No sabía qué le había causado tan profunda impresión. Quizá fuera a causa de algo indefinible que se desprendía de su persona por sus modales suaves y pausados, de su andar, muy sui generis, que nunca había observado en otras chicas, y también, sin duda, por la hermosura de su ebúrneo rostro a menudo oculto por la negra melena de azabache que le caía hasta los hombros.
Aquel martes 6 de noviembre de 1962 quedaba un sitio libre precisamente delante de la joven. José Luis se acercó y le preguntó, en buen francés, aunque con marcado acento extranjero:
–Señorita, ¿permite que me siente aquí?
La joven sonrió y contestó en perfecto francés.
–Por favor, no faltaba más, siéntese.
Nunca la había visto tan de cerca, pero la vista valía la pena. La cara era un óvalo perfecto en el que los ojos, la nariz y la boca estaban dibujados sin error.
La madre Naturaleza se había esmerado en ella. La mirada profunda de unos grandes ojos negros, la nariz derecha, fina y más bien pequeña, la hermosa y pulposa boca que recordaba, según las palabras que pronunciaba, una mariposa o una flor, producía gran impresión en todos los chicos –y no tan chicos–que hablaban con ella. José Luis después de pensar que esa cara le recordaba a la Blancanieves de Walt Disney se dijo que sería mejor no mirarla con tanta insistencia. Por fin le dijo:
–Eres francesa, ¿no es cierto?
No sabía cómo la joven iba a tomar el tuteo. En realidad todavía no conocía bien a los franceses ya que sólo hacía poco más de un mes que estaba en París.
–Sí, y tú… ¿Eres italiano? ¿Español? ¿Griego?…
José Luis, para evitar que la chica citara los nombres de todos los países de la cuenca mediterránea, le dijo riendo:
–Soy español, de Madrid. Me llamo José Luis. ¿Y tú?
–Me llamo Carole. ¿Has venido a París a estudiar francés?
–No –contestó José Luis–, soy actuario, vine a preparar un doctorado en ciencias actuariales en la ENASS.
Carole lo miró extrañada. Jamás había oído hablar de esa carrera ni de esa escuela. Pensó que a lo mejor el joven se estaba burlando de ella pero, para no parecer ignorante, dijo:
–Pues yo estudio Historia. Aquí cerca, en la Sorbona. Ahora discúlpame pero tengo que marcharme, tengo clase.
–¡Qué lástima! Me hubiera gustado invitarte a un café –dijo José Luis–. Hay lugares agradables cerca de aquí en el bulevar Saint-Germain o en la calle Buci. ¿Otro día quizá?
Carole lo miró atentamente; parecía vacilar, mas al ver la mirada clara y limpia del joven José Luis, contestó:
–¿Por qué no? Siempre vengo a almorzar aquí a la una. Los jueves no tengo clase por la tarde así que a lo mejor un jueves… Hasta luego.
–Hasta luego –respondió José Luis.
El joven terminó su almuerzo y salió del comedor universitario. Siguió por el bulevar Saint-Germain hasta la calle de Rennes, donde torció a la izquierda. Anduvo hasta la calle Vieux Colombier en la cual había alquilado una habitación abuhardillada en el sexto piso sin ascensor de un edificio que hacía esquina con la calle Madame, muy cerca de la plaza San Sulpicio.
A los veintidós años se puede subir hasta lo alto una escalera como aquella de dos en dos. Así lo hacía siempre José Luis.
