El viaje

Ahora, antes de entrar en mi asunto, séame permitido apuntar algunos pormenores sobre el aspecto de España y la manera de viajar en este país. Casi todos se figuran en su imaginación a España como una región meridional preciosa, con los suaves encantos de la voluptuosa Italia; pero es, por el contrario, en su mayor parte —si bien se exceptúan algunas de sus provincias marítimas—, un país áspero y melancólico, de escarpadas montañas y extensísimas llanuras desprovistas de árboles, de indescriptible aislamiento y aridez, que participan del salvaje y solitario carácter de África.

Aumenta esta silenciosa soledad la ausencia de las canoras aves, natural consecuencia de la falta de árboles y de pastos; se ven el buitre y el águila revolotear alrededor de los escarpados picos de las montañas, precipitándose al llano, y las bandadas de recelosas avutardas trepar por entre los matorrales; pero esa multitud de pajarillos que anidan en otros países no se encuentran más que en unas pocas provincias de España, y principalmente en los huertos y jardines que rodean las habitaciones de los naturales. En las provincias interiores atraviesa el viajero de vez en cuando grandes campos sembrados de granos, que verdean de trecho en trecho, tan extensos, que se pierden de vista, y que en otros tiempos estaban yermos y áridos; en vano se buscará la mano que ha cultivado aquel suelo. En lontananza se divisa algún pueblecito situado sobre escarpada colina o agrio despeñadero, semejando murallas desmanteladas o ruinosas atalayas; o bien alguna guarida, en tiempos pasados, fortificada en la guerra civil o contra las correrías de los moriscos, pues todavía se conserva entre los aldeanos de muchas partes de España la costumbre de unirse para la mutua protección, a causa de los robos de los vagabundos ladrones.

Pero aunque una gran parte de España está falta de arboledas y florestas y carece de los encantos del cultivo que engalana los campos, con todo, su conjunto ofrece una noble severidad que está perfectamente en armonía con la manera de ser de los habitantes; y yo me explico mejor al arrogante, intrépido, frugal y sobrio español y su arrojo en los peligros y su desprecio a los afeminados placeres desde que he visitado el país en que habita.

Hay algo también en los severos y sencillos paisajes del territorio español que imprime en el alma un sentimiento de sublimidad. Las inmensas llanuras de Castilla y de la Mancha, que se extienden hasta perderse de vista, atraen e interesan por su gran aridez e inmensidad, y poseen en alto grado la solemne grandiosidad del océano. Recorriendo estas vastas llanuras, se divisa por aquí y por acullá algún rezagado rebaño o manada guardada por un solitario pastor, inmóvil cual una estatua, con una larga y delgada vara que enarbola hacia los aires a manera de lanza; o ya una larga recua de mulos marchando lentamente a través de la llanura, semejando una caravana de camellos en el desierto; ya un solo labriego armado de trabuco y puñal y vagando por el llano. De este modo, el país, los habitantes y las mismas costumbres del pueblo participan en algo del carácter árabe. La general inseguridad de esta región está demostrada con el universal uso de las armas: el pastor en la campiña y el zagal en el llano tienen su escopeta y su navaja, y el opulento aldeano rara vez se aventura a ir a la feria real sin su trabuco, y acaso también acompañado de un criado a pie con su arma de fuego al hombro; y, en general, no se emprende la más pequeña caminata sin todos los preparativos de una empresa guerrera.

