Luz Marina

Ni en sueños había concebido tan peculiar muestra de admiración, que con el tiempo llegó a convertirse en una especie de rito.

Sigal presenció uno de esos cortejos al llegar de su largo viaje por el mundo, cuando Estelle y Albia llevaban más de tres años aquí. Y quedó alucinado ante tal desborde. Pasmado, al ver a algunos hijos de las familias más pudientes del país haciendo las veces de caballos de tiro, mientras otras personas marchaban delante del carruaje portando violas con las cuales tocaban la sinfonía número cuarenta de Mozart, y la gente desde el balcón de varias casas lanzaba pétalos de rosas que se adherían a su levita y sus párpados.

Por entonces, los diarios chilenos daban cuenta de esta y otras muestras de entusiasmo de hombres aún imberbes y aseguraban que las mujeres eran puro llanto, sensiblería, desmayo… todo lo cual resultaba cierto, según pudo comprobar mi padre cuando decidió ir al teatro Victoria la noche siguiente, lleno de intriga y por primera vez en su vida.

La ópera atraía la atención como ahora lo hace un concierto de música popular. De más está decir que, sin radio, televisión ni cine, el teatro lírico representaba la distracción máxima, una mezcla irresistible de canto, drama, poesía, actuación, divas, decorados a veces de pintores muy competentes, efectos especiales… música. Era el espectáculo por excelencia; noble como ha sido siempre, mas casi sin competencia en aquellos días.

Durante su noche de iniciación en los placeres del bel canto, desde su asiento en la última fila de la platea –único que encontró disponible–, Sigal no logró distinguir con claridad el semblante de los artistas. Y sintió un deseo tan intenso de ver –en especial– cómo era el rostro de la soprano cuya voz todos celebraban tanto, que le habría pedido prestado un par de impertinentes a alguna de las espectadoras que se enjugaban las lágrimas a su lado. No obstante, el pudor se lo impidió.

Los palcos del Victoria habían sido reservados por lo más granado de la sociedad. Por tanto, y aunque él era ya en ese tiempo un hombre bastante adinerado, de joya en la pechera y bastón con puño de oro, quedó relegado a la platea. Para colmo, en la calle tampoco consiguió divisar bien a quien era aclamada como dueña de tan fabulosa voz, debido a la muchedumbre que rodeaba su carruaje.

Pese a estos obstáculos que le impidieron hacerse una idea de cómo lucía la homenajeada, Sigal no tuvo duda alguna de que amaría hasta el último de sus días a aquella mujer, una certeza que expresaban también, con igual convicción, la mayoría de los hombres que estaban cerca de él.

Aunque la voz que lo sedujo tan intensamente era la de Estelle, no estaba contenida… no provenía del cuerpo de ella la noche de diciembre de 1847 en que él fue por primera vez al teatro Victoria, ni en las noches sucesivas.

Durante dichas funciones, el espíritu de quien sería su amante se hallaba “revestido” por la figura de otra mujer, una auténticamente joven, cuyo rostro lucía ojos de color azul oscuro, no los celestes de la francesa; una mujer que no tenía sus rasgos faciales heredados en parte de un abuelo africano. Y bajo las luces del escenario, sus cabellos mostraban un leve brillo dorado; no era el pelo negro y ondulado de la longeva hija de Almantine.

Si bien de la garganta aquella brotaba el mismo timbre de voz de la soprano que deleitó a la emperatriz Catalina II, nadie en Chile la identificaba con el nombre de Estelle sino de Teresa, Teresa Rossi. Y, a veces, también la llamaban Clorinda Pantanelli, en cuyo caso su voz sonaba como la de una extraordinaria contralto.

Con relación a su origen y procedencia, se sabía que ambas eran italianas y que el esposo de esta última se trasladó con ellas a Valparaíso y Santiago en 1844, tras hacer una escala de varios años en Perú, antecedida por otra temporada en el gran teatro Tacón, de La Habana.

 

 

La explicación de por qué el público que escuchaba a Estelle atribuía su voz a alguna de estas dos artistas italianas, radicaba en ciertas prácticas que la no-muerta empezó a realizar durante su breve estadía junto a Albia en Perú.

