La historia del extranjero

Un hombre así, con ese cargo, tiene que estar luchando continuamente, ni que decir tiene. La gente se peleaba con frecuencia, y una vez, al intentar separar a un par de individuos que se daban de puñetazos con mucha afición, recibí yo también mi dosis. Se trataba de un buen sujeto al que llamaban Hércules. Me dejó tendido de un trompazo en la cabeza que hizo crujir mi cráneo, como si fuese a abrirse y a esparcir el cerebro por el suelo. El mundo se oscureció completamente y ya no sentí ni supe nada más, por lo menos durante un rato.

Cuando volví en mí me hallé sentado debajo de un roble, en la hierba, ante un hermoso y extenso paisaje para mí solo… Digo mal; no en absoluto para mi uso particular, pues había un individuo montado a caballo, mirándome fijamente… Un sujeto que parecía recién salido de un libro de estampas.

Iba vestido con una antigua armadura de hierro y llevaba en la cabeza un yelmo en forma de alfiletero, con hendiduras en la parte delantera. Llevaba también un escudo, una espada y una prodigiosa lanza. Su caballo iba, asimismo, protegido por una armadura, en la parte de la frente y del pecho, con riendas encarnadas y gualdrapa verde en la grupa, que casi tocaba el suelo y que hacía pensar en la colcha de una cama.

–Noble caballero –me dijo el individuo de la armadura–. ¿Queréis justar conmigo?

–¿Si quiero qué…?

–Probar vuestras armas por una dama, por un país, o por cualquier otra cosa parecida…

–¿Qué broma es ésa? –repliqué–. ¡Vuélvase usted a su circo o le haré detener!

Como respuesta, aquel hombre retrocedió unas doscientas yardas y luego, inclinando la cabeza hasta que su yelmo tocó el cuello del caballo, se dirigió a todo galope rectamente contra mí, lanza en ristre. Comprendí que venía decidido a ensartarme, así fue que, cuando llegó, ya me había encaramado al árbol.

Enojado por mi conducta, aseguró que yo le pertenecía y que era cautivo de su lanza.

No cesaba de argumentar, apoyado en el supremo razonamiento de su fuerza, de manera que creí que lo más sensato sería seguirle la corriente. Llegamos a un acuerdo: yo iría con él, y él, a su vez, no me causaría ningún daño.

Descendí del árbol y emprendí el camino, andando al lado del caballo a través de cañadas y de arroyuelos que yo no recordaba haber visto antes, lo cual me dejaba perplejo y maravillado. Es más; no llegamos a ningún circo ni a nada que se le pareciese. Dejé de lado, pues, la idea de un circo, y supuse que el tal sujeto debía de haberse fugado de algún manicomio.

Pero tampoco llegamos a ningún manicomio, así es que comencé a inquietarme. Le pregunté a cuánto nos hallábamos de Hartford, a lo cual él me respondió que nunca había oído aquel nombre. Pensé que mentía, pero hice como que no me daba cuenta.

Al cabo de una hora divisamos a lo lejos una ciudad en el fondo de un valle, a la orilla de un río, y detrás, en una colina, una vasta fortaleza gris, con torres y torreones, la primera que veía fuera de los libros.

–¿Bridgeport? –pregunté, señalando hacia el valle.

–Camelot –me contestó.

El narrador comenzó a dar señales de sueño. Hizo un movimiento con la cabeza y con una sonrisa muy suya, muy patética y anticuada, dijo:

–No puedo continuar… Pero venga conmigo… Lo tengo todo escrito y podrá leerlo si le interesa.

Una vez en su cuarto, añadió:

–Al principio redacté un diario, pero después, en el transcurso de los años, lo convertí en un libro. ¡Cuánto hace de eso!

Me entregó el manuscrito y me señaló el sitio donde tenía que leer.

–Empiece por aquí –indicó–, porque lo anterior ya se lo he contado.

El extranjero acabó por dormirse. Le oí murmurar:

–¡Que Dios os conceda un buen refugio, caballero…!

Me senté al lado de la chimenea y examiné mi tesoro. La primera parte del libro, la más extensa, en realidad, estaba escrita sobre pergamino, amarillento ya por la acción de los siglos. Examiné atentamente una hoja y vi que era un palimpsesto. Debajo de la escritura del historiador yanqui aparecían trazas de la escritura de otro manuscrito…, palabras y medias frases en latín, que, evidentemente, formaban parte de antiguas leyendas monacales.

Busqué el sitio que me señaló el extranjero y comencé a leer lo que sigue.