Intermedialidad y Humanidades. Últimas inflexiones acerca del nuevo papel de la imagen en los estudios de nuestro tiempo

El título de nuestra convocatoria —Convergencia en las Artes— me obliga (en esta otra intención de título que un día he dado) a una apertura conceptual tan amplia, que se sitúa totalmente fuera de posibilidades.

En definitiva: no puedo comprometerme a revisar dichas “intermedialidades” (el cine, la imagen plástica serían las más destacadas de ellas) en su relación con las Humanidades. Apenas diré algo ya sabido sobre la relación que existe, ahora mismo —y más bien como conflicto, no como “confluencia”, a la que de un modo u otro se dirigen muchos de los textos que siguen—, entre la palabra y la imagen, entre el discurso textual y el transcurso icónico, que en la forma de audio-visual creo que se está imponiendo hoy en las aulas de nuestros días.

Lo hasta aquí procesado por la cultura actual permite formular ya una suerte de “ley” del giro visual, así como a interpretar los signos acentuados de lo que es la decadencia palpable del escrito. Y ello en un aspecto y con una incidencia que nos es particularmente cercana: el de la necesaria (re)consideración de lo que sería un nuevo campo de estudios humanísticos que estuviera puesto al día para atender la demanda de presente.

Vale decir: que habría de estar constituido en la plena posmodernidad, y que debería hacerse cargo de las consecuencias que la vivencia de un tiempo-ahora alcanza (especialmente en el espacio de las relaciones icónico-lingüísticas de que tratamos). La Carta sobre el Humanismo de Martin Heidegger revela hasta qué punto alcanza hoy la crisis de los valores humanísticos, y ello afecta fundamentalmente a los testimonios escritos del pasado; testimonios en los que tradicionalmente se han basado los estudios y centros de saber en los que, podemos decir, que de siempre ha gobernado un poder de lo textual o textualizado (HEIDEGGER, 2000).

Sin embargo, constituye una evidencia el hecho de que la emergencia de lo visible (por encima de lo legible); tal ubicuidad y omnipresencia hoy de la imago y sus solicitaciones, como veremos, obliga a lo que es una reconstrucción entera del espacio que ocupan los saberes humanísticos, en cuyo centro siempre tuvieron un lugar de privilegio las disciplinas de la palabra (sacralizadas en la forma del codex), manifestándose tradicionalmente de manera ancilar aquellas otras que se ocupaban de la imagen1.

De lo que tal vez se alcen como un ejemplo el propio libro de aquellos dos Filóstrato, el Joven y el Viejo, que se llamó Imagénes (Eikones) y en el que, de un modo explícito, se señalaba la vocación instrumental de la imagen a través del relato sobre el modo en que en la Nápoles de la época helenística, huyendo de pronunciar discursos en el foro ciudadano, se inventan las galerías de imágenes para formar en la palabra a las generaciones de jóvenes, quienes necesitarán de este “suplemento”, icónico, imaginal, para asimilar las abstrusas lecciones —discursivas, textuales— de la civilidad política, cuanto de la filosofía2.

La cuestión aquí permanece obstinada, y es importante para el futuro equilibrio interno de la estructura de un saber humanístico: ¿quién es, finalmente, el suplemento de quién en esta historia fundacional de la lectura comentada de imágenes? O, dicho ahora en los mismos términos que en su día fueron debatidos por Jacques Derrida (DERRRIDA, 1975). ¿De los dos sistemas de signos cuál actúa aquí y siempre ya de parergon? Una pregunta más: ¿Es la imagen lo que está fuera del texto a modo de un marco, de un contexto facilitador de un sentido; o es, más bien, es el propio texto el que sólo ilustra y acota parcialmente la imagen, cuyo infinito sentido siempre rebasa a aquél?3.

Quizá no haya necesidad de irse tan lejos en la resolución de esta espinosa quaestio; ni siquiera será preciso interrogar a los Filóstrato sobre ello, pues, al cabo, todo ha dado en que es, en efecto, la organización misma del capitalismo tardío, en estos momentos nuclearizado en torno a la masa crítica de la imagen espectacular4, lo que fuerza inevitablemente a la ascensión hacia la primacía del sistema simbólico general de la cultura de la imagen.