Ellas dos conocieron a la soprano Teresa Rossi y a la contralto Clorinda –cuyo apellido de soltera era– Corradi en 1843, cuando la Compañía Lírica dirigida por Rafael Pantanelli se presentaba en Lima. Y las dotes vocales y éxito de ambas hicieron que Estelle sintiera nostalgia. Avivaron en ella el ansia por los aplausos perdidos, el homenaje que disfrutó otrora en Europa.

Ya se había apaciguado por completo en su espíritu el dolor por la pérdida de Ismail. Entonces, consideró que ahora resultaba impropia, anacrónica, la actitud que mantuvo tras la muerte del ruso, en 1766, y se vio consumida por el deseo de subir al proscenio de un teatro.

Por consiguiente, sin dilación alguna, y ayudada por Albia, se acercó a un empresario artístico de segunda categoría, que le procuró un contrato para cantar como solista en un pequeño recinto teatral limeño.

Comenzó a presentarse en público con su cuerpo de siempre, e interpretó casi únicamente piezas compuestas para soprano. Con todo y que su registro fuera muy amplio desde su conversión en no-muerta, prefirió exhibir su gracia más antigua, en vez de… bajar el tono.

Estelle comparó ante Sigal su vuelta a los tablados, tras más de siete décadas, con un grito muy agudo. Un grito como el de un recién nacido, por estar de nuevo en el vientre enorme que sentía eran los teatros, frente a tantas bocas mudas, abiertas como los ojos, de aquellos espectadores, cuando ella abrió la boca suya y dejó escapar el genio incubado por demasiados años en su garganta. Un canto de ave mañanera para atizar los aplausos tímidos de un inicio, de gente que más tarde armó una algarabía, al reponerse del asombro que causó.

Una noche de la primera semana de su retorno a los escenarios, vio de nuevo colmarse un auditorio, pese a lo cual la mitad de las personas que acudieron a verla quedó sin entrar, por falta de espacio. Una situación agravada se produjo durante las siguientes presentaciones. Después, solían formarse disturbios a la salida del teatro. Y antes de cumplirse un mes, la prensa comenzó a mencionar a cierta cantante extranjera, de antecedentes desconocidos, capaz de obnubilar al público como sólo se lo podían las divas más consagradas.

Esta resonancia comenzó a preocupar a Estelle. Consideró que llamar así la atención terminaría siendo peligroso para ella. Su intención original, de limitarse a actuar en lugares de baja categoría para lograr una presencia discreta, resultó desacertada. La opacidad del entorno elegido hacía que su talento resaltara mucho.

Albia compartía sus resquemores, y se dio a la tarea de poner distancia entre el incipiente fenómeno y sus admiradores. Intentó cultivar para ella la imagen de una diva necesitada de silencio y reclusión. Al principio pensó, incluso, esgrimir el argumento de moda entre los vampiros de aquella época, de que padecía la pelagra. Pero se contuvo, porque la noticia de una enfermedad podría haber despertado mayor curiosidad, cuando no un intrusivo morbo, así que recurrió a este pretexto sólo ante su agente, exigiéndole mantener el secreto.

El hombre se conformó, a regañadientes, con que Estelle no cumpliera las invitaciones a reuniones sociales diurnas que empezaron a lloverle. Pero no entendió que también se negara a asistir durante las noches a los bailes, cenas y festejos a los cuales la convocaba la clase alta del antiguo virreinato.

La marquesa no tenía que ser telépata para darse cuenta de que él sentía haber hecho el negocio de su vida con la escurridiza “hermana menor” suya; le bastaba con ver cómo sudaban sus manos cuando hablaban sobre el futuro de la artista. Y lo amenazó con cambiar de agente si insistía en pedirle que se expusiera más allá de lo preciso, que era en el proscenio. Ni siquiera acogió la idea de que Estelle se dejara fotografiar para colocar una imagen suya en el recibidor del teatro.

La fotografía era un invento reciente. Había llegado a esta parte de las Américas hacía cuestión de meses; y Albia, en una reacción muy diferente de la que le producían siempre las novedades, la detestó casi de inmediato. No obstante, sólo dijo al agente que Estelle era “una dama apegada a la elegancia de lo clásico”, que además merecía un retrato al óleo y no el que pudiese crear un “ordinario comerciante de daguerrotipos, carente sin duda de la debida dignidad artística”.