Al llegar al sexto, una puerta que siempre estaba cerrada con llave –pero que se podía abrir sin ella desde dentro–daba a una especie de recibidor, bastante amplio. En cada uno de los lados adyacentes de dicho recibidor había puertas de madera lacadas de blanco, numeradas del uno al cinco; eran los antiguos cuartos de criados convertidos ahora en cuartos de estudiantes, tres daban a Vieux Colombier y dos a Madame. En la pared que se hallaba frente a los cuartos que daban a Vieux Colombier otra puerta, más pequeña, daba a un pasillo que tenía tres puertas a un lado y dos del otro, numeradas también del uno al cinco, cada puerta daba acceso a un pequeño local donde había un retrete, un lavabo y una ducha con agua fría y caliente todo el día, grandísimo lujo en el París de aquellos años. Había también un armario bastante grande para que los inquilinos guardaran toallas, jabones y alguna ropa que les permitiera vestirse de limpio después de haber tomado una ducha sin tener necesidad de volver a la habitación.
Los cuartos, empapelados correctamente con un papel pintado amarillo claro y florecitas de colores, tendrían una superficie de unos veinte metros cuadrados. Tenían calefacción central del edificio y el radiador, inmenso, de hierro forjado se hallaba debajo de la ventana. Cerca de dicha ventana el techo era más bajo así que, si quería mirar por ella, un hombre de 1,70 metros tenía que bajar la cabeza y José Luis medía 1,75m…
La habitación disponía de una cama de hierro, de tipo militar, de 90 centímetros de ancho; de una mesita de noche con una tableta de mármol sobre la cual había una lamparita de bronce cuya base representaba una sirena; un escritorio de poco menos de un metro cuadrado y dos sillas. Había también un fregadero pequeño junto al cual se hallaba una tabla de formica que permitía la presencia de una placa eléctrica con dos hornillas –el gas estaba terminantemente prohibido según el contrato de alquiler para evitar incendios–era pues posible calentar agua en la habitación para hacer té, café o preparar algunos platos sencillos. En las paredes, unos estantes de madera permitían colocar buen número de libros.
José Luis tenía la suerte de haber nacido en una familia pudiente, gracias a la cual, después de sus estudios en Madrid, pudo ir a París a especializarse en ciencias actuariales y vivir en condiciones que muchos estudiantes franceses habrían podido envidiar.
Al entrar en su habitación se tumbó en la cama. No tenía ganas de escribirle a Clara, su novia, a pesar de que al salir de España le había prometido escribir con frecuencia. Ella sí que le escribía muy a menudo. Cada semana recibía como mínimo tres cartas, insulsas, llenas de consejos pueriles: “No te olvides de ir a comulgar los domingos”… “ten cuidado con el ambiente inmoral de esa ciudad”… “ten siempre presente la importancia de nuestros valores espirituales”…
En España, a causa del Nacional Catolicismo ambiente, al hablar con Clara no notaba la insipidez ni la vacuidad de tales razones que, además, se oían por todas partes, pero al leerlas, después de un mes de estar en un mundo donde circulaban otras ideas, después de hablar con otros jóvenes de su edad, empezaba a encontrar aburridísimas esas cartas y ya contestaba con menos frecuencia.
Volvió a pensar en Carole… ¡Qué bonita era! Ahora sabía su nombre, ella sabía el suyo. Le hubiera gustado volver a verla el día siguiente pero se decía que no era una buena estrategia; la chica podría sentirse acosada y desaparecer en la inmensa ciudad, había muchos otros comedores universitarios y, si ella quisiera, más nunca podría encontrarla. Era preciso tener paciencia. Pasado mañana era jueves, si lograba verla como hoy, la invitaría a tomar un café, quizá aceptara.
Estuvo así, soñando despierto hasta las cuatro cuando se dijo que tenía que levantarse, tomar una ducha y ponerse a estudiar. Habían dado un capítulo muy teórico sobre la dependencia estocástica y la correlación con aplicación a la probabilidad de las causas y quería entenderlo bien. En Madrid, el año pasado, había visto algo de eso pero casi sin teoría. Sólo le habían dado fórmulas y luego ejercicios que se pegaban a esas fórmulas. Sí, muy difíciles y teóricos le parecían estos estudios en Francia.
El jueves, al salir de la ENASS, José Luis tomó el metro en Saint-Georges y se apeó en Sèvres–Babylone desde donde fue a pie hasta el comedor de Mabillon.