Es la propia peculiar forma de construcción del primer mundo en la actualidad, la que sitúa la imagen en el centro de la esfera de lo social; ahora ya, además, en la forma totalizadora (y totalitarista) de una ciber-óptica, que revela a su vez de su posición tanto a las realizaciones figurativas de arcaicos ordenes imaginarios que la preceden, como, también, a aquella superior manifestación de “legibilidad” alcanzada por dispositivos textuales como la novela o el periodismo escrito en el siglo XIX. Estos antiguos sistemas (como otros) ya no pueden seguir reclamando en el presente la misma autoridad. Pese a que, hasta hace poco, los tales eran tenidos como los medios de mayor alcance y difusión de toda la historia: de manera simultánea a como resultaban ser proclamados como los instrumentos cumbre en la creación de una “lectura de mundo”. Eran los únicos capaces de revelar algo sobre el significado del mundo.

Pero los días en que la escritura era el medio superior y privilegiado para acceder a la información y a la configuración de un sentido para la realidad, parece que, definitivamente, han pasado5.

En efecto, la imagen releva a la escritura en los escenarios donde se llevan a cabo las interpretaciones de mundo. Pero, al mismo tiempo, también relega a aquella otra a constituirse en su comentario; a actuar sólo en cuanto una “ilustración” de su propia capacidad expresivo-comunicativa. En realidad la imagen tout court fuerza a la escritura a una servidumbre; la dispone en una posición ancilar, subalterna, dado que la imagen reclama ahora, por encima del texto, nada menos que ser “el instrumento de análisis del mundo y el mejor soporte de la memoria [histórica]” (CHOAY, 2007).

La experiencia en los mundos académicos que podemos relatar acerca de esta situación, parece implementarse ante la nueva visibilidad con que se muestran los últimos acontecimientos históricos. Como si éstos, en su nueva desmesura y complejidad, sólo pudieran ser articulados en la constitución ambigua que supone la captación que de ello hace la imagen.

En todo caso, es lo cierto que los medios actuales de telecomunicación político-cultural, al establecer sus síntesis y lecturas de mundo apoyados prioritariamente en lo que es una “lógica de lo visual”, minimizan los dispositivos lecto-escritores, desbancando a la industria —pesada y lenta— del libro y, finalmente, acabarán sin duda por destronarlo de su lugar preeminente en la comunicación humana. Si es que todavía hoy lo tiene.

La enormidad a que están entregados los procesos comunicacionales contemporáneos, indudablemente se hace más legible en y a través de lo imaginal y visivo, antes que en la postulación que de lo mismo pueda llevarse a cabo a través de prácticas de escrituras (o sus correlatos orales, pues también cabe el decir que ha retrocedido la posición del oído como canal hermenéutico, objeto antaño, en las primeras edades de la humanidad, privilegiado).

En efecto, al paso mismo de los tiempos, puede que se halla hecho verdad el que “la vida moderna —como ha escrito recientemente un especialista de la cultura visual— se desarrolla toda ya, o lo sustancial y determinante de ella, en la pantalla” (MIRZOEFF, 2003:17). Metodológicamente se vislumbra ahora una vía de privilegio en el acceso a la dimensión histórica de lo humano, perteneciendo su clave, indudablemente, de nuevo al orden de lo icónico, de lo visual.

Es la intelección misma del pasado la que se realiza en mejores condiciones a través de objetos visivos; articulándose, sobre todo, y con prioridad, en cuanto representación de orden imaginal (con apoyaturas en lo oral-textual). Si nos preguntamos por la genealogía de esta supremacía última que ostenta lo visual en los diversos espacios académicos, adquirida a costa del poder de los discursos y del objeto escrito, diremos que fue el propio Walter Benjamín quien señaló el primero a esa misma imagen como aquello que no tardaría en ocupar el centro mismo de la vida histórica (y añadimos nosotros: y de su estudio)6.

En todo caso, la ubicuidad de las imágenes; su actual presencia espectralizada (condición que se da en el caso de la reciente expansión de las llamadas “imágenes incorpóreas”, que son captadas en “percepciones de sustitución”) en el campo de la óptica social, donde aquellas han terminado por formalizar una “cultura de la pantalla”, logra definitivamente desinstalar y arrebatar de su centro de gravedad ponderada a las culturas del escrito. Estas mismas fueron en otros días las poderosas y realmente significativas en el campo de la historia cultural, pero ahora pronto ya resultarán marginales enteramente en el contexto del llamado Tercer Entorno7.