Los peligros del camino dan también lugar a un modo especial de viajar, parecido, aunque en pequeña escala, a las caravanas del Oriente. Los arrieros se reúnen y emprenden juntos la caminata en largo y bien armado convoy y en ciertos y determinados días; y, a la vez, algún que otro viajero aumenta el número y contribuye a la general defensa. En este primitivo modo de viajar está el comercio del país. El mulatero es el ordinario medianero del tráfico y el legítimo viajero de la tierra: él atraviesa la Península desde los Pirineos y las Asturias hasta las Alpujarras, la Serranía de Ronda y aun hasta las puertas de Gibraltar. Vive sobria y duramente; sus alforjas de tela burda constituyen su mezquina despensa de provisiones; una bota de cuero pendiente de su arzón contiene vino o agua, que le da refuerzo a través de aquellas estériles montañas y secas llanuras; una manta de mula tendida en la tierra le sirve de cama por la noche y la albarda de almohada. Su pequeño pero bien formado y membrudo cuerpo indica su vigor; su tez es morena y tostada por el sol; su mirada resuelta, pero tranquila en su expresión, excepto cuando se enardece por alguna repentina emoción; su porte es franco, varonil y cortés, y nunca pasa junto a alguno sin dirigirle este grave saludo: «Dios guarde a usted», «vaya usted con Dios, caballero».

Como estos hombres llevan constantemente toda su fortuna entregada al azar en las cargas de sus acémilas, tienen siempre sus armas a mano, colgadas de los aparejos y prontas para poderlas coger en alguna desesperada defensa; pero, como viajan reunidos en gran número, se hacen temibles a las partidas de merodeadores, y el solitario bandolero, armado hasta los dientes y montado en su corcel andaluz, anda recelosamente acechándolos, como el pirata que persigue un barco mercante, sin tener valor para dar el asalto.

Los arrieros españoles tienen un inagotable repertorio de cantares y baladas, con las que se entretienen en sus continuos viajes. Sus aires musicales son severos al par que sencillos, y consisten en suaves inflexiones; cantan en alta voz y sostienen el canto modulado cadencias, sentados a mujeriegas en su mulo, que parece escucha con pausada gravedad y a la vez guarda con el paso el compás de las cantinelas. Las coplas que cantan son casi siempre referentes a algún antiguo y tradicional romance de moros, o a alguna leyenda de un santo, o de las llamadas «amorosas»; otras veces —y esto es lo más frecuente— entonan una canción sobre algún temerario contrabandista, pues el bandolero y el bandido son héroes poéticos en España entre la gente baja. Ocurre a menudo que los arrieros improvisan en el acto coplas, inspirándose en algún paisaje que se les presenta o sobre algún incidente del viaje; esta vena fácil para componer e improvisar es característica en España, y, según se dice, heredada de los moros. Se siente, pues, una mezcla de severidad y encanto al oír estas estrofas en los agrestes y salvajes parajes en que se modulan, y más yendo acompañadas del especial retintín de los campanillos de las mulas.

Ofrece también el cuadro más pintoresco una banda de arrieros atravesando por el paso de una montaña: primero se oyen los campanilleros, que turban con su monótono sonido el silencio de la elevada cumbre, o acaso la voz del mulatero arreando a alguna perezosa o rezagada bestia, o bien cantando con toda la fuerza de sus pulmones algún romance tradicional. Otras veces se ve una recua al borde de un horrible desfiladero, o descendiendo por agrias pendientes, de tal modo que parece destacarse de relieve en el firmamento, o bien caminando junto a terribles precipicios que se abren bajo sus pies. A medida que se acercan las bestias se van distinguiendo sus vistosos arreos de cáñamo bordado, sus penachos y sus mantas; y al pasar por nuestro lado nos hace recordar la poca seguridad que ofrece el camino su inseparable trabuco pendiente de los fardos y de las mantas.

El antiguo reino de Granada, del cual estábamos ya a muy corta distancia, es una región de las más montañosas de España. Vastas sierras desnudas de pastos y arboledas y formadas de variados mármoles y granitos elevan sus crestas sombrías y negruzcas hasta la región de los cielos; pero en sus rugosos senos crecen fertilísimos y verdes valles, luchando por dominar en ellos la aridez y la vegetación de tal modo, que la misma piedra viva se ve obligada a producir higueras, y el naranjo y el limonero crecen junto al mirto y el rosal.

