Cruzó el espejo de su cuarto con la transparencia que porta lo absoluto. Lo atravesó delante de mis ojos y será la única vez en el mundo que un mortal conoce el otro lado de las máscaras en pleno estado de conciencia material.
Aquí no termina todo.
Atónito por el impacto de tan fascinante acto, corrí a fugarme por ese túnel del misterio, pero el vidrio era duro y no pude traspasar el umbral del secreto milagro. Detrás del espejo no había nada, es decir, sólo había una pared, la de siempre; sin embargo, William estaba ahí, parado frente a mí, serio y callado, como un muerto, como si todavía buscara la concentración de este lado, con la única diferencia de que ya habitaba la otra cara de la verdad.
–Explícame esto –volvió a decirme.
Aquí me pierdo porque no fue su voz la que escuché, sino la mía, tan clara como cuando atravesaba el pasillo y le decía al policía que yo no había matado a nadie. Esto se cuenta desde otra perspectiva. Por más que trato de explicármelo, no llego a una respuesta convincente. Lo cierto es que William estaba al otro lado, en su cuarto de olores a muerto, y yo lo miraba desde el espejo. Tenía una verdad tremenda escondida debajo de la manga. Cuando me pidió que subiéramos al segundo piso, de alguna manera ya no era William, sino Cienti (el magíster en ciencias existencialistas), por algo vi a Einstein llevándome de la mano a una zona que yo llamé “el otro cielo” y que mi fabulación lo describió como un largo pasillo lleno de cuartos a ambos lados. Si las voces eran de muertos (como afirmó William), yo era uno más de ellos y desde esa forma podía alcanzarlo todo. Su cuarto, esa pocilga hedionda, podía ser de alguna manera “El Sailen, plis”, y todas las historias que vinieron después (como la jeva de las tetonas rosadas) yo las pude vivir encarnado en la figura de William.
En su máximo desprendimiento como espíritu, William había alcanzado el sumus de la meditación y lograba personificarse como William en cualquier acto de mi vida como Escritor. De esa forma, todos los encuentros que tuvimos, yo pensaba que eran reales, mientras que el verdadero William estaría muerto (cuerpo sin alma) dentro de “El Sailen, plis”. Quizás por eso no salía en ninguna de las fotografías y el grupo le exigía una respuesta que no fuera humillante sobre lo que él les había hecho creer que era el Más Allá.
Tal vez, aprovechando que esa era su verdadera naturaleza de existencia, me quiso confundir al atravesar el espejo con esa facilidad espantosa, dejándome de este lado, loco, preguntándome cosas.
Después de los hechos que aquí se narran (ocurrieron un viernes único: lo de Diva, lo del asesinato a la jeva, lo del robo de mi novela, lo del traspaso en el espejo, lo que escribo ahora) estuve dos años alejado del mundo real. Quizás, en aquellos años de absoluta meditación, sentado como un Buda y abrazado por la más completa iluminación, pude conseguir visualizarlo todo y ahora vivo atrapado entre dos espejos; porque el cuarto de William es un espejo, ¿o será que el universo es un espejo en espiral?
Cuando se escuchó por segunda vez la frase: “Explícame esto”, era mi voz al otro lado del espejo preguntándole a William cómo pudo quedarse a salvo y dejarme atrapado dentro de una incógnita.
William tenía plena conciencia de ser un asesino, un hombre políticamente comprometido que había infringido en uno de los principios más inviolables del régimen para el cual trabajaba. Aprovechando mis estados de alucinación, mientras esbozaba los apuntes de lo que aspiraba fuera mi novela “El otro color de la esperanza”, se coló por algún acto vago de mis escrituras y se fue haciendo dueño de sus poderes sobrenaturales como Cienti, un personaje macabro y siniestro que pertenece a otras escrituras que todavía no están esbozadas y que tal vez se llame “La complicidad mental”. Al confesarme sus verdades como William y darse cuenta que bien poco podía hacer yo para salvarlo del sistema que lo había adoctrinado (porque finalmente lo iban a meter preso y lo iban a matar), decidió primero robarme la novela, mientras me entretenía en su cuarto, contándome historias de espejos y fotografías, o sencillamente me dejaba atrapado entre dos aguas para que no siguiera escribiendo esta historia y terminara aquí mismo, antes de seguir complicándose, más de lo que ya estaba.
Finalmente (y esto es lo peor) muchas veces pienso que yo soy William. Acabo de tropezar con una foto de mi infancia. Están todos celebrando mi nacimiento. Mi padre aparece con el brazo echado sobre el hombro de mi madre. Mi madre me arrulla en su pecho, mis abuelos me miran extasiados, ebrios de felicidad, acosados de sorpresa. Me miran pero no me ven. En los brazos de mi madre se arrulla la nada, han dado a luz otra gota de luz. Eso soy. Hay un vacío que el tiempo llenó y luego volvió a vaciar.
En mi resumen, soy eso: Todo y Nada.
–¡Mírame! Dime, ¿qué ves?
–Un fantasma –me respondió William.
Entonces regresé del espejo y salí a la noche. Me senté en un parque y no pude más. Me rajé a llorar, incontenible, solo de mí, sin saber cómo salvarme a tiempo del ocaso que se avecinaba.
Después me sentí mejor, Diva me había pasado la mano por la cabeza y me susurró algunas nuevas ideas para los próximos capítulos. Al llegar a casa, apenas metí la llave, supe que una nueva sorpresa me esperaba. Encendí la luz y vi el destello dorado de su cabecita rubia.
Señoras y Señores, debo confesarles algo…