–Oye, socio, ¿qué pasa?
–Nada –respondí, todavía ausente.
–¿Estás bien?
–Sí, claro –dije, ya de nuevo en el mundo real, en La Habana del año 2000, en el Auditórium. A mi alrededor todo seguía igual, las bambalinas, los pasillos, la gente que iba y venía, luces que se apagaban, voces, gritos. La vida de siempre.
Enseguida se acercó Rodríguez, el productor, y nos anunció que varios músicos de la orquesta habían decidido celebrar la inauguración en algún lugar “interesante” de La Habana y querían saber si nos uniríamos al grupo. Lorenzo expresó su entusiasmo por la idea, pero yo me excusé con el argumento de que mi madre estaba enferma y había quedado con ella en pasar por la farmacia para comprarle la medicina que necesitaba. Era una verdad a medias, pues si bien era cierto que por aquellos días mamá padecía un fuerte ataque de migraña, ello no le impedía llegarse a la farmacia del barrio y comprar lo que necesitara para aliviar el malestar. En la calle mis compañeros insistieron en llevarme para la fiesta; pero yo me mantuve firme, les deseé a todos una alegre noche y, fingiendo que me dirigía a la farmacia, me marché directamente a casa.
Llegué a eso de las diez, pero mi madre ya dormía. Como solía hacer siempre que andaba con jaqueca, se tomaba un somnífero y se iba a la cama con la esperanza de que al día siguiente se levantaría mejor. Yo no tenía sueño. Me sentía tan alterado que no valía la pena acostarme a dormir. Al menos de inmediato. De manera que me despojé de la camisa y, dejándola sobre uno de los butacones de la sala, me arrellané en el otro. Luego metí la mano en el bolsillo del pantalón y saqué de nuevo el sobre. Lo abrí y examiné una vez más el billete de banco. Parecía real, pensé; pero al instante me corregí a mí mismo, pasmado de mi inocencia. ¿Por qué me parecía real? ¿Acaso, de no ser así, se habría diferenciado de un billete auténtico? Podía ser lo mismo una cosa que otra, e incluso la contraria. ¿En qué se diferenciaban? ¿Quién podía decirlo? ¿Quién carajo sabía? Y, sobre todo, ¿quién demonios era yo para decir nada al respecto? A los ojos de un profano, cualquier billete falso puede parecer real, si no se trata de una imitación muy burda. Y ya se sabe que quien fabrica uno de aquellos grandes, sabrá seguramente hacerlo bien. En fin, que era imposible asegurar nada al respecto. Entonces traté de olvidarme del dinero y volví a leer el enigmático mensaje de la desconocida, en esta ocasión con más detenimiento:
Te he añorado tanto, que ahora que te encuentro temo escucharte de nuevo
Mira en el estuche
C. de Colón
Fray Jacinto oeste, final
Ribadella
C. de Colón, me repetí en la mente. Ése era, sin duda, el nombre de la mujer. El apellido, más bien, porque de su nombre de pila había escrito sólo la C inicial. ¿Se llamaría Carmen, Carmen de Colón? Carmen, Caridad, Carolina, Carla, ¿quién podría saberlo? Fray Jacinto oeste era una calle, una calle que yo debía recorrer hasta el final; eso estaba claro. ¿Y el estuche? ¿De qué estuche hablaba? No comprendía nada. Si me quería comunicar algo, ¿por qué no hablaba claro? ¿Por qué no llamaba las cosas por su nombre completo? ¿Ribadella? Sí, vivía en Ribadella. Pero ¿sería ése un pueblo de Cuba? Seguro; si no, ¿qué sentido tendría? Un pueblo llamado Ribadella. ¿Dónde quedaría? No me sonaba. Era demasiado; me volvería loco. Sin saber cómo contestar a mis interrogantes, cerré la puerta de la sala, encendí el aparato de música y coloqué un disco compacto. ¿Cuál otro podría ser sino el Concierto para violín? A pesar de haberlo oído y ensayado infinidad de veces, de conocerlo casi de memoria e interpretarlo íntegramente en público hacía unas horas, sentí la misma felicidad de la primera vez que lo escuché, hacía tantos años que ya no recordaba cuándo. Entonces eché un último vistazo al escrito y lo metí en su sobre. ¿No estaría, realmente, enfermando de la mente? Porque no era normal llegar tan tarde a casa y sentarme a oír la misma música que había acabado de tocar. Pero sí, aquello era lo que me pedía el alma; quería escuchar los tres movimientos del Concierto, disfrutar con el lirismo de la canzonetta y dejarme arrastrar por las vertiginosas puntuaciones de la orquesta. Quería, sobre todo, regresar a mi propia interpretación en el teatro, ver de nuevo el rostro de la mujer en la lumbre de las candilejas y revivir la corta pero intensa charla que mantuve con ella.