Podemos incluso advertir que la novedosa irrupción de una verdadera implementación del régimen escópico —lo que ha sido la apertura a formas otras de visualidad–, termina también por desplazar aún más del propio plano de la novedad, de la búsqueda del novum (sobre lo que se funda la lógica cultural), a la organización de lo textual, que queda excluido de este vector de fuerte progreso, en razón de que apenas admite cambios trascendentales en lo que es su sistema de percepción y desciframiento8.

Lo que, como corolario, tiene otro efecto, que es por ahora el que nos interesa en adelante analizar aquí: el impacto que todo ello pueda tener en la reorganización de saberes y disciplinas habido en los últimos años.

En realidad, lo que ha venido a suceder en el espacio académico de las Humanidades, situado radicalmente ante su propia crisis por esta revolución epistémica, que se produce como consecuencia del “giro visual” instrumentado por la cultura postmoderna, es que hoy el campo de la antigua batalla se ha desplazado desde las competencias y pugnas de las propias prácticas simbólico-plásticas, por un lado, y las simbólico-discursivas y textuales (por otro), a lo que es el terreno especulativo hermenéutico y crítico de aquellas disciplinas que las soportan y las teorizan, abriendo una cierta frontera entre las mismas, y enfrentando duramente ambas formaciones por la hegemonía en el dominio del campo simbólico de la tradición de saberes, que denominamos como “de herencia humanística”.

Cuestión esta a la que nos dedicaremos en lo que sigue, según la intención contenida en el exergo y título de esta pequeña introducción o, mejor, inflexión (un cambio de tono), que pretende, ante todo, delinear el perfil de una crisis que se produce en estos tiempos en el contorno de lo que se ha denominado Estudios Humanísticos”.

Examinaremos por un momento esta situación polémica a la luz de un hecho reciente que ha sacudido la tradicional historia del arte, el cual supone, como veremos, un desafío nuevo a la estabilidad disciplinaria conseguida en pasadas fechas. Se trata del que se produce en la larga confrontación y escisión generada en el campo disciplinar que trata de la producción simbólica histórica, y que reposa (o reposaba) en una concepción que garantiza el estudio y estabilización jerarquizada de los objetos de cultura generados en el tiempo, así como en el discurso hermenéutico acerca de los contenidos del archivo de lo que —en cuanto valioso— debe permanecer en la memoria y actualizarse a cada época.

Ha podido ocurrir que el campo de saber historiográfico y artístico, ocupado antes con exclusividad por la “imagen de arte”, ha dado un paso decisivo, ampliándose de modo fantástico su objeto: ello hasta venir a acoger sin especificación en sus fronteras la vasta problemática actual de la imagen considerada ya en lo que es toda su extensión y potencialidades.

La primitiva, vieja, jerarquizada textualizada “historia del arte”, ha cedido el paso a otra formación o dominio de saber más vasto; la cual es, en general, la que se encargaría de dar cuenta ahora del total régimen escópico de la modernidad; de los modos de ver lo que se ve; en definitiva: de la construcción de la visión.

En esta perspectiva, lo que antiguamente se denominaba “historia del arte” inicia su transformación en una más general “cultura de la imagen” o Estudios culturales de la imagen. Siguiendo con ello la idea emancipatoria y deconstructivista que han adoptado los estudios culturales generales. No se trata tanto de una transformación, cuanto de la fundación de una verdadera “antidisciplina” que se encuentra en rebeldía contra los métodos y objetos —y también contra la ética de conocimiento— que presidían la antigua “historia del arte”9.

Lo que podemos interpretar como que lo que ha sucedido de importancia en el vector del análisis de las imágenes, es que su valor de amplio significado cultural se va abriendo paso por encima de su restringida estimación artístico-estética, que empieza a presentarse sólo como la reducción de aquél, constituyendo la cada día más limitada provincia o esfera de la estética. Y ello, sin duda, ha de tener sus consecuencias en el mundo de la enseñanza disciplinar

La imagen no aparece ya encerrada en sus fronteras de inmanencia solipsista, ni es objeto mucho menos clausurado al diálogo con su recreación y uso social, sino que, al contrario, existe y se constituye a la mirada moderna precisamente en función de esto último, que en definitiva es el “valor” y la apreciación que de su significado hace el campo social in extenso. Ello reclama entonces la emergencia y necesidad de puesta a punto de un dispositivo hermenéutico que se pueda hacer cargo del “estudio cultural de la mirada”.

