I. La llegada

Un puente entre dos vacíos, un tránsito entre la nada y la nada, piensa el viajero, eso es la vida, y desciende las escalerillas. Mira a ambos lados y, ya en el andén, mueve la barbilla arriba y abajo como despedida al mozo de tren. Respira con fuerza, saturándose del aire del Tesino, esta tierra de alma suiza e italiana que pisa por primera vez. Piensa en su misión personal con una mezcla de satisfacción y desasosiego. No será cómodo, quizá exige una larga estadía en la ciudad. O no; sería más creíble si no pasara de pocas semanas, o unos días, y sus dudas, ocultas durante mucho tiempo, aisladas en un apartado cajón de la memoria, quedarán a la luz, a la vista de todos, o al menos de todos los involucrados en esta historia. Lo embarga la felicidad por esta decisión de haber dado el primer paso; por unos días, apenas semanas o varios meses, o que su misión obtenga el resultado esperado, o no.

Un niño con pantalón corto vocea el Corriere del Ticino. Su voz aguda y potente corta la fría mañana. El viajero compadece las piernas enclenques que cuelgan del pantalón corto. Se acerca despacio y compra un diario. ¿Cuándo lo leerá?, apenas sabe. Tendrá que sacar tiempo para seguir las noticias.

Sigue con paso inseguro al grupo de viajeros que han bajado del tren y que parecen seguir algún tipo de llamada invisible. Se encuentra en la calle con varios coches y autos que esperan. Duda. Necesita un guía para llegar a alguna posada donde quedarse, al menos la primera noche, pero los precios le preocupan. Nunca sabemos lo que nos espera en territorio ajeno.

–Buenos días, señor –dice, dirigiéndose en un italiano perfecto a un cochero de grandes bigotes terminados en punta y que fumaba una pipa de madera color mate–. ¿Me recomienda alguna posada de Montagnola dónde pueda pasar la noche?

El cochero lo mira de arriba abajo con un rostro dubitativo mientras da una bocanada amplia a la pipa, sopesa el valor de la pregunta y valora si obtendrá algo a cambio por parte de este jovencito de traje desgastado y escaso presupuesto.

–Me haría un gran favor si me lleva usted hasta una cercana –dice el viajero que parece haber advertido las dudas que se ciernen sobre el otro.

Una sonrisa despejada se proyecta en el rostro del cochero.

–Por supuesto, –baja y estira la mano–. Déjeme usted el equipaje y suba que lo llevo en un santiamén.

–Oh, no, gracias, ya me encargo –dice el viajero cuando el cochero intenta hacerse con el rollo que forman sus lienzos. Prefiere viajar incómodo siempre que sus cuadros estén a resguardo a su lado. No está dispuesto a separarse de ellos.

El viajero se acomoda junto a una señora de sombrero azul adornado con cintas y flores. Compartía asiento frente a una niña vestida con un traje blanco de grandes pliegues. La niña le sonríe al viajero que responde de la misma forma.

–Buenos días –dice y mira hacia atrás mientras el cochero coloca el equipaje–. Parece que tendremos un tiempo bueno en estos días.

La señora no responde de inmediato, alarga una mano hacia la que debe ser su hija y le echa sobre el hombro una de las trenzas que se le había escondido en la espalda.

–Eso parece. Esperemos que este verano no haya tormentas dignas de recordar en esta ciudad.

El coche empieza a moverse.

–¡Mamá, ya nos vamos! –la niña habla y mira al viajero que le vuelve a sonreír.

–No van muy lejos, ¿verdad? –pregunta el viajero sin sopesar el tono imperativo de su interpelación.

La mujer responde con una seca negativa. El viajero decide no molestar. Se entretiene mirando el movimiento acompasado de los árboles que se extienden a ambos lados de la calzada por donde avanzan. Es llamativo que la distancia entre uno y otro sea tan simétrica. Juraría que se han alineado a la vez, bajo una orden precisa, cual militares.

Abre el diario sobre sus piernas. Lo primero que llama su atención es una foto en primera plana: los ministros Molotov, de Rusia, y Ribentropp, por Alemania, bajo la atenta mirada de Stalin. Encima un titular que remite a un pacto de paz entre las dos naciones, en apariencia irreconciliables. No presta atención a los sucesos locales, todos más o menos repetidos en cada ciudad del mundo. Lo más llamativo es aquel pacto firmado en Moscú. Siempre había creído que estas dos naciones eran incompatibles. No alcanza a comprender muy bien qué puede ganar Hitler aliándose con la nación que profesa la ideología que ha destruido Alemania, que le ha dado sus peores años.