El primer cliente

A poco, dos trabajadores, a juzgar por su áspera voz, se encontraron frente a la puerta. Uno de ellos reparó casualmente en el escaparate, y llamó la atención del otro.

–¡Mira! –exclamó–. ¿Qué opinas de eso…? Parece que el comercio levanta la cabeza en la calle Pyncheon…

–¡En la vieja casa de los Pyncheon y bajo la sombra del olmo de los Pyncheon!

¿Quién lo hubiera creído? La vieja Pyncheon ha abierto una tienda de chucherías…

–¿Crees que tendrá vida Dixey? –dijo el otro amigo–. No es este un sitio muy bueno. Hay otra tienda en la esquina…

–¿Qué si tendrá vida? –repitió Dixey con tono desdeñoso, como si fuera una idea disparatada, inconcebible–. Ni por casualidad. El rostro de la dueña… lo vi un año que le arreglé el jardín, es para espantar al propio diablo, si se atreviese a tratar con ella. Frunce el ceño por nada… por simple mal carácter.

–Eso no importa –insistió el otro–. Esas gentes de mal carácter tienen buenas manos para los negocios y saben lo que se proponen. De todos modos, no creo que tenga vida. Hay demasiadas tiendas de esta clase, igual que demasiados artesanos y jornaleros. Lo sé por experiencia. Mi mujer puso una tiendecita de esas y perdió cinco dólares.

¡Mal negocio! –gruñó Dixey–. ¡Mal negocio!

Por uno u otro motivo, difícil de analizar, Hepzibah no se había sentido nunca tan dolorosamente conmovida, a lo largo de su vida mísera, como al escuchar aquella conversación.

La opinión de Dixey sobre su ceño era terriblemente importante, como si le revelase su imagen con aspecto tan horrible que no se atrevía a mirarla.

Además, sentíase profundamente herida por el insignificante efecto que causaba en el público –del cual aquellos dos hombres eran representantes directos– un asunto tan importante para ella como el de la apertura de la tienda. Una mirada indiferente, unas palabras al pasar, una risa brutal y sin duda al volver la esquina ya la habían olvidado. No les importaba nada su dignidad ni su degradación.

El augurio de fracaso, pronunciado por la voz de la experiencia, caía sobre su esperanza como un terrón de tierra sobre la tumba abierta. ¡La mujer de aquel obrero había intentado la misma experiencia y había fracasado! ¿Cómo podría triunfar una señora sin experiencia en la vida, a los sesenta años de edad, donde una vulgar y enérgica mujer de Nueva Inglaterra había perdido cinco dólares? El éxito aparecía como una imposibilidad y la esperanza como una insensata alucinación.

Algún espíritu maléfico quería enloquecer a Hepzibah haciendo desfilar ante su imaginación el panorama de una calle llena de actividad y de parroquianos

¡Cuántas y qué hermosas tiendas se veían por allí! Mercerías, tiendas de juguetes y de comestibles, con enormes escaparates, grandes rótulos, vastos y completos surtidos de mercancías que valían verdaderas fortunas. ¡Y aquellos anchos espejos al fondo de los establecimientos, doblando su riqueza con una brillante visión de cosas irreales!

A un lado de la calle, esos lujosos almacenes con numerosos dependientes sonriendo, saludando y sirviendo géneros. Al otro lado, la obscura y vieja casa de los Siete Tejados, con el anticuado escaparate a la sombra del saliente primer piso y la propia Hepzibah envuelta en un vestido de ajada seda negra, detrás del mostrador, mirando ceñudamente a la gente que pasaba de largo.

Ese contraste era para la vieja solterona como una imagen de la desventaja con que había de empezar su lucha por la vida. ¿Éxito? ¡Absurdo! ¡No había que pensar en ello! ¿Qué importaba que la casa permaneciera sumida en una eterna bruma, mientras sobre las otras cabrilleaba el sol, si jamás nadie cruzaría su umbral ni una mano empujaría la puerta?

Pero en este preciso instante, la campanilla repicó como si estuviera embrujada. El corazón de la solterona parecía hallarse en contacto con el vibrante acero, pues pareció palpitar al unísono con el tintineo. La puerta se abrió, aunque al otro lado del escaparate no se veía ninguna forma humana. Hepzibah, sin embargo, se quedó mirando, con las manos juntas, cual si hubiera evocado a un espíritu maligno y estuviese asustada, aunque resuelta a enfrentarse con el temible enemigo.

–¡Dios me asista! –gimió mentalmente–. ¡Ha llegado la hora de la prueba!