El primer cliente

La puerta se movió con dificultad sobre sus chirriantes goznes, hasta que, por fin, quedó abierta dejando ver a un robusto muchacho de mejillas sonrosadas.

Iba hecho un gitano, debido, al parecer, más al descuido de la madre que a la pobreza del padre. Vestía delantal azul, pantalones cortos y sombrero de paja por cuyas rasgaduras asomaban rizados mechones de pelo. Llevaba un libro y una pizarra bajo el brazo, indicios de que se dirigía a la escuela. Miró un momento a Hepzibah, probablemente igual que lo hubiera hecho un parroquiano mayor que él, y se quedó sin saber qué hacer ante la trágica actitud y el extraño fruncimiento de las cejas de la mujer.

–¡Hola, muchacho! –dijo ella, animándose al ver un personaje tan poco formidable–. ¿Qué deseas?

–Ese Jim Crow del escaparate –contestó el rapaz, señalando con un centavo la figura de pan de jengibre que había atraído su atención–. El que no tiene el pie roto.

Hepzibah alargó el descarnado brazo, cogió el dulce y lo entregó a su primer cliente.

–No me debes nada –dijo, empujando al chiquillo hacia la puerta, pues su rancia nobleza se avergonzaba a la vista de la moneda de cobre, y además le parecía feo aceptar el dinero del pequeño a cambio de un pobre pedazo de jengibre–. No importa el dinero. Jim Crow te da la bienvenida…

El pequeño recibió con asombro aquella muestra de generosidad sin precedentes en su larga experiencia de tiendas de golosinas. Eso no le impidió coger al hombre de pastel y marcharse. No había llegado a la otra acera cuando ya la cabeza de Jim Crow estaba entre sus dientes de pequeño caníbal. Se olvidó de cerrar la puerta y Hepzibah tuvo que hacerlo, rezongando sobre el atolondramiento de los niños. Acababa de poner otra efigie del renombrado Jim Crow en el escaparate, cuando la campanilla tintineó de nuevo, y otra vez se abrió la puerta, con su característico chirrido, para dar paso al mismo robusto chiquillo que había salido por ella dos minutos antes. Los restos del canibalesco festín eran aún visibles en la boca sucia.

–¿Qué quieres ahora, pequeño? –preguntó la solterona, impaciente–. ¿Has regresado para cerrar la puerta?

–No –contestó el chiquillo, señalando la figura que acababa de aparecer en el escaparate–. Quiero ese otro Jim Crow.

–Aquí lo tienes– dijo Hepzibah. Pero comprendiendo que, mientras quedara jengibre en la tienda, no se podría quitar de encima al pertinaz parroquiano añadió–: ¿Dónde está el centavo?

El muchacho tenía el centavo, pero, como verdadero yanqui, hubiera preferido la ganga anterior. Con cara contristada, dio su centavo y se fue, enviando al segundo Jim Crow en busca del primero.

La nueva tendera dejó caer en el cajón el primer resultado tangible de su empresa comercial. ¡Ya estaba hecho! La sórdida mancha de aquella moneda de cobre jamás se le borraría de la mano.

El chiquillo, con ayuda de la picaresca figura del bailarín negro, había causado una ruina irreparable, había derribado la estructura de la rancia nobleza, como si con la fuerza de su mano infantil hubiese derruido La Casa de los Siete Tejados.

¡Ya no le quedaba más que volver de cara a la pared los retratos de sus antepasados y coger el mapa de sus territorios occidentales para encender el fuego de la cocina y avivar la llama con el hálito de sus tradiciones ancestrales!

¿Qué relación tenía ella con sus antepasados? Ninguna: ni tampoco con la posteridad. Ya no era una señora, sino simplemente Hepzibah Pyncheon, una solterona solitaria y desamparada, la dueña de una tenducha.

No obstante, mientras estos sombríos pensamientos desfilaban por su mente, la invadió (cosa sorprendente) una extraña calma. La ansiedad y los recelos que la atormentaron dormida de noche o en sus melancólicos ensueños durante el día, desde que empezó a perfilarse su proyecto comercial, desaparecieron por completo.

Se daba cuenta de la novedad de su posición, pero sin turbarse ni apenarse. De vez en cuando sentía incluso un estremecimiento de juvenil alegría. Era el aliento vigorizador de la fresca atmósfera exterior, tras la larga monotonía y letargo de su reclusión. ¡Qué sano es el esfuerzo! ¡Qué milagrosa la fuerza que nos da! Se encontraba mejor que nunca. Parecía haber recuperado la salud apenas hizo un esfuerzo para ayudarse a sí misma. El redondel de cobre recibido del rapaz, empañado por los servicios prestados aquí y allá, resultaba ser un verdadero talismán merecedor de ser engastado en oro y de colgar junto a su corazón. Era tan potente como un anillo galvánico y dotado, quizás, de su misma eficacia. Hepzibah, en todo caso, le debía un profundo cambio de cuerpo y de espíritu, tanto más, cuanto que le dio energías para desayunar. Con el fin de mantener su valor, en el té que se preparó puso una cucharada más que de costumbre.

Aquel primer día de vida comercial no transcurrió, empero, sin muchas y serias interrupciones de aquella especie de euforia. Por regla general, la Providencia raramente concede a los mortales más estímulo que el preciso para que se esfuercen razonablemente. En el caso de nuestra vieja señora, después de la excitación de cada nuevo esfuerzo, el desaliento y la apatía de toda su vida amenazaban con volver, como las espesas masas de nubes que con frecuencia obscurecen el cielo y todo lo vuelven gris, hasta que al anochecer dejan llegar unos rayos de sol, los postreros. Pero siempre las envidiosas nubes intentan conquistar el pedazo de cielo azul.

A medida que avanzaba la mañana, se iban presentando parroquianos, aunque con cierta lentitud y en algunos casos con escasa satisfacción por su parte o por la de la señorita Hepzibah. El cajón no se llenó. Una chiquilla enviada por su madre a buscar una madeja de algodón de determinado color se llevó una que los ojos cortos de vista de la señorita Hepzibah vieron muy parecido, pero volvió en seguida diciendo que era muy distinta y, además, muy mala. Luego se presentó una mujer pálida y arrugada, no vieja, pero sí macilenta, con mechones de pelo como cintas de plata, una de esas mujeres de naturaleza delicada destinadas a morir por el mal trato ele un bruto – probablemente un bruto alcoholizado– y de nueve hijos por lo menos. Pidió unas libras de harina. La tendera rechazó su dinero y le hizo mejor peso que si se lo hubiese tomado.