La vida era inexplicable…

No podía distraerme ni con estudio ni con el trabajo ni con aficiones de mierda. ¿Por qué siempre se cree que toda esa mierda es fundamental? ¡Mirarme, hijos de puta! ¡No tengo esperanza y me estoy muriendo en vida! Pero, ¿cómo va a poder ser? Eso te acompaña siempre allá donde vayas, formando parte de ti. Era un veneno que llevaba a todos lados. Joder, Eva era una auténtica araña negra y se había metido en mi sangre, así que andaba tambaleándome de un lado para otro, muriendo en vida, para buscar una vacuna… pero a lo mejor yo no quería ser curado. Ese vampiro hijo de un demonio me estaba quemando con su sangre infecta. Todos mis glóbulos, todas mis neuronas no cesaban de bailar y golpearme por dentro, como átomos-cuchillas apareándose bajo mi podrida piel, palomitas de maíz cromosómicas saltando y friéndose en mis tripas.

Así es como cada día vagaba de un sitio a otro, echando humo, con un infierno interior que no sabía como apagar, intentándolo con las distracciones y los superficiales ocios que se supone distraen a todo el mundo de la muerte. Pero yo prefería tenerla dentro a ella y, así, prefería intentar ahogarla derritiéndome el estómago en innumerables borracheras, dando tumbos entre las masas de gente que parecían vivir, llorando acetona, vomitando azufre.

Pero luego lo de fuera tampoco ofrecía escape a lo de dentro, no había un ejemplo o un ideal que fuera mi asidero. ¡Cómo iba a haberlo! Y esta desesperanza se convirtió en una nueva presión que hizo que deambular por la vida y por el mundo llegase a ser como ir siendo devorado dentro de una hamburguesa, la sociedad de la nueva carne, la hermandad de los zombies multimedia, formada por todas las personas que veía, conocía o tenía a mi alrededor, armados con teléfonos móviles. Todos ellos me aplastaban con su peso y su grasa, que yo consideraba superfluos, porque sólo existía la parrilla que me calentaba. Aún así, nunca he creído que ese teatro permanente que nos rodea fuera mucho mejor; sólo ruido de fondo. Lo importante estaba dentro. Por lo tanto, no había escapatoria.

La inmensa mayoría de los segundos estaba completamente encerrado dentro de mí, de lo que cojones fuera yo, y me consumía en la hoguera de mi soledad, llorando al contacto de su imagen y de los momentos compartidos con ella. Así caía en un purgatorio constante, en una interminable escalada de autocompasión. Me consumía, sentía ácido en el estómago, y no pasaba de ser una mierda flotante en el wáter de la existencia. Estaba sucio, perdido y dolorido. Yo era un juguete en sus manos, débil e inexistente. No era nada, sólo fuego, o más bien leña, presa para el sufrimiento. Igual era cuando estaba acompañado, por amigos, familiares o conocidos. Para mí ellos no existían. Estaba aislado y apartado de todo el mundo, no viendo más que las llamas llenándolo todo.

Pero siempre era peor cuando estaba solo. Entonces dejaba de ser yo y ardía, siempre ardía, llegando a notar a veces, en el colmo de la introspección y de la ebullición del delirio, cómo ella lo hacía con otros, cómo era amada por otros, mientras que yo no podía más que atormentarme y ver el fuego allá donde estuviese.

Así, de tanto amarla, acabé odiándola. Una cosa lleva a la otra. Todo era siempre la puta contradicción, el puto caos que no dejaba de producir el absurdo. Era un proceso que iba destruyendo valores y percepciones tradicionales, concatenando causas sin sentido para formar la “realidad”, una nueva “realidad”. Esto era un monstruo deforme, un dragón horrible que se tambalea. Pero, ¿por qué odiarla? ¿Acaso ella tenía la culpa? Joder, ¿no era ella Morgana, la bruja que había llamado a este puto dragón, tan enorme que no me dejaba ver más allá de él? ¿Puedo acusarla así? ¿O era yo? No lo sé. Creo que la culpa no sirve de nada, porque por sí sola no cambia lo que ya está hecho. El hecho es que al principio lloraba, pero luego reventaba la radio cada vez que escuchaba “Wish you were here” de Pink Floyd. Sin duda, hay ciertas canciones que te hacen arder.

La caída seguía su evolución estancándose.

Yo no dejaba de andar por las calles de la ciudad, mi ciudad, como si fueran casillas de un tablero, o catacumbas de un juego demoníaco en el que no dejaban de pasar personas y lugares como ráfagas de viento: fugaces. Me mezclaba anónimo entre las masas de gente que había en los bares, o anónimo también entre mis amigos y los que yo creía tales. El silencio o los monosílabos constituían la conversación que yo entregaba a las personas que se interesaban en mi triste figura. Estaba siempre dispuesto a vender mi dolor, porque no podía hacer otra cosa. Unas veces lo hacía con mi simple y oscura presencia, absorbiendo lo que me rodeaba sin devolverlo en absoluto. Otras era más claro, y vomitaba mis borracheras en medio de la diversión de los demás, obligándoles así a cargar con mi derrotado y consumido cuerpo. Mientras me llevaban en brazos con toda su buena voluntad, yo me comportaba como un falso mártir, suplicando que no me aguantaran más.

También recorría los mundos que separaban un lado de mi cama del otro, y, en ellos, amaba a Eva, la besaba dulcemente, la abrazaba con suavidad. Eran ensoñaciones llenas de pura sensualidad, intentos imaginarios de hacer real la carne de Eva con la sola ayuda de mi mente. En ese abismo sincero y dulce deseaba tenerla cerca para siempre y cortar sus labios con una navaja de afeitar para llevármelos y poder besarlos cuando quisiera. No había duda de que existía amor.

Pero las matemáticas vitales también me daban sufrimiento, y mi nomadeo sadomasoquista por el cosmos comenzó a transformarse en rutina, en el aire que respiraba. El dolor llegó a instalarse tanto que cobró sentido por sí solo y dejó de existir la causa del sufrimiento. Pero el fuego seguía estando ahí y siempre lo estaría. De eso, pronto lo comprendí, se iban a encargar los demonios.