Como escribe a este propósito la crítica de arte española Ana María Guasch: “Cada obra [imagen] contribuye a estructurar el entorno cultural y social en el que está localizada”. Y eso es lo importante de ella. La imagen, en efecto, toda imagen, no representa en realidad, sino que más bien “construye”, y en todo caso da forma a una perspectiva sobre el espacio social, y en virtud de ello le presta su existencia y su determinada cohesión. Toda imagen resultará, entonces, valiosa, puesta en esa perspectiva, mientras será objeto de la construcción de su sentido por los estudios nuevos que la adopten como objeto.

Este proceso, que arruina la primitiva constitución historicista del saber al que hasta ahora hemos conocido como “historia del arte” (a la que solo le importaba considerar los objetos privilegiados de un determinado régimen de producción), ha contribuido además poderosamente al proceso de desdibujar la orgullosa esfera autónoma del arte; a, digámoslo así: a disolverla en la vida, por medio de la proclamación de su radical impureza y compromiso con las formaciones de las élites artísticas.

El arte plástico —es una total evidencia— hoy se dispersa en el seno de la construcción de una cultura material epocal, en particular en el mundo de la publicidad, perdiendo con ello sus antiguas señas de identidad y sus propios instrumentales de reconocimiento, dejando quizás en posición solitaria a los museos, en cuanto que, de facto, son los exclusivos custodios de unas “antiguas” obras de arte, retiradas de todo uso social.

El concepto de arte autónomo ya va siendo, hegelianamente dicho: “cosa de otros días”; en su lugar asistimos al proceso de la dilución de las prácticas productoras de significado cultural en la más vasta constelación del resto de prácticas de producción visual, a su vez difusamente estetizadas e informadas auráticamente por los viejos modelos artísticos, del que beben tales producciones (cuales puedan ser ahora mismo las formaciones culturales pertenecientes al campo expresivo del graffiti, las performance o los tatuajes corporales, entre otras proliferantes variedades de construcción imaginal).

De este modo, las primitivas imágenes de un arte antaño consagrado o “alto” se vuelven a una matriz común, que ahora deben compartir con el resto de las producciones culturales imaginales, low culture, convirtiéndose así en el objeto necesario de un nuevo saber. Por lo tanto, también lo hacen de nuevas disciplinas que al final puedan dar cuenta de tal fantástica ampliación, convertida en un “campo expandido” infinitamente10.

Este venir a disolverse en una generalidad sin restricción de antiguos territorios acotados, es la que, al cabo, queda contenida a su modo en la expresión “muerte del arte”. Tal concepto significa en realidad el fin de un régimen de privilegio, y el comienzo para un acceso masivo y desregularizado a los objetos de significado cultural, que ya no se pueden considerar en modo alguno como “patrimoniales”11. Y que deben ser los nuevos objetos de estudio.

Fracasa, en definitiva, aquella red de cautelas instrumentadas por Emmanuel Kant, en su Crítica de la razón pura, y que había sido intención del filósofo el separar drásticamente al arte de lo que constituye el resto de objetos culturales producidos por una sociedad en un momento dado.

Ello fuerza en consecuencia a que un mismo y sólo campo deba necesariamente abrazar ahora lo que es el espectro total de las imágenes producidas por una cultura particular en un momento específico de su devenir, sin privilegiar en concreto ninguna de sus regiones, y menos por criterios estéticos, los cuales han quedado finalmente obsoletos o han sido desvelados en cuanto puros dispositivos de territorialización jerárquica instituidos por élites sociales de privilegio.