Le aseguró que ella contrataría al mejor pintor de Lima para que viniese a retratarla, y que le constaba que artistas había de sobra en Perú, desde muchísimos siglos antes que importaran al país aquel aparato.

La verdadera razón que tuvo la marquesa para oponerse, era que la imagen de los no-muertos no quedaba grabada en los daguerrotipos, así como no se refleja en un espejo ni en superficie alguna, ni siquiera en los globos oculares, a pesar de que cualquiera que no esté ciego los puede ver.

Incluso las almas de los muertos son captadas eventualmente por el lente de una cámara, sobre todo los modelos de última generación, de tecnología digital. A veces la prensa de hoy se refiere a este fenómeno: alguien saca una instantánea en determinado lugar y queda registrada de forma digamos que “casual” la figura de una persona fallecida con anterioridad. Pero nada igual ni parecido sucederá nunca con un vampiro.

Tampoco ocurrirá con el no-vivo chupacabras. Por eso, jamás se exhibirá una fotografía auténtica de él, ni grabaciones de video. Aunque Sigal se hubiera detenido frente a una de las cámaras de vigilancia de los sitios a donde iba a sustraer sangre de animales, por más que hubiese posado ante otras que History Channel instaló en cierto bosque para documentar su paso, esas cámaras no habrían aportado evidencias de que estuvo allí.

Volviendo a los tiempos de Estelle, por fortuna para ella aquellas primeras cámaras precisaban de una larga e inmóvil espera del modelo para hacer la toma. Nadie intentaría fotografiarla de manera subrepticia, ni constataría luego, por ende, el extraño fenómeno de su “invisibilidad”.

Cuando tuvo su disputa con el agente, Albia ya sabía de esta limitación. Había hecho venir a un fotógrafo a la casa que arrendaban en Lima, y se dispuso a posar ella misma, tan sólo para salir de las dudas que el nuevo ingenio le despertó desde un inicio.

Tenía una mínima esperanza de estar equivocada en su pronóstico, y se esmeró en lucir bella en la sesión, aun sabiendo que en el mejor de los casos no se vería reflejado el tono rojizo de su pelo, similar al del cobre envejecido, ni el sonrosado de sus mejillas producto de unas libaciones recientes, ni el verde de los ojos… El sepia no se aplicaba aún, de modo que todos sus atractivos habrían salido impresos en blanco y negro cenizo, si es que hubiera tenido suerte. Pero no la tuvo.

El daguerrotipista regresó varias tardes después, a pedirle modelar una vez más pues, según él, su máquina debió sufrir algún desperfecto durante la toma. Le mostró a Albia una placa en la cual el espacio que se suponía iba a ocupar su cuerpo aparecía como una mancha blancuzca, que eclipsaba el decorado colocado a sus espaldas. Sin embargo, no presentó problemas otro daguerrotipo que había encargado, de los niños secuestrados por ella, quienes posaron junto a la nodriza que los cuidaba.

Contrariada por estos resultados, ella se negó a repetir el experimento. Pagó y despidió al hombre y, por creer que sería una buena precaución, lo siguió esa misma noche, con el fin de matarlo. En un callejón donde él se aventuró a entrar, lo bebió hasta vaciarlo, en cosa de minutos; “mucho menos tiempo que el requerido para sus tediosas sesiones de fotos”, le contó a Estelle.

Ella la reprendió por el asesinato. En cuanto a la imposibilidad de aparecer en un daguerrotipo, se mostró resignada. Le preocupaba más el revuelo armado alrededor suyo. Dedujo que siempre provocaría reacciones similares; y que, por tanto, en lo adelante su carrera debía limitarse a cortas temporadas de recitales, alternando su presencia entre distintos países, para que no saliera a relucir su actitud demasiado retraída.

Por lo pronto, en Lima, se preocupó de abandonar siempre el teatro bastante rato después de terminadas las funciones, y por una puerta que daba a una calle escasamente transitada y peor iluminada.

