La integridad del Marqués…

La integridad del Marqués

 

Incineraron el cadáver del marqués.

Después de la incineración quedó al descubierto que las cenizas no se habían esparcido.

Subsistía un cuerpo de cenizas idéntico al del marqués.

Los amigos que asistían a la ceremonia concluyeron:

–Es un hombre íntegro. La muerte no puede con un hombre íntegro.

La hija del marqués se acercó al cuerpo de cenizas de su padre.

Allí le dio un ligero escozor y estornudó.

El cuerpo de cenizas del marqués se esparció por todos lados.

Las amistades del marqués comentaron por lo bajo:

–La hija del marqués no es una mujer íntegra en absoluto.

 

Tragedia Lírica

 

El eximio violinista estaba ascendiendo con rapidez al clímax de un estridente pizzicato.

Dos cuerdas del violín se rompieron al mismo tiempo.

El violinista se detuvo espantado.

El público comprendió lo que ocurría: todos se pusieron de pie y aplaudieron con rabia.

El violinista, todo tembloroso él, se inclinó para agradecerle al público esa muestra de solidaridad, con tan mala fortuna que se le cayeron los anteojos.

Se hicieron añicos contra el piso.

El público redobló sus aplausos.

El violinista, desolado, apoyó el violín en el piso y recogió los restos de sus anteojos en un pañuelo.

Al hacer un movimiento en falso acertó a empujar el atril con la pesada partitura encima. Cayó sobre el violín y lo partió.

El público titubeó. Algunos continuaron aplaudiendo, otros ya no.

El eximio violinista guardó el pañuelo con los restos de sus anteojos en el bolsillo alto del saco y recogió los trozos del violín partido.

Cayó el telón.

El público volvió a aplaudir con ganas.

El violinista no volvió al escenario para saludar.

Entonces apagaron todas las luces de la sala.

El público se ofuscó y comenzó a insultar al violinista y a los organizadores del concierto.

Pero eso no fue lo peor: alguien del público encendió su encendedor enchapado en oro para iluminarse.

Y brutalmente, ciegamente, tropezó.

 

El pórtico de hierro

 

No queda nada.

De aquel edificio señorial que las palomas implicaban con el cielo.

Del jardín elíptico cuyo comienzo se pierde en el horizonte.

De los caminos de piedra tallada que dibujaban escenas siderales, hierofantes y runas.

No queda nada.

Una página atroz de cien mil soldados se cerró sobre las ruinas sin alma.

Los valientes moradores, los que consultaban a las Pléyades en sus observatorios egregios, los custodios del pórtico de hierro.

No queda nada.

Sólo el pórtico de hierro permanece en pie, trascendiendo la impudicia de los rezagados morales.

Pasan los viajeros y al divisarlo se descubren sus cabezas.

Nadie más que los idílicos dioses de los metales pudieron labrar estas puertas inquietantes con tanta perfección.

Puertas que se abren hacia la esfera de todos los hechos posibles, pero nada más que imponderables.

Puertas desde las que se accedía al banquete de los inmortales.

Las puertas entre las dimensiones contiguas, los velos que preservan el secreto.

Nada queda en pie, salvo el misterio.

El pasado moral acabó con todo.

Nadie atraviesa el pórtico de hierro.

Nadie se atrevió a echar abajo el pórtico de hierro.

Todos sabían, sin remedio, que a su través relumbra la esencia de los espejos.

Nadie osó vérselas con la esencia incombustible de los espejos.

Esencialmente la verdad se sostiene en pie más allá del tiempo.

Tras los eternos pórticos de hierro, por donde se pasea el viejo peregrino del tiempo.

Su fragata encallada no es más para los hombres uno de sus prosaicos recuerdos.