Era la una menos veinticinco, demasiado temprano para Carole. Estaba seguro de que todavía no había llegado al refectorio estudiantil. Lo mejor era cruzar la calle y observar la entrada desde algún portal donde ella no pudiera verle. Y si ya había entrado… ¿qué más daba? Esperaría hasta que saliera e iría entonces a su encuentro como si se topara de casualidad con ella.
Había bajado la temperatura y soplaba un viento del Este bastante recio pero un madrileño como él no se iba a desanimar por ese viento, por recio que fuera, ni por una temperatura de uno o dos grados centígrados.
No tuvo que esperar mucho, acababa de mirar su reloj que daba la una menos cuarto cuando la vio, por la acera de enfrente, como se acercaba a la puerta del comedor.
Carole andaba con paso firme, rápido, sin mirar a su lado. Llevaba un abrigo de lana azul y una bufanda amarilla que ponía de realce su pelo negro azabache.
Esperó a que entrara y cruzó la calle corriendo; ejercicio peligroso en París. Al entrar vio a Carole en la cola. Sólo dos o tres estudiantes le separaban de ella. No necesitaba gritar, bastaba con que alzara un poco la voz:
–Carole –dijo
La chica se volvió y lo saludó:
–Hola José Luis.
Al joven le agradó comprobar que la muchacha no había olvidado su nombre y le preguntó:
–¿Me guardas una silla a tu lado?
–Sí, si quieres.
Le tocó el turno a la chica, recogió los platos que le sirvió la empleada, los puso en la bandeja y se fue a una mesa al fondo del comedor donde quedaban varias sillas libres. Pocos minutos después llegó José Luis.
–Gracias por haberme guardado la silla –dijo el joven español.
–No hay asientos numerados –bromeó Carole, y añadió–, ya sé lo que son las ciencias actuariales; es el estudio de estadística y de cálculo de probabilidades aplicados a los problemas de seguros, finanzas y tal. Confieso que no sabía lo que era y el martes me sentí muy tonta cuando me dijiste que estudiabas eso.
–Muy poca gente sabe lo que es –dijo José Luis, halagado al ver que la chica se había informado acerca de sus estudios–, lo que les interesa de un seguro es tener una buena póliza, barata si posible, sin darse cuenta de que lo que se paga depende del riesgo e ignoran, claro está, que es muy importante y también muy difícil saber calcularlo correctamente –explicó.
Mientras almorzaban, hablaron de varios temas, la mayoría superficiales como el invierno que se acercaba, la cocina española, la francesa… Según parecía, Carole era una excelente cocinera. Al final del almuerzo José Luis dijo:
–Hoy es jueves.
–Lo sé –replicó Carole–. Como todos los jueves, hoy tuvimos clase de Historia Medieval. El profesor nos habló de la fundación de la Sorbona. Es emocionante pensar que sabios como Tomás de Aquino enseñaron aquí en el siglo XIII…
–También sé que los jueves por la tarde no tienes clases y quizá pudiéramos beber un café juntos –la interrumpió José Luis.
Carole lo miró con aire dubitativo, vaciló un momento y por fin dijo:
–De acuerdo. Con mucho gusto pero aunque no tengo clase no tengo mucho tiempo. Le prometí a mi tía, que no trabaja esta tarde, que la acompañaría al Printemps y a las Galeries Lafayette; quiere hacer unas compras…
–Así que tiene familia en París –pensó José Luis, luego le preguntó–. ¿A qué hora quedaste en pasar a buscarla?
–A las dos –contestó la chica–. Y ya son más de la una y media.
–¿Vive lejos tu tía? –preguntó el joven español.
–No, muy cerca, a menos de cinco minutos.
–Eso nos deja unos veinte minutos, si quieres vamos al Trois Pies que está casi enfrente.
–Vale –contestó la joven.