¿Para qué me empecino en conocer la razón de su llanto?

Sí, lloraba enigmáticamente provocando en mí las más imaginativas conjeturas. Pero, ¿lograría yo algo con tratar de llevar a cabo la idea que surgió en mi mente el instante en que la vi? ¿Cuál es la razón por la que, mientras buscaba mi asiento, me esforcé en encontrar un pretexto para sentarme cerca de ella y tratar de hablarle? Había estado repitiendo en mi mente el número 30, mi número, de seguro el asiento de la ventanilla, y la idea me resultó agradable, pues siempre me ha gustado el lado de la ventanilla, y fui escudriñando, con la rapidez que me permitía el tránsito de personas en el coche, la numeración de los asientos. ¿Este es el coche tres?, le pregunté a una ferromoza. Más allá, me contestó señalando al final del pasillo. Y por si las dudas seguí preguntando hasta que llegué a este coche, y fue entonces cuando la vi, en medio de la plebe ruidosa y exasperada.

Comencé a buscar con lentitud el asiento mientras detallaba su fisonomía en furtivas miradas. Pasaje en mano escrutaba cada número con el reparo de un miope, eufórico de que me hubiera tocado el mismo coche de ella.

25p, 26v —iba yo leyendo—; a la izquierda: 27p y 28v; a la derecha: 29p y ¡30v! ¡Un número más y hubiera podido sentarme a su lado! Y efectivamente, el número con la categoría de “v” es el que pertenece a la ventanilla, pero el asiento estaba ocupado por un fornido agente del orden quien acaparaba, con toda su inmensa anatomía, mi asiento y parte del otro.

Oiga, ese es mi asiento, le digo, y él: ¿Sí?, mirándome con inexpresivo rostro, yo me senté aquí porque me gusta este lado, pero en realidad el mío es éste, palpó la mullida superficie de vinyl del asiento vacío. “A lo mejor me conviene, pensé, así estaré más cerca de ella” No, no; quédese ahí, le dije, prefiero estar al lado del pasillo. ¿Seguro?, el policía se sorprendió, yo te devuelvo el asiento si tú quieres, no tengo problemas con eso, y yo: No, de verdad, prefiero más este asiento. Y ahora todavía estoy sentado al lado de este rinoceronte que casi me saca del asiento con su anchura de mamífero africano, rozando mi brazo con sus músculos a punto de reventar las mangas del uniforme.

Minutos antes había detallado el panorama para calcular las posibilidades de echar a andar mi proyecto de seducción; pero estaba destinado al fracaso. Al lado de la muchacha se había sentado un mulato enfundado en un uniforme castrense en cuyo bolsillo —el de la camisa— pude observar, en letras bordadas con hilo negro en un fondo blanco, igualmente bordado, el nombre de una institución militar: Ministerio del Interior. Frente a él se había sentado un hombre de unos cincuenta años, convencional e impasible, con el rostro avejentado por gruesos espejuelos de horrible aspecto.

El asiento frente a la muchacha había estado vacío y mi propósito era abordarlo, pero cuando me disponía llevarlo a cabo, una mujer cuarentona y regordeta posó sus amplias nalgas en aquella superficie, ocupando el privilegiado espacio.

Ahora, frustrado en mi intento, confinado a este aburrido asiento que estúpidamente acepté intercambiar, perdiendo el lado de la ventanilla donde mañana hubiera podido ver a mis anchas la magnífica vista de la bahía y el puerto de La Habana, me siento tentado a reflexionar sobre mi vida, y es que la duda todavía me consume a pesar de estar aquí, en este tren, decidido a llegar a la capital y seguir camino para llevar a feliz término mi plan, el verdadero, definitorio y salvador; y me doy cuenta que es una estupidez malgastar el tiempo en una muchacha que mañana mismo perderé de vista, precisamente cuando necesito desarraigarme de todo y de todos. Ya no soy el mismo de años atrás. Me pregunto si podré comenzar una vida nueva y volver a batallar por lo que luché por casi quince años, dejando por el camino el empuje de los mejores días de mi vida. Lo supe, lo pude ver cuando, media hora antes, al entrar al baño de la estación de trenes con las ideas confusas y la duda martillándome —como aún me sucede—, me detuve en medio de la estancia, frente a un espejo. Allí me di cuenta que treinta y nueve años se puede decir fácil cuando es una cifra monetaria, un número de calle o casa, el precio de un producto o un número de lotería, y no la acumulación de días, semanas y meses reflejado irremediablemente en el espejo.

No se por qué, pero aquel baño iluminado por la luz tenue y agradable de una lámpara fluorescente, amparada tras una opaca cubierta de acrílico, tenía, a mi parecer, un toque íntimo, cómplice; y es que, a pesar del murmullo proveniente del exterior, dentro flotaba un silencio monástico, y se me hizo que aquello era un confesionario, mi confesionario exclusivo, privado.

Al mirarme al espejo me di realmente cuenta lo que habían sido treinta y nueve años. La piel de mi rostro, ajada y curtida —de tanto sol o por el azote del polvo omnipresente—; la frente surcada de líneas —con solo enarcar las cejas se podía convertir en oleaje de mar bravío—; los ojos de escaso brillo, y ésta calvicie severa, explícita, me ha convertido en otra persona; y todavía me pregunto cómo es posible que la gente que me conocen personalmente y hablan de mí, como si yo fuese un héroe de leyenda o un personaje de novela, me sigan llamando “El Mosque”; de las misteriosas razones que hacen que ese mote todavía se mantenga arraigado entre ellos.

En aquel momento traté de recordar cómo era mi antigua fisonomía, la imagen que propició el surgimiento de aquel apelativo que ahora, si lo pienso bien, ya no tiene razón de uso. Lentamente, a fuerza de recuerdo e imaginación, comenzó a brotar una espesa cabellera de mi cráneo ralo; las lianas de pelo se esparcieron como raíces cubriendo mis orejas y pómulos para lanzarse al vacío y terminar en el pecho; las arrugas de mis ojos se plegaron; las líneas de mi frente desaparecieron; la carnosidad de uno de mis ojos retrocedió; el esmalte comenzó a cubrir mis dañados dientes; el incisivo faltante reapareció al lado del otro; y nuevamente, de mi barbilla y bigote, comenzó a crecer el fino mostacho y la graciosa mosquita que tanto trabajo me costaba delinear a fuerza de certeras rasuradas para que la franja de pelo quedara en el mismo centro del eje facial, desde debajo del labio inferior hasta el remate de la quijada.

Entonces sí era el Mosque, el “Mosquetero”, como me dijo en una oportunidad no-me-acuerdo-quién frente a un montón de friquis, y yo le dije que no, que a quien me parecía era a Richie Blackmore y no a un mosquetero, pero el friqui sin rostro sostenía que no, a quien te pareces es a un mosquetero, y así se quedó; y todavía desconozco la razón por la cual a todos todavía les resulta más cómodo decirme Mosque, a secas.

Y si la puerta del baño no se hubiera abierto de improviso para dar paso a aquel gordo: colorido como una cotorra, ataviado de camiseta roja, Jean azul y tenis amarillos, y no se hubiera disipado el momento mágico, el ejercicