Hoy estoy de nuevo sola. Pierre tiene mucho trabajo por estos días. Diciembre es el único mes en que el francés tira la casa por la ventana: cenas, champaña, regalos de Navidad, regalos de fin de año. Y Pierre, como buen hombre de negocios, trabaja en diciembre hasta veinte horas al día. Duerme entre tres y cuatro horas al amanecer; a las diez sale a la oficina donde se encarga de la contabilidad de tres restaurantes, dos tiendas y una discoteca; regresa a las siete para bañarse, comer y volver a los negocios hasta las cinco de la madrugada. Mientras, yo invierto el tiempo viendo unos tontos programas de televisión; una, no menos tonta colección de películas del espacio, y un montón de revistas de modas.
La ciudad me ofrece el goce de la soledad, pero de pronto extraño mi pueblo viejo, descascarado, sus turbas escandalosas y risueñas; la mirada lasciva de los hombres. Sólo cuando me tropiezo con un latino, mi pecho se agita. En él está mi lengua, mi sangre cálida, mi pasión desmedida. Hoy tengo ganas de caminar, como aquella noche en que lo encontré. Pero me aterra pensar que aún no se haya suicidado, que me pregunte por qué me fui corriendo mientras sus lágrimas se hacían escarcha sobre la tumba. Tengo vergüenza de que sepa que sigo siendo la misma.
Hace ya un año, una noche como ésta, saturada del aburrimiento me fui a recorrer el viejo París. Caminé bajo un frío de espanto hasta el bulevar de Montparnasse. Los pocos transeúntes, a esa hora, caminaban aprisa y se metían en los túneles del metro, a punto de cerrar. Sólo un hombre alto y delgado parecía estar ajeno a la urgencia. Cantaba un tango llorón y melancólico. Caminamos juntos durante un tiempo en que él pareció no percatarse de mi compañía.
–También tienes problemas del alma, nena –me dijo con la certeza de que no lo comprendía, sin tan siquiera mirarme.
–No, intento curarlos.
Se detuvo y por primera vez me miró a la cara. Mantuvo durante algunos segundos la boca abierta y apartó el pelo de mi frente.
–¿Eres real?
–No, soy el fantasma de mí misma.
–Menos mal que llegaste, nena. Ahora mismo pensaba suicidarme.
–¿Crees que pueda cambiar algo?
–Me siento una mierda en esta maldita ciudad. Hace unos años que llegué con el sueño de todo el que viene: conquistar París significa conquistar al mundo. Ésa es la leyenda, pero la realidad es otra. Este mundo ya está conquistado. Aquí soy un inmigrante más, como el árabe que pone bombas en los tachos de basura, el negro que exhibe sus pelotas en Pigalle, o los gitanos que te corta el cuello en pleno Montmartre. Un día pensé que nuestros países, hartos de dictaduras, eran el paradigma de la barbarie. Por eso me vine a la Ciudad Luz; a la única, real y verdadera democracia. Vine de un país donde no estar de acuerdo con el caudillo de turno te podría costar la vida. Aquí te puedes cagar en la madre de Jaques Chirac y a nadie le importa. La gente no te mira a los ojos para no saber qué necesitas; no tienen hijos porque no les alcanza el dinero para la institutriz, y se compran un perro que los acompaña cada noche a la mesa, al trabajo, a su paso por la vida. ¿Habrá peor barbarie?
–No me importa cómo vive esta gente, sino cómo me dejan vivir.
No dijo nada. Tenía la impresión de que no me escuchaba. Y me alegraba, no quería discutir, sólo intentaba apaciguar la soledad. Volvimos a caminar en silencio hacia el este. El bulevar estaba desierto, los árboles deshojados se alzaban negros de la contaminación; erizados fantasmas contra la soledad. Sólo algún que otro taxi parisién interrumpe el silencio como evidencia de otra vida. Justo frente a la majestuosa torre de cristal de Montparnasse, volvió a hablar:
–¿Conoces a Vallejo? –me dijo mirando al cielo plomizo del amanecer.
–¿A quién?
–Vallejo, el poeta.
–He oído hablar de él.
–Vive aquí cerca.
–¿Vive? ¿Ése no estaba muerto?
–No, el sólo nació un día que Dios estuvo enfermo.
Y no entendí. No supe si hablaba en serio. Yo juraba que ese señor ya había muerto.
Subimos hasta la avenida del Maine. Un rato después doblamos a la izquierda. Caminamos tiritando junto a un muro de piedras grises que se perdía en la garganta oscura de una callejuela. El hombre se detuvo frente a una verja.
–Tendremos que saltar.