Por consiguiente, no es aventurado pensar que, de facto, en las calificadas como “sociedades de masas”, las obras de arte del pasado se vuelven poco a poco ininteligibles, sujetas sólo a una admiración acrítica y alienada, basada primordialmente en su capacidad de constituirse en espectáculo12. Como escribe Arnold Hauser, en su poco citada obra ¿Estamos ante el fin del arte?: “Por ‵fin del arte′ ha de entenderse un momento en que las obras maestras existentes han perdido su significación decisiva y determinante para el desarrollo ulterior” (HAUSER, 1983).

“Muerte del arte”, como punto final también para el humanismo tal y como era entendido este en un “antiguo régimen”13, en efecto. A todo lo cual ahora debemos añadir la idea pareja de “muerte del artista”, o deconstrucción final en nuestros días de las mitologías asociadas a la autoría de la obra.

Lo que antaño se atribuía al genio del creador caracterizado, y lo que en otros días del pasado cobraba valoración, precisamente por ser el trabajo de un solo sujeto sobreelevado del común de sus congéneres históricos, y ello debido a ser, de alguna manera, elegido como la conciencia representativa de los mismos (a modo de “catalizador” de sus imaginarios), tiende hoy a reconsiderarse.

En todo caso: el valor de la obra no se encuentra ya depositado en su momento inaugural o genealógico, ni enraizado en la personalidad de su primer creador, sino que dicho valor lo adquiere ahora en su mismo paso por el discurrir de la historia; por su desenvolver el significado mismo de aquello que la crea como construcción enteramente cultural, situándose, entonces, en dependencia estrecha del espacio de su recepción.

Resulta ser, en el hoy, la propia riqueza de las posibilidades expandidas en todas direcciones de la comunicación visual, la que contribuye decisivamente a difuminar en su ámbito a todo lo que, antes, bajo el marchamo de “arte”, se encontraba rigurosamente separado de la vida, y era por tanto accesible solamente para los poseedores de sus protocolos de interpretación.

La imagen anónima, la imagen colectiva, la imagen casual y, sobre todo, las imágenes construidas sin intencionalidad estética o narcisística y psicoanalítica expresa, triunfan hoy por sobre todas aquellas otras elaboradas en el secreto taller del antiguo “hechicero” de la tribu: el artista.

Lo colectivo, lo social diverso prima ahora en la consideración por encima de todo lo que es individual y atribuido, lo cual tiende a ser comprendido solamente una vez que es reescrito en su matriz social específica. Ello revela en cierto aspecto lo que es la declinación de la estrella del sujeto humanístico, y supone la realización cumplida de lo implícitamente advertido por el propio José Ortega y Gasset en La deshumanización del arte, que, en todo caso, hay que entender como el anuncio de un fin de régimen para la estética asociada al idealismo humanista, y el comienzo —años 20 y 30 del siglo XX–, de su verdadera “crisis” (ello desde que acaeciera la emergencia misma de su postulación a comienzos del siglo XVI).

Tal proceso descrito en sus grandes rasgos, en cuanto forma parte del paisaje de la realidad y de los mundos de la vida actuales, arrastra o arrastrará también a la organización disciplinar que atiende a su análisis y conceptualización, y que gira ahora hacia un nuevo espacio de saber al que llamamos Estudios culturales. Dominios del saber en que las antiguas relaciones entre las disciplinas cambian ahora por completo de orientación y, en consecuencia, se produce una debilitación de aquellas que encarnan en los documentos textuales, en los archivos de la letra posicionados en situación de pérdida frente a los repletados archivos de la imagen.

La lógica del capitalismo tardío o avanzado, en este punto, termina por imponerse en el espacio social con una firmeza que arrebata a las formaciones sobrevivientes y a los órdenes simbólicos arcaicos todo su fundamento de ser14.

Los debates cerrados, los consumos restringidos, las interpretaciones esotéricas heredadas de la práctica de la lectura, son devueltas hoy a su matriz decisiva (y acaso última, pues integra ya en sí al total de lo social): se trata de la esfera pública, convertida en los últimos tiempos en el lugar y en el hogar del tránsito de las cosas sin restricción, ni interdicto alguno. Allí, en el interior de esa esfera de lo público —y, también, Gran Mercado del Mundo–, lo que se produce es el consenso sobre el consumo que las cosas deben tener. Es ese el lugar último y tribunal postrero de la negociación: una escena en que se genera la atribución del valor y significado de las cosas, y también el espacio natural que toda producción simbólica se da a sí misma en cuanto que la considera instancia única de la superior decisión.

