Hace días los operarios llegan a la finca desde distintos puntos para agilizar las obras en jornadas de ocho a cinco de la tarde.
Su casa se convierte en ir y venir de gente midiendo, tomando datos haciendo croquis apresurados, permitiéndole tomar conciencia de la envergadura del proyecto. Al finalizar la jornada trata de organizar todo en una maqueta en su ordenador, anotando las modificaciones, errores de cálculo y variaciones imprevistas. Se siente rendido y apenas han empezado a traer materiales, herramientas y maquinarias. Los andamiajes van ciñendo el edificio como un corsé gigante. La cerca va rodeando los límites originales, evidenciando cada rincón olvidado durante años, tanto que tropieza e incluso ahonda en los terrenos opuestos de la serrería.
Comprueba copias antiguas del catastro una y otra vez. Intenta buscar a algún anciano del pueblo que le cuente algo del lugar; los operarios dicen con comentarios esquivos. La mayoría búsquelos en el cementerio abandonado. Del resto apenas direcciones de algún familiar emigrado a otros lugares del país, incluso al extranjero.
Las máquinas han empezado a remover aquí y allá. El ruido rompe el silencio del lugar a la llegada de la cuadrilla a las ocho en punto. Un pozo tapado traerá bombeando agua potable, todas las instalaciones van llenando de surcos las paredes para hacer llegar la luz, y demás servicios. Los árboles que pueden seguir produciendo fruta o sombra son podados, algunos, volcados en los suelos, hechos leña para el invierno; las sierras mecánicas con su monótono sonido dejan regueros de serrín por doquier.
Un pequeño tractor remueve la endurecida tierra, con las palas la levanta y traslada para cubrir zanjas. De pronto toda la actividad queda paralizada, le alerta de que ocurre algo, uno de los operarios que están derribando los maltrechos graneros ha encontrado algo que lo hace gritar sin parar.
–¡Vengan a ver todos lo acabo de encontrar! –dice el operario asustado.
–¿Qué ocurre Sánchez, qué pasa, a qué se debe tanto alboroto? –dice el patrón desde lo alto de un andamio–. ¿Qué demonios pasa ahora?
–Algo terrible, la perra anda rondando por aquí arriba hace rato ¡Qué susto me he llevado!
–¡Quieres acabar de una vez, demonios y no perder más el tiempo! –grita el patrón.
Mientras los demás se aproximan curiosos, ya Javier llega a su altura, exclama preocupado.
–¡Vamos a ver, diga usted! ¿Qué sucede? ¡Nos está alarmando a todos!
–Señor, le juro que no sé cómo empezar –dice el hombre con la cara descompuesta, señalando unos cascotes derribados, formando un montículo, detrás de unos arbustos.
–Por lo menos no se ha hecho daño –interrumpe Javier aliviado, mirando al hombre una y otra vez.
–No señor, no es eso, a mí no me pasa nada. ¡Es algo peor!
–¡Venga, estabas diciendo no sé qué del perro! ¡Qué pasa, habla de una vez! –dice contrariado el patrón.
–Vi que escarbaba y luego hacía rodar algo aquí y allá, no le di importancia hasta que casi me dio en los pies al rodar cuesta abajo… –se detiene respirando con dificultad, se pasa los dedos entre el pelo cano y dice lentamente–. ¡Es una calavera! ¡Dios! –exclama sobrecogido–. ¡Lo que ha encontrado es una cabeza! –Todos le escuchan sorprendidos, queriendo asimilar lo que han oído.
Un silencio sigue a aquellas palabras. Un vacío que se puede medir por los sonidos lejanos de una bandada de pájaros que cruzan hacia el sur sobre la torre del viejo campanario, mudo desde hace años. Los hombres se miran unos a otros en silencio. El patrón observa a Javier, por fin se atreve a hablar.
–¿Usted dirá qué hacemos? Pero imagino que debemos avisar a la policía lo antes posible.
–¡Sí, por supuesto, claro que sí! Yo me encargo de llamarlos ahora mismo.
