El velero atravesaba la tempestad

Despertó sudoroso, trémulo, y permaneció mucho tiempo mirando al techo. Retiró las sábanas a un lado como si fueran una carga y bajó los pies al suelo frío con un giro lento y trabajoso. Acercó con esmero las zapatillas, poco a poco, con las puntas de los dedos hasta que acertó a calzarse y sincronizó su puesta en pie con un soplido de esfuerzo. Abandonó con pasitos cortos el dormitorio hacia el pasillo. Encendió la luz con un restallido de la llave y avanzó hasta el baño arrastrando los pies acompañado del ruido fibroso de sus zapatillas. Después, de vuelta a la habitación, se puso una camisa clara sobre su cuerpo ya desnudo y la abotonó hasta hacer desaparecer bajo ella su chapa de identificación militar grabada con letras, números y dos iniciales. Escogió con mimo una americana verde, de tejido grueso, de rombos y raya fina y un pantalón a juego. Tomó la corbata y la anudó con destreza al cuello. Se sentó en una silla junto a la ventana y tomó dos calcetines iguales de un cajón. Bajo la cama recuperó dos zapatos marrones. Se dirigió a la puerta de la calle y descorrió el cerrojo, pero regresó al baño y se colocó en su mano izquierda dos anillos olvidados sobre el lavabo. Aquel sueño lo alteraba profundamente cada vez. Frente al espejo, Humberto levantó la mirada y contempló durante varios segundos, ya sereno, aquel rostro placentero y cuarteado. A esos ojos pequeños, profundos y oscuros, ya no les hacía más preguntas.

Era hombre de desayunos fuertes y abundantes para no esperar con ansia la comida. De regreso de la cafetería, depositó las llaves sobre el mueble y se dirigió con urgencia al baño. Su teléfono móvil empezó a sonar. Los tonos se repetían de forma molesta mientras rebuscaba con manos temblorosas entre los bolsillos de su americana verde, repletos de papelitos y anotaciones, calendarios, pequeños memorandos impresos y recordatorios a bolígrafo. Le dio varias vueltas a un papel tratando de recordar el propósito de lo que había escrito en él. Algunos de esos documentos caían al suelo sin que terminara de encontrar el móvil. Estaba en el bolsillo del pantalón. Lo sostuvo entre las manos mientras vibraba y bailoteaba. Lo observó como si fuera a desactivar una pequeña y complicada bomba. Con un único dedo presionó el botón de aceptar llamada y lo llevó con lentitud a la oreja, no sin antes echar una mirada de sospecha a la pantalla para asegurarse de que todo funcionaba.

Era su hija. Lo llevaría a comer al restaurante de costumbre. Aceptó con su voz rugosa, grave y amable, con palabras cadenciosas, educadas y señoriales, de final acentuado y fuerte, de vocales alargadas y cálidas. Era un hombre formal y agradable, que casi siempre adornaba sus comentarios serios con una sonrisa. Después de cada frase incluía una muletilla, para asegurarse de que cada dato quedaba claro. Colgó con la misma calma, desactivando la bomba, toqueteando botones hasta que acertó y la dejó junto a las llaves. Se agachó para recoger varios papeles de la alfombra, un recordatorio de una cita médica y el credo legionario, escrito a máquina y grapado en unas tiernas cuartillitas.

Se dirigió al salón y subió las persianas. Colgó la chaqueta en el respaldo de una silla de madera de roble, alta y cómoda; se sentó y acercó el teléfono fijo, una antigüedad amarilla de botones duros con los números a punto de perder su figura. Había puesto sobre la mesa una carpeta con aspecto de informe secreto, un lapicero bien afilado, un diario encuadernado y su cartera. Le quedaba una hora, tiempo de hacer varias llamadas sin que le molestaran.

Marcó el número en su memoria y reprodujo el movimiento, con parsimonia, usando las teclas del teléfono descolgado. Comunicaba. Colgó y esperó, más molesto que preocupado, con las manos sobre la mesa, mirando al teléfono, o al vacío. Se miraba las manos, amoratadas por un reciente golpe contra el suelo. Había caído de bruces en la calle mientras paseaba. Se había herido en las manos y los antebrazos le habían quedado entre morados y rojizos. Los capilares marcados junto al hematoma más visible eran un mapa de su fragilidad. Agitaba la cabeza con pasión y apretaba los labios, maldiciendo con resignación su mala pata. Dejó a un lado ese tema y volvió a marcar las teclas del teléfono.

–A ver –anunció en voz alta.

Nadie contestó al otro lado del teléfono. Repitió la operación, incansable e impaciente, hasta que una voz respondió. Preguntó, con muchas maneras y mucha fórmula de cortesía, por la identidad de la persona al aparato. Quien respondió le anticipó que no podía demorar mucho las labores de la mañana. Él respondió con halagos y amabilidad por el tiempo cedido. Charlaron unos veinte minutos. Humberto se despidió barrocamente y colgó el teléfono. Al instante tomó el lapicero para trasladar al papel el contenido exacto de la conversación, los motivos y los temas de la charla, encabezados por la fecha, su estado de ánimo y el de su interlocutora. De vez en cuando rebuscaba alguna información en el diario, un nombre o una fecha pasada, la contrastaba e incluía una anotación sobre el papel. Media hora más tarde, la puerta de la casa se abrió. Al volverse vio que alguien entraba y le llamaba desde el fondo del pasillo. Apartó la silla con fuerza, nervioso, y la tiró al suelo con estruendo. Recogió la carpeta con los papeles y el diario. Cualquiera habría pensado que trataba de rescatar sus pertenencias de un fuego; en realidad las escondía. Se acercó a su dormitorio, lo lanzó todo sobre la cama y cerró por fuera.