Una actual estetización general, masiva y democrática, de las imágenes del mundo habría pues aniquilado el sentido de un arte “superior” o elevado, y dado por concluida la relación privilegiada de éste con la “verdad”, al mismo tiempo que desacredita las formaciones que provienen del texto15.

Mientras, la propia cuestión de lo “bello”, y acaso también la de lo sublime, se vuelven irrelevantes, abriendo de este modo el paso a una más general y potente epistemología del ver en general o de la construcción social de la visión16, que tiene su momento historicista-académico en la formación de saber disciplinaria que se ocupará de la “arqueología de la mirada”, del paisaje arcaico que presentan las imágenes históricas, antes de la era de su paso definitivo a la digitalización y a lo que es la transformación de sus coordenadas.

Tal desinvestimiento de privilegios simbólicos y, en realidad, lo que viene a representar una suerte de fin de régimen para el arte “elevado”, habría venido siendo anunciada por las mismas vanguardias que, en el caso de la música, preconizaron ya tempranamente la llegada imparable de una “música de mobiliario”, cuya presencia sería en el futuro comparable a la de la manifestación de superficial estetización que tiene el papel pintado en la pared. Podríamos recoger como premonitoria, efectivamente, aquella observación de Arthur Honegger: “Nuestras artes se van, se alejan… temo que la música sea la primera en desaparecer. Cuanto más miro a mi alrededor, más la veo desviarse de su vocación: la magia, el encantamiento, esa solemnidad que debe envolver la manifestación artística”17.

En todo caso, de manera inminente a lo que asistimos en este momento en el debate crítico es a la presentación y puesta en escena de una suerte de “muerte del arte”, o fin de régimen para los objetos privilegiados de la visión18. Momento en el que, cumplida su misión, e, incluso rebasadas ya sus últimas emergencias históricas en tanto que praxis revolucionaria y radicalización de la teoría crítica, el arte se habría disuelto sin fronteras en la corriente de la vida, y ya no constituiría más esa especial posición desde la cual se hacía posible, a través de él, la toma de autoconsciencia19. En consecuencia, deben cambiar las formaciones académicas que atienden de antiguo a su preservación y enseñanza.

La posición singular, solitaria, elevada que el arte hasta este momento habría tenido, es, en efecto, como habría advertido Hegel, ya “cosa de otros tiempos”.

Resultan entonces ser fenómenos concomitantes, por un lado, éste de la muerte o fin del arte acotado y exclusivista, y por otro el que concurre en la actual agresiva afirmación de un campo de estudio, que mediante un acto imperialista y arriesgado convierte automáticamente en objeto de la disciplina toda la producción social de la imagen.

La formación académica resultante —a la que provisionalmente bien podemos denominar Estudios de Cultura de la Imagen–, desde lo que fue su centro originario en la universidad americana, se ha convertido ya en la nueva estrella rutilante en el cielo de los estudios de Humanidades por doquier. No se trata, en todo caso, de una operación de partogénesis, sino de un movimiento a partir del cual un campo de estudio crece y engloba la unidad inferior de la que partía.

Podemos decir así que la historia del arte formalizada, núcleo originario en los últimos doscientos años de una historia del objeto artístico (que subsidiariamente se enfrentaba a una homóloga historia de la literatura/filología que, por otra parte, realizaba su praxis sobre un canon selecto de textos —y únicamente sobre ellos–), ha sido definitivamente englobada en una superior unidad, que en cierto modo la anula, o, en todo caso, la desplaza con consecuencias en el plano del reparto de disciplinas. De nuevo, ello concluye en los estudios de cultura de la imagen.

Se trata de los Estudios Visuales (E.V.) que se dan por objeto la producción imaginista generada sin recortes en lo social. Esta nueva cultura visual no sería otra cosa sino el precipitado, la consecuencia misma del “encuentro” —como escribe Nicholas Mirzoeff— “de la modernidad con la vida cotidiana” (MIRZOEFF, 2003: 101).