Cierta noche se apostó allí a esperarla una persona que influyó de la manera más impensada en la forma como llevaría a cabo sus presentaciones en el futuro. Era Rafael Pantanelli, el agente de la soprano Teresa Rossi y la contralto Clorinda Corradi.

Albia aguardaba en un coche y oyó aparecer de improviso al empresario, quien se presentó a la artista antes de que subiera al vehículo y le pidió encarecidamente que conversaran. Esta sabía muy bien quién era, pues lo había visto en varias ocasiones, y consintió en escucharle, tras hacer una seña a la marquesa –quien se asomó a la ventanilla con expresión sorprendida– para darle a entender que no tenían de qué preocuparse.

Él le dijo que por esos días estaba considerando mudarse con su troupe a Chile, luego de haber obtenido todo el éxito que esperaba le reportara Perú. Y le propuso, sin muchos rodeos, que se incorporara a la Compañía y se marchara con ellos. Le contó que había oído alabanzas sobre su voz, y que pudo confirmar por cuenta propia su “notable calidad” minutos atrás, al asistir a su espectáculo.

Ella tuvo un primer momento de duda, pero pronto estimó que esta invitación podría ser la oportunidad de dar inicio al largo periplo que pensaba emprender, como modo de disimular su sobrenaturalidad. Su espíritu, además, vibró ante la perspectiva de cantar junto a Teresa y Clorinda, a quienes admiraba mucho.

Debido a todo ello, no vaciló ni por un instante cuando él le preguntó si podían continuar la plática esa misma noche en su casa, para que su mujer pudiera participar. Se pusieron de acuerdo entonces, en seguir con la reunión allá. Él iría en su propio carruaje, delante, sirviendo de guía al cochero que contrataron las vampiras.

Cuando iban al encuentro de Clorinda, Albia le comentó a su compañera que sería “apasionante” integrarse a la troupe, siempre que hacerlo no afectase su necesaria privacidad. “Por desdicha, conciliar ambas cosas me parece improbable”, añadió.

La francesa sintió que tenía razón, aunque no dijo nada al respecto. Apenas afirmó que la visita serviría al menos para conocer de cerca a la diva, y mencionó que hacía “casi mil años” que no compartía una charla con alguien dedicado a la misma profesión suya.

Clorinda, dicho sea de paso, había brillado no sólo en esta parte del mundo, sino también en España y en ciudades como Venecia y Milán. Era una de las cantantes más elogiadas de su tiempo.

 

 

Rafael y su célebre esposa, aplaudida en La Scala de Milán, se mostraron sobrecogidos por la belleza y el don de mundo de Estelle, tan notorios –observaron ellos– como en Albia. Esta, en el fragor de la conversación que sostuvieron cometió varias pequeñas indiscreciones y luego debió dedicarse a evadir preguntas que le hicieron, relacionadas con su región de origen, cercana a la de su anfitriona, que nació en una familia de nobles, de Urbino… más de doscientos cuarenta años después que ella.

La marquesa, para justificar el hecho de no conocer a casi ningún miembro de las familias que mencionó la contralto, le aseguró que había vivido en Inglaterra desde muy pequeña, y sacó a relucir cuanto pudo el acento que adquirió durante su estancia con Willem en Dorset, siglos atrás.

Verse “interrogada” así, le causó cierto sobresalto a la casi siempre precavida no-muerta. Y hubo con posterioridad otra situación que la inquietó, por más que ya la tuviera prevista: en medio de la plática sobre negocios y arte, los Pantanelli las invitaron a beber algo, a su elección.

Las hematófagas declinaron cortésmente, pero ellos insistieron, de modo que se vieron precisadas a aceptarles una taza, de café. Pensaron que este era el líquido que se servía en menor cantidad, que podrían mojar los labios y dar como excusa que lo tomarían con moderación para no desvelarse. Estelle meditó, además, mientras miraba a Albia, que siempre enfrentaría circunstancias incómodas si se enrolaba en una Compañía; que sería mejor continuar sus actuaciones en solitario.

Esa noche, sin embargo, sucedió algo que les ahorró repetir el simulacro de dejar enfriar la infusión. Por si fuera poco, eso que pasó le evitaría a Estelle la parte riesgosa de tener una voz que atraía tanto la atención de la gente, a la vez que una presencia vulnerable a la exposición.