¿El señor Forestier, por favor?

El pantalón, demasiado largo, se ajustaba mal a la pierna y hacía arrugas en la pantorrilla, lo que le daba esa apariencia de cosa usada que suelen tomar las prendas de alquiler sobre las carnes que ocasionalmente cubren. El frac era lo único que podía pasar, pues había conseguido encontrar uno a su media, poco más o menos.

Subía los peldaños lentamente; el corazón le saltaba en el pecho; iba lleno de ansiedad y le hostigaba, sobre todo, el temor de hacer el ridículo. De pronto, se halló ante un caballero vestido de etiqueta, que lo miraba fijamente. Tan cerca se hallaban el uno del otro, que Duroy retrocedió un paso y se quedó, al fin, estupefacto: era él, él mismo, reflejado por un gran espejo vertical, que en el descansillo del primer piso copiaba la perspectiva de la galería. Al hallarse mejor de lo que creyera, se estremeció de júbilo.

Como en su casa no tenía otro espejo sino el de mano que usaba para afeitarse, no había podido contemplarse de cuerpo entero, y una incompleta visión de su improvisada vestimenta había hecho exagerar sus imperfecciones. La idea de parecer grotesco le volvía loco.

Mas he aquí que, al verse de pronto en el espejo, se había tomado a sí mismo por otro, por un hombre de mundo, que le había parecido muy bien, muy chic al primer golpe de vista. Y ahora, al mirarse con más cuidadosa atención, reconocía que, en realidad, el conjunto no dejaba nada que desear.

Entonces se estudió a sí mismo como pudiera hacerlo un actor que aprendiese su papel. Sonrió, se tendió la mano, expresó por medio de gestos variados sentimientos: el asombro, el placer, la aprobación, y graduó la sonrisa y la intención de la mirada para mostrarse galante con las damas y hacerles comprender que las admiraba y las deseaba.

En esto, se abrió una puerta en la escalera. Duroy tuvo miedo de ser sorprendido y comenzó a subir de nuevo, muy de prisa, y con el temor de que algún invitado de su amigo le hubiese visto hacer aspavientos.

Al llegar al segundo piso, vio otro espejo y se encontró verdaderamente elegante. Andaba con gallardía. Una inmoderada confianza en sí mismo se apoderó de su alma. Triunfaría, sí, por su figura, por su deseo de llegar, por la resolución que advertía en sí y por la independencia de su carácter. Sentía deseos de correr, de saltar, mientras ganaba el último piso. Se detuvo de nuevo, ante un tercer espejo, se retorció el bigote con ademán que le era familiar, se quitó el sombrero parar arreglarse el pelo y murmuró a media voz, como solía: “¡Excelente invento, a fe mía.” Y tocó el timbre.

Casi al momento se abrió la puerta, y Georges se vio ante un criado vestido de frac negro, muy serio, completamente afeitado, y de tan impecable aspecto que Duroy se turbó de nuevo, sin que se le alcanzase de dónde provenía aquella impresión, acaso de una inconsciente comparación entre el corte de los respectivos trajes. El lacayo, que calzaba zapatos de charol, preguntó, mientras cogía el sobretodo que Duroy llevaba al brazo por miedo de que se viesen las manchas:

–¿A quién debo anunciar?

Y levantando una cortina, lanzó el nombre al salón, donde lo invitó a entrar.

Pero Duroy perdió de pronto su aplomo y sintió que el temor lo paralizaba y hacía jadear. Iba, por fin, a entrar en la existencia que tanto había esperado, con que tanto había soñado. Avanzó, a pesar de todo. Una mujer joven, rubia, lo esperaba en pie y completamente sola en una pieza, muy bien iluminada y llena de plantas, como una estufa.

Se detuvo en seco, desconcertado por completo. ¿Quién era aquella señora que le sonreía? Al fin se acordó de que Forestier era casado. Y la idea de que aquella linda rubia debía ser la esposa de su amigo, acabó de deslumbrarle.

–Señora –balbució–, soy…

Ella le tendió la mano.

–Ya lo sé, caballero. Charles me ha contado su encuentro de anoche, y celebro mucho que mi marido haya tenido la buena ocurrencia de invitarle a cenar hoy con nosotros.

Duroy enrojeció hasta las orejas, sin saber que decir. Se sentía examinado, inspeccionado de pies a cabeza, valorado, juzgado, en fin.

Hubiera querido excusarse, inventar alguna razón que explicase los descuidos de su atavío, pero no encontró ninguna, y no se atrevió a tocar este delicado asunto.

Se sentó en el sillón que la dama le ofrecía, y cuando sintió que a su peso cedía el muelle y suave terciopelo del asiento, cuando hundido y apoyado en él, ceñido por aquel muelle acariciador, cuyo respaldo y brazos lo sostenían delicadamente, le pareció que estaba en una nueva y encantadora vida, que tomaba posesión de algo deliciosos, que había llegado a ser alguien, en fin, que estaba a salvo, y miró a la señora de Forestier, que no le quitaba ojo.

Llevaba un vestido de cachemira azul pálido, que delineaba perfectamente su esbelto talle y su opulento pecho.

Brazos y cuello surgían, desnudos, entre espumas de blanco encaje que guarnecía el corpiño y las breves mangas. Los cabellos, que se encopetaban sobre la frente, se rizaban levemente en la nuca y formaban como una nube de rubio césped.

Su mirada, que sin saber por qué le recordó la de la buscona de Folies-Bergère, tranquilizó a Duroy. Los ojos de la dama eran grises, de un gris azulado, que le daban extrema expresión, la nariz fina; los labios, gruesos; la barbilla, un tanto carnosa, componían un conjunto irregular y seductor, lleno de encanto y picardía. Era uno de esos rostros de mujer en que cada facción tiene una gracia peculiar, cierta significación, y en que cada gesto declara u oculta alguna intención.

Al cabo de breve silencio, preguntó la señora:

–¿Lleva usted mucho tiempo en París?

Duroy, recobrándose poco a poco, respondió lentamente.

–Solo unos meses, señora. Soy empleado de ferrocarriles, pero Forestier me ha hecho concebir la esperanza de ingresar en el periodismo.

Se acentuó en ella la benevolencia de la sonrisa, y, bajando la voz, murmuró:

–Ya sé, ya…

Sonó de nuevo el timbre. El criado anunció:

–La señora de Marelle.

Era una mujer menuda y morena, una morenita, como suele decirse. Entró con aire avispado. Llevaba un vestido oscuro, que dibujaba y cómo modelaba de pies a cabeza el cuerpo.

Una rosa encarnada, prendida en la negra cabellera, solicitaba vivamente la mirada y parecía realzar el semblante, acentuar su especial carácter y darle la animación que le faltaba.

Le seguía una muchachita todavía de corto. La señora Forestier se adelantó a recibirlas.

–Buenas tardes, Clotilde.

–Buenas tarde, Madeleine.

Se besaron ambas. Después, la niña ofreció su frente con el aplomo de una persona mayor, y dijo:

–Buenas tardes, prima.

La señora Forestier la besó también. Luego hizo las presentaciones.

–El Sr. Georges Duroy, buen camarada de Charles.

–La señora de Marelle, mi amiga y algo pariente.

Y añadió:

–Aquí, ¿sabe usted?, estamos en confianza. Nada de cumplidos ni etiquetas, ¿comprende?

El joven se inclinó.