En las escabrosas laderas de estas montañas la perspectiva de ciudades y pueblecitos amurallados, construidos a manera de nidos de águila suspendidos entre las rocas y rodeados de moriscos baluartes o cuarteadas ciudadelas, nos lleva a remontarnos con la imaginación a los caballerescos tiempos de las guerras entre moros y cristianos y a la romántica lucha por la conquista de Granada. Al atravesar estas elevadas sierras el viajero se ve obligado a cada paso a echar pie a tierra y guiar sus caballos por las laderas y rápidas subidas y bajadas de aquellos cerros que semejan los desiguales peldaños de una escalera. En ocasiones, el sendero va serpenteando junto a horrorosos precipicios, sin parapeto que lo ponga a salvo del tajo que se mira en lo profundo, y después desciende hacia los hondos abismos por oscuras y peligrosas bajadas. Otras veces, al través de accidentados barrancos, carcomidos por los torrentes del invierno, atraviesa la oculta vereda de que se sirve el contrabandista, sin contar con que de cuando en cuando aparece alguna fatídica cruz, en memoria de algún robo o asesinato, erigida sobre un montón de piedras en un sitio solitario del camino, la cual advierte al viajero que se encuentra en medio de las guaridas de los bandidos, y acaso en el mismo momento de ser acechado por algún oculto bandolero. También otras veces, al cruzar por un angosto valle, se ve uno sorprendido por un ronco mugido; y pronto se divisa por encima del prado que tapiza la falda de la montaña una vacada de bravos toros andaluces, destinados a ser lidiados en la plaza. Yo he experimentado —si así puedo decirlo— un agradable horror contemplando muy de cerca estos temibles animales, dotados de tremendo poder, rebuscando sus gratos pastos, y en estado salvaje, pues casi nunca han visto la gente, ni conocen a nadie más que al solitario pastor que los cuida, y aun a veces él mismo no se atreve a acercárseles. El ronco bramido de estas fieras y su aire amenazador, cuando miran abajo desde la elevada roca en que se hallan, añaden fiereza a los salvajes contornos del paisaje.

Me he entregado maquinalmente, y con más detenimiento de lo que yo me proponía, a hacer estas consideraciones sobre las fases generales que presentan los viajes por España; pero hay tal poesía en los dulces recuerdos de la Península, que se siente dulcemente arrebatada la imaginación.

Era el 1 de mayo cuando mi compañero y yo salimos de Sevilla en dirección a Granada; lo habíamos dispuesto todo para hacer nuestro viaje por sitios montañosos, pero por caminos un poco mejores que las primitivas veredas de los mulos, sin contar el que están frecuentemente visitados por los bandidos. Lo de más valor de nuestro equipaje se había enviado delante con los arrieros, llevando solamente con nosotros lo necesario para el viaje y el dinero para los gastos del camino, con un suficiente sobrante de esto último para satisfacer la codicia de los ladrones, si por desgracia nos asaltaban, y para librarnos de los duros tratamientos que sufre el indefenso viajero que es demasiado confiado. Nos prepararon un par de resistentes caballos de alquiler, y además otro tercero para nuestro sencillo equipaje y para que sirviese a la vez a un robusto vizcaíno, mozo de unos veinte años de edad, que era nuestro guía por todos aquellos confusos vericuetos y caminos montañosos, el cual cuidaba de nuestros caballos y hacía alguna que otra vez de lacayo, sirviéndonos constantemente de guardia, pues llevaba un formidable trabuco para defendernos de los criminales, y sobre cuya arma nos hizo muchos y pomposos elogios; aunque en descrédito de esta su celebrada herramienta debo consignar que casi siempre estaba descargada y colgada detrás de la silla. Era, sin embargo, fiel, divertido y de buena condición, y ensartaba refranes y proverbios, como aquel flor y nata de los escuderos, el mismísimo afamado Sancho, cuyo nombre le pusimos; y como buen español —aunque le tratábamos con la familiaridad de compañero— nunca, ni aun por un solo momento, traspasó los límites del decoro debido, a pesar de su ingénito buen humor.