El primer cliente

Poco después, entró a comprar una pipa un hombre con sucia chaqueta de algodón azul que llenó la tienda con un fuerte olor a bebida fuerte, no sólo exhalado por su aliento, sino emanado de todo su cuerpo, como un gas inflamable. Hepzibah sospechó que era el marido de la mujer de rostro pálido y arrugado. Pidió tabaco, y como la tendera había olvidado proveerse de aquel artículo, arrojó la pipa y salió mascullando palabras ininteligibles, que tenían el tono y la aspereza de una maldición, por lo cual Hepzibah alzó la vista hacia el cielo, frunciendo el ceño involuntariamente.

Nada menos que cinco personas pidieron cerveza, licor de jengibre u otras bebidas similares, y al no obtener nada parecido, salieron de muy mal humor. Tres de ellos dejaron la puerta abierta y las otras dos la cerraron con tal furia que la campanilla atacó despiadadamente los nervios de Hepzibah. Una voluminosa y bulliciosa comadre entró jadeante en la tienda, y pidió fieramente un poco de levadura, y cuando la pobre dama, con su timidez, le dio a entender que no tenía eso, la comadre estalló en reproches.

–¡Una tienda que no tiene levadura! ¿Quién lo diría? Parece imposible… Así no hinchará usted su pan, como hoy no se esponjará el mío. Mejor que cierre antes de comenzar…

–Bien –repuso Hepzibah con un suspiro–, quizá lo haga.

Varias veces su sensibilidad señoril fue herida por la familiaridad, ya que no rudeza, con que se le dirigieron. Evidentemente los compradores se consideraban no sólo sus iguales, sino sus superiores, sus patronos. Hepzibah había albergado la idea de que algo así como un halo de una u otra clase le aseguraría el respeto a su genuina nobleza, o, por lo menos, un tácito reconocimiento de su superioridad. Por otra parte, nada la trastornaba tanto como que este reconocimiento fuera demasiado enérgicamente expresado. A uno o dos oficiosos ofrecimientos de simpatía, contestó casi con acritud, y lamentamos tener que decir que Hepzibah se vio sumida en un estado de ánimo poco cristiano por la sospecha de que una de las clientes se presentó empujada no por necesitar lo que pidió, sino por el deseo de echarle una mirada a ella, a Hepzibah. Esa vulgar criatura quería ver qué figura hacía detrás del mostrador la enmohecida aristócrata, después de pasarse la vida retirada del mundo. Por muy mecánico e inocuo que fuera en otros casos el ceño de Hepzibah, esta vez resultó fulminante.

–Nunca me asusté tanto en mi vida –explicaba después la entrometida cliente, describiendo el incidente a una de sus amigas–. Es una verdadera arpía… Habla poco, pero hay en sus ojos tanta mala intención…

En conjunto, esta experiencia condujo a nuestra decaída dama a muy desagradables conclusiones sobre el trato y el carácter de lo que ella llamaba las clases bajas, a las cuales, hasta entonces, había contemplado con mirada de amable y piadosa condescendencia desde su esfera de indiscutible superioridad.

Desgraciadamente, tenía que luchar también contra una emoción de carácter completamente opuesto: un sentimiento de acrimonia contra la ociosa aristocracia, a la cual tanto se enorgullecía, hasta hoy, de pertenecer. Cuando una dama con un delicado vestido de verano y un chal flotando sobre los hombros pasó por la calle con paso ligero como una visión, dejando tras ella una fragancia engañosa, cual si llevara un ramillete de rosas de té, es de temer que el ceño de Hepzibah no podía atribuirse por entero a un gesto maquinal.

–¿Con qué fin –pensó, dando paso al sentimiento de hostilidad que es la única humillación real del pobre frente al rico– ha creado la Providencia a esa mujer? ¿Es que ha de trabajar todo el mundo para que la palma de sus manos siga blanca y delicada?

Pero en seguida, avergonzada y arrepentida, inclinó la cabeza.

–¡Dios me perdone! –murmuró

Sin duda Dios la perdonó. Pero, tomando en consideración el aspecto interior y exterior de aquella primera mitad del día, Hepzibah empezó a temer que la tienda sería causa de su ruina desde el punto de vista moral y religioso, sin contribuir de modo muy firme a su bienestar temporal.