Fotografías y Espejos

Estaba mucho más perturbado que aquel viernes 13 de hace dos años. El espacio y el sujeto seguían inmodificables, es decir, William se movía de un extremo al otro de su cuarto, pasándose las manos por la cabeza, repitiendo como un condenado de su propia locura:

–De pinga, caballo. ¡Ahora sí que no sé quién soy!

Había terminado de contarme la historia que ya le conocemos y trataba de encontrar un sentido común a toda la tragedia que lo señalaba como el autor de los hechos. Sin embargo, lo que vino después superó toda lógica posible.

–¡Mírame! –me pidió–. Dime, ¿qué ves?

No lo comprendí, pero fui sincero cuando noté la descomposición de su imagen y me dio por decirle:

–Un fantasma.

Metió un piñazo lleno de ira contra la máquina de escribir y dijo eufórico de angustia:

–¡Mierda! Eso es lo que soy. Un fantasma… ¡Mira!

Me alcanzó un paquete de fotografías en colores. Apenas vi la primera, se adelantó en explicarme:

–Era un día cualquiera. Diva andaba con su camarita y decidimos irnos por ahí, de jerga, todos, los cinco. ¿Te das cuenta?, los cinco (aquí hizo una inflexión en la voz y continuó) Bueno, no era un día cualquiera, era un viernes como hoy. Meditamos media hora aproximadamente porque alguien tocó a la puerta y se jodió la cosa. Yo propuse lo del paseo para que la flaca desconectara; durante el floreo de la escala cinco, entramos en el siglo XV y se reconoció en la figura de Juana de Arco, incurriendo en un desliz amoroso con su custodia principal, un tal Couchon. ¿Te imaginas, no? La historia conserva a esa pobre muchachita virgen, inmaculada, analfabeta, con una fe tan ferviente en Dios al extremo de escucharlo con voz de humanos. Pero no fue hasta ese viernes que supo lo que la historia no se atrevió a publicar. Y todos, los cinco, pudimos ver el rostro de aquel idilio secreto, las escenas calientes de aquella pasión reprimida por los cánones dela Iglesia. Y te pudimos ver clarito, caballo, quizás como nunca, escondiéndote mientras ella ardía en la hoguera por tu culpa, sin saber incluso que llevaba en su vientre una hija que tu lujuria le había sembrado. Regresó muy afectada por eso, al extremo que cuando abrió la puerta de la casa, supuso verte y juró matarte. Le recordé las reglas de nuestro código de honor, pero no estuvo conforme y se encerró en “El Sailen, plis” a cantar como cuando era María Callas. Conversé con el resto del grupo y quedamos vernos a la hora señalada, en el lugar señalado para hacer la jugada señalada. Y todo no era más que sorprender a Diva, pues aquel viernes de pesadillas infames, era su cumpleaños. El lugar no era otro quela Catedral del Sabor, y la jugada era comprar un galón de helado para celebrarlo como buenos muchachos. Así anduvimos, retratando cosas, robándonos la atención de todo el mundo, convertidos en show, y la camarita captando cada detalle, ¿te das cuenta? Mira esa foto, mira la expresión de esa mirada, caballo, ¿Quién duda de que era feliz?, pero… ¿te diste cuenta? Me la trajeron hace un rato y cada uno anda con el miedo clavado entre las sienes. Me han acusado, sobre todo ella, después de hacerle el amor tantas veces, de convertirla en mí musa, de permitirle sus devaneos con este o con aquella. Yo, que de alguna manera soy el padre de Marilyn Monroe, de palparme y re-sentirme bien dentro de su vagina, venirme a preguntar ahora quién carajo soy yo…

Todo eso me explicaba mientras yo pasaba una fotografía detrás de otra, lleno de espanto también, haciéndome la misma pregunta que le hizo su pequeño ejército de monjes tibetanos, preguntándome lo que él no era capaz de responderse de sí mismo.

Y era cierto…

Había más de cien fotografías, pero en ninguna estaba William. Donde iba su cuerpo hay un vacío, una nada, un hueco, un espacio en blanco, una cortina de humo, una tela transparente, un hilo invisible, un estado de conciencia.

–¡Mírame! –volvió a decirme–. ¡Tócame!

Se arrodilló frente a mis enormes manos de Aníbal y tomé toda su gran cabeza atormentada. Pobre muchacho, tenía ganas de ayudarlo a terminar su angustiosa tragedia interna.

–¿Qué sientes? ¿Acaso esto no es materia tangible? ¿No es así la vida en esta condición de olfato, vista, oído, tacto y sabor? ¿O sólo soy un personaje que vive en tus pensamientos de mierda?

Pobre William, jamás me hubiera hablado así de no ser porque estaba muy asustado, creyéndose que de alguna manera me había encargado de matarlo en la vida real. ¿Cómo hacerle eso al mejor de mis amigos? Si estaba allí, en su cuarto de mala muerte, con aquella peste a orgías, era porque me lo había pedido y necesitaba de una reivindicación absoluta. Si mi mano castiga y mata, o si absuelve y convierte luz del polvo cósmico; toda la gloria del mundo la colocaría a sus pies en cualquiera de sus personificaciones a fin de salvarlo y quedarme con aquel joven que extrañaba tanto, el de la nobleza ancestral, su humildad escandalosa y su desbordante sencillez.

Pero esto no fue todo…

Claro que estaba vivo, tangible, palpable, sólido, conciso, compacto, con las mismas funciones fisiológicas que yo (cagar, templar, orinar, masturbarse, etc.) igual que Poét, Locus, Vulgo, hasta el mismísimo presidente del país; aunque la gente piense que el presidente de un país no caga, ni tiempla, ni orina y mucho menos que se masturbe; porque a un presidente deben sobrarle las jevas; aunque nadie (es decir: el pueblo) lo sepa. ¿Cómo iba a estar muerto el mejor de mis amigos y no saberlo?

Se levantó del piso y caminó hasta el espejo. Se puso de frente y estuvo mirándose un rato. Creí que estaba concentrándose, pero estaba haciendo en verdad, un robo estupendo. Sin que mediara tiempo a nada, me dijo:

–Si estoy vivo, entonces explícame esto.