Para quienes contraen el mencionado mal es posible vivir mucho tiempo, aunque padecen de trastornos digestivos severos, su corazón se debilita, una fatiga crónica dificulta sus movimientos y el simple acto de hablar los deja exhaustos, síntomas que el científico inglés padeció durante largos años, lo cual ha hecho conjeturar a parasitólogos como Saul Adler que las vinchucas lo contagiaron.
Muy pronto Sigal sintió interés por la misión que había llevado hasta lugares tan lejanos de Gran Bretaña al capitán del Beagle y su más ilustre viajero. El aislamiento había dejado con apetito de sobra su mente, y quería saber acerca de todo; para empezar, cómo pudo llegar una manada de cabras hasta una isla deshabitada donde desembarcaron.
Si a él le resultó curioso el hallazgo del ganado salvaje –el cual los británicos se dedicaron de inmediato a cazar y sacrificar–, sus compañeros de vicisitudes lucían preocupados meramente de hincar los dientes en aquellas fibras rojas; con “un recordado gustillo a sebo”, como las describió Neck. “Daban la impresión de estar probando carne por primera vez”, me contaría años después mi padre, que prefirió la compañía de los tripulantes del navío cada vez más, antes que la de sus compatriotas.
No sintió que fuese a echarlos de menos cuando se separaron, en una ribereña ciudad chilena. Al tocar tierra se despidió de ellos sin mayores rodeos. Solamente le dio un poco de pena al ver alejarse a Nash.
Sigal jamás volvió a encontrárselos. Y no supo más de ninguno, a excepción de Philip Bardet, aunque previamente pasarían unas tres décadas, conocería casi todos los continentes y océanos, hallaría a Estelle y visitaría su casa en la calle de La Harpe, lugar donde se enteró de ciertos pormenores sobre él.
De momento, permaneció con la expedición, gracias a que FitzRoy no se opuso a que continuara a bordo por varias semanas más; en principio, hasta que llegasen a algún puerto de importancia previsto en su ruta. Le puso como única condición que trabajara ayudando en todo: no sólo en el barco, sino también durante las incursiones que realizarían algunos tripulantes en zonas interiores del país.
Este servicio no pareció abusivo al muchacho. A sus diecisiete años era saludable, fornido; y estaba convencido de que su energía física, lo único que había tenido en la vida para ofrecer, sería recompensada por primera vez no exclusivamente con un techo, comida y unas monedas, sino también con rodearse de personas que dedicaban su existencia a la búsqueda de algo más que dinero.
“Me hice al mar siendo un niño, para ir a buscar aceite de lámparas”, rememoraría décadas más tarde, ante el adolescente que era yo. “Y pensaba, mientras me batía con los cetáceos, saturado de miedo: ¡como si importase demasiado alumbrar las actividades de tanta gente en el mundo! ¿Qué cosa tan impostergable tendrían que decirse o cumplir, para permanecer despiertos una vez que se pone el sol?”, me explicó. “Sin embargo, ciertos navegantes del Beagle podían conversar en plena oscuridad de la noche, sin una llama que hiciese luz sobre sus rostros, y aun así yo no conseguía dejar de prestarles atención”, me dijo, refiriéndose sobre todo a los diálogos entre Darwin y el capitán.
Con veinticinco años, sin evidenciar todavía síntoma alguno del Mal de Chagas, la mente y lengua ágiles como nunca, Darwin continuamente hacía afirmaciones que despertaban el interés y desarticulaban la manera de pensar del norteamericano, a quien todo le resultaba asombroso, incluyendo el celebérrimo caso de los fósiles marinos encontrados en la cordillera de los Andes, a más de cuatro mil metros de altura.
Escucharle decir, a raíz del hallazgo, que “la Tierra tiene vida propia, independiente de la voluntad de Dios”, era algo desafiante para su concepción del mundo. “Hoy el suelo se hunde bajo el océano, mañana se levanta hasta las nubes, sin mediar la intervención divina”, juraba el naturalista en una ocasión, ante dos guardiamarinas que intentaban explicar el suceso a partir de los hechos narrados en el Viejo Testamento, en particular la historia de Noé y el cataclismo.
Una tarde Sigal oyó otra conversación, entre él y su asistente de diecisiete años, llamado Syms Covington, quien le preguntaba si de veras creía en todo aquello tan contrario a lo que decía La Biblia.
–No te parece más obvia ahora la imposibilidad de construir una barca tan grande como para albergar una pareja de cada especie animal –le comentó Darwin–. Ya sabes, y salvando las escalas… ¡si el Beagle tuviese capacidad al menos para una centésima parte de los animales y plantas que he querido coleccionar desde que comenzó el viaje! –agregó, luego de exhibir una sonrisa resignada–. Pero ves que no hallo lugar ni siquiera después de vaciar espacio con cada remesa de especímenes enviada a Inglaterra.
Sigal, tras escucharlo, se cuestionó “cómo podrían haber sobrevivido al diluvio los árboles que quedaron sumergidos”. Habría querido preguntar en voz alta si Dios acaso también encargó a Noé las semillas de todas las plantas, pero prefirió no intervenir en la plática de los dos hombres. Se limitó a poner oídos, mientras los ayudaba a manipular el cadáver de un zorro.
–Y la historia de Jonás… ¿Tampoco estuvo dentro de una ballena? –indagó Covington.
–De algún modo, puede ser cierto que estuviese en el interior de una de ellas –dijo Darwin, tras lo cual le guiñó un ojo–. Las ballenas guardan un parentesco más cercano con tu propia madre y la mía, que con un pez. Tienen pulmones, senos de los que mana la leche y cantan dulcemente… ¿Y quién mejor para darme la razón que el ballenero?
–¡Cómo saberlo, señor! –exclamó Sigal, al sentirse aludido–. Nunca conocí a mi madre. Pero me sorprende de todas formas un parentesco tal.
El inglés se mostró desconcertado tras esta aclaración y le ofreció disculpas.
–Por favor, continúe –le pidió él–. No es un tema que me perturbe. No se quebró ningún afecto al morir mi madre. No hubo tiempo para afectos.
Darwin asintió, y seguidamente dio instrucciones a su ayudante para fijar hojas de plantas a una lámina de papel, con el propósito –evidente al menos para el grumete– de cambiar de tema.