo, pues mira el mundo desde el lindero de su larga reclusión, pero pronto advertirá que no se halla poblado de gigantes y ogros como en un libro de niños. No encuentro nada tan singular en la vida como el hecho de que todo parece perder su substancia en el instante en que uno va a tocarlo. Lo mismo le ocurrirá con esto que hoy le parece tan terrible.
–Yo soy una mujer –contestó Hepzibah lastimeramente–. Iba a decir una dama… Pero veo que esto ya pertenece al pasado.
–No importa, pues, si ya es del pasado –contestó el artista con extraño brillo en los ojos–. Déjese de esas cosas… Le hablo francamente, señorita Pyncheon… ¿No somos amigos? Opino que este es uno de los días más afortunados de su vida. Pone fin a una época y empieza otra. La sangre se le iba helando a usted en las venas, mientras permanecía sola en su círculo de nobleza, dejando que el mundo luchara por sus necesidades. Por fin conocerá lo que es un esfuerzo sano y natural para conseguir algo, y unirá su fuerza, mucha o poca, a la batalla de la vida. Eso es ya un éxito… El éxito que todos buscamos.
–Es natural, el señor Holgrave, que tenga usted estas ideas –repuso Hepzibah, retirando un poco su desvaída figura, ligeramente ofendida en su dignidad–. Usted es hombre joven, educado como supongo que lo está todo el mundo, ahora, para buscar la fortuna. Pero yo nací y he vivido como una señora… No importa que haya sido con estrecheces, pero siempre como una señora…
–Yo no soy un caballero ni he vivido como tal –dijo Holgrave sonriendo levemente–. No espere, pues, que simpatice con sentimientos como los suyos, aunque, a no ser que me engañe, creo comprenderlos más o menos imperfectamente. Esos nombres de caballero y señora tuvieron un significado en la historia del mundo, cuando conferían privilegios, deseables o no. En el presente, y aún más en el futuro, implicarán no privilegios, sino restricciones.
–Eso son ideas modernas –comentó la vieja señora, moviendo la cabeza–. Nunca llegaré a entenderlas, ni lo deseo.
–Pues no hablemos de ellas –replicó el artista con sonrisa más animosa que la anterior–. Mejor es que usted compruebe por sí misma si no es preferible ser una verdadera mujer que una señora. ¿Cree usted, señorita Hepzibah, que alguna dama de su familia ha realizado un acto más heroico, desde que fue edificada esta casa, que el que usted realiza hoy? Yo estoy seguro de que no, y si los Pyncheon hubieran obrado siempre con su nobleza, dudo de que ese anatema del viejo brujo Maule, que usted me explicó, hubiera tenido tanta influencia contra ellos.
–¡Oh, no! –interrumpió Hepzibah, halagada por esta alusión a la sombría dignidad de una maldición heredada–. Si el espíritu de Maule o uno de sus descendientes pudiera verme detrás del mostrador, vería cumplidos sus peores deseos… Pero agradezco su ayuda, el señor Holgrave, y ya verá usted cómo haré todo lo posible por ser una buena tendera.
–Pues permítame el honor de ser su primer cliente –dijo Holgrave–. Voy a dar un paseo a orillas del mar, antes de retirarme a trabajar a mi buhardilla. Unas cuantas galletas de esas, mojadas en agua de mar, serán un excelente desayuno. ¿Qué vale la media docena?
–Déjeme ser una señora por un minuto más –replicó Hepzibah, con aire solemne, iluminado por melancólica sonrisa. Puso unas galletas en manos del artista y rechazó las monedas–. Una Pyncheon no puede, bajo el techo de sus antecesores, recibir dinero por un bocado de pan dado a su único amigo.
Holgrave aceptó y se fue, dejando a la solterona con ánimo menos deprimido. Pero pronto volvió a caer en su antigua angustia. Con el corazón palpitante escuchó las pisadas de los viandantes que empezaban a pasar por la calle. Una o dos veces parecieron detenerse. Aquellos forasteros y vecinos se paraban, quizás para mirar los juguetes y golosinas expuestos en el escaparate de Hepzibah. Se sentía doblemente torturada: primero por la deprimente sensación de vergüenza, de que ojos extraños e indiferentes contemplaran el escaparate; y, segundo, por la idea de que estaba mal arreglado. Le parecía como si el éxito o el fracaso de la tienda dependiera de la manera de exponer los artículos o substituir una manzana por otra más fresca. La cambió, en efecto, y en seguida se imaginó que el escaparate ofrecía peor aspecto que antes, sin darse cuenta de que el nerviosismo del momento y sus escrúpulos de solterona lo echaban todo a perder.