Busca en el bolsillo del pantalón el móvil, marca el 091 y dice con voz ronca:
–Por favor quiero denunciar el hallazgo de una calavera en la finca conocida como la casona en el camino los tilos. Mi nombre es Javier Santolaya.
Se hace el silencio.
El tiempo pasa lento, los hombres han dejado el trabajo a un lado, sentados unos cerca de los otros bajo la atenta mirada del patrón. Cuando éste va junto a Javier que está aturdido dando vueltas de acá para allá los hombres cuchichean en voz baja.
Al cabo de una hora la zona está toda acordonada por la policía que inicia los trámites para esclarecer el suceso. Preguntan a todos, el llamado Sánchez es el primero en informar del momento en que encontró el cráneo.
Jerónimo Páez, el inspector encargado del caso, es un hombre entrado en años, con cara inexpresiva. Solo de vez en cuando toma algún dato en una agenda de cuero marrón. Javier, impresionado, no sabe qué decir aparte del momento del descubrimiento.
–Dígame, Señor Santolaya. ¿Cuál es el motivo que le ha traído a este rincón de la comarca?
–Yo diría que por prescripción facultativa, y por el azar –su mirada es recta sin sombra de burla.
–¿Puede explicarse mejor? –lo mira con atención.
–Tuve un ligero infarto por culpa del estrés, del trabajo intenso, mi médico me ordenó un par de años de descanso obligado, lejos de ciudad. Puede pedir mis informes médicos a su clínica, le daré los datos que precise.
–En cuanto al azar, me figuro que se refiere a este lugar, no.
–En parte sí. Hace tres años recibí una herencia lo suficientemente cuantiosa, como para vivir un tiempo desahogado, y la subasta de esta casa fue providencial, era lo que necesitaba en este momento, un cambio radical. Claro que no contaba con esto, espero no de al traste con mis planes.
–Como comprenderá queda todo sujeto a investigación y seguramente interrumpirá por un tiempo la ejecución de las obras. Hasta que no finalicen mis compañeros, no pueden tocar nada, y puede decir a los operarios que ya los llamará dentro de un par de días ¿lo comprende, no? Espero que localicen los restos del cadáver pronto.
–La verdad es todo tan inesperado, no estaba preparado para esta extraña situación quizás fue un error buscar un cambio tan brusco, esto es algo inimaginable, un muerto en mi propiedad.
–Si en algo puedo tranquilizarlo, le diré que salvo que trajera el cráneo en su maleta, no tiene por qué preocuparse –deja caer la frase como una piedra arrojada al vacío.
–¡Por favor, inspector! –con la cara demudada por la inquietud–. Espero que no crea en esa posibilidad por nada del mundo.
–De todas maneras, no salga lejos de aquí sin avisarme. Comprobaremos todo cuanto me ha dicho y le iré informando de la investigación tan pronto sepa algo. ¿De acuerdo?
–Por supuesto estoy a su entera disposición. Me dedicaré a buscar algunos muebles y si usted lo permite, diré a los operarios que sigan trabajando en el interior. ¿Le parece bien?
–Sí, creo que no habrá inconveniente, cuando la policía científica termine, si no hay una contraorden a partir de ese momento, que prosigan con la rehabilitación de la casa estrictamente, para que no le pille el frío a la intemperie –mirando la casona, totalmente en la estructura.
–Gracias inspector, le agradezco su comprensión.
–Espero que se resuelva pronto, pero no depende de mí, desde luego esto tiene un protocolo que no podemos saltarnos por nada –se dispone a finalizar su información respecto a Javier.
–Desde luego, lo comprendo perfectamente y estoy a su disposición para todo lo que precise.
Durante las semanas siguientes, con las obras paralizadas, Javier se dedica a hacer planes con el ordenador, a recorrer los terrenos sin prisa, e intenta contactar con la viuda del anticuario sin mucha fortuna. La policía sigue investigando por la finca, pero nada nuevo parece indicar de dónde procede el cráneo encontrado.