Frente a tal unidad “superior” así gestada, en realidad, la historia de las artes plásticas, concebida al antiguo modo como historia de los objetos eminentes que habían pasado a formar parte del archivo cultural, no constituye ya hoy sino una “provincia”, una parte necesariamente integrada en el conjunto superior que forman unos estudios que han ampliado infinitamente el radio de su atención. La nueva praxis hermenéutica parte, pues, de un reconocimiento expreso: el de que al presente resulta imposible separar los objetos visuales artísticos de otro tipo de imágenes o realizaciones que no tienen en modo alguno esa determinación.

Falta de criterio de discriminación en un universo de dobles y simulacros, la formación científica parece haberse así rendido a la evidencia, y haber comenzado a desarticular el viejo paradigma disciplinario de atención a un objeto exclusivista sobre el que estaba montada toda su misión20. La vieja historia del arte se transforma lentamente en una “historia de las imágenes”, abandonando sus fundamentos textualistas.21

En efecto, el nuevo estudio de la imagen, sin más especificaciones ni fronteras en su interior, se reorganiza ahora diciéndole adiós a la hasta hoy todopoderosa metodología historicista cuyo instrumental ha empleado en su análisis. En lugar de ello —de ese corte diacrónico que siempre impone el modelo académico, como reflejo que es de una voluntad de “hacer historia”–, la imagen se reintegra en el campo antropológico, donde se revela su pura sincronía, su inmediatez funcional, su conexión directa con los “hechos de vida”, y, en definitiva, su contribución mayor a la formalización de la nueva “ciudad democrática”.

Cabe decir aquí, como apostilla, que el trabajo desrealizador de la esfera del arte autónomo, que llevó a cabo con excelencia un Marcel Duchamp el primero de todos, tiene mucho que ver con la situación actual que tratamos de describir. Situación de vida en la que un objeto privilegiado y la formación científica que lo ha legitimado en la historia inician su retroceso, mientras cede definitivamente el interés social hacia este objeto puro, y se desplaza la atención hacia otras prácticas más abiertas y omnicomprensivas para con lo que es la nueva situación creada. En efecto, y a estos efectos, entramos en un régimen “enfriado”, en una era postaurática de la que las formaciones académicas y los curricula universitarios habrán de dar cuenta22.

Martín Jay ha sustantivado el registro de operaciones deconstructivas en que se inscribe el ciclo de trabajo conceptual como el de un Marcel Duchamp23. En efecto, el artista francés (el más influyente en el panorama artístico de nuestro tiempo) abre el camino del desinterés por “lo estético”, que conllevaba el discurso del canon, hoy combatido y pulverizado y que ya no se ofrece más como objeto de una búsqueda contemporánea altamente especializada. Marcel Duchamp —los “duchampianos” de toda hora24–, pues, desafían la institución diferenciada del arte, y se evaden y sacan también sus producciones del campo artístico, en que éstas tradicionalmente venían jugando.

La imagen abandona sus antiguos depósitos y archivos de cultura valiosa, bajo el nuevo objetivo de alcanzar su más propio sentido en el fluir de la vida cotidiana, enfrentada ahora a los tiempos estancos y a los mismos protocolos de excepción que su simple observación cultual había antes reclamado. De ello deberían dar cuenta las formaciones académicas en proceso de remodelación.

Con el borrado minucioso de las fronteras de lo culto y lo popular, de lo escrito y lo icónico, y también rechazando visceralmente el complejo de la singularidad —del unnicum —, del que vienen a ocuparse las artes del original, el nuevo tiempo ha dado un paso decisivo a favor de la simulación25, mientras se adentra decididamente en el régimen de los dobles, los falsos, las parodias, la copia y, en general, la “perversión” misma de la imagen26.

Mutación del valor y, también, de la posición misma de lo icónico en el contexto de lo social, que, además, ha visto reduplicado el efecto de su estatuto espectral con lo que es la posibilidad de lo incorpóreo, lo virtual, fractal u hologramático27. En definitiva, con el mundo que ha alumbrado la post-fotografía, cuyos objetos apuntan a un tecno-sublime, a una sublimidad de la imagen conseguida ahora por vía tecnológica28.

En estas condiciones históricas, la palabra —oral o escrita— pierde su antigua posición de privilegio, y obliga al resto de saberes humanísticos, y del mismo modo a las disciplinas que los formalizan, a una nueva redistribución de sus específicas tareas.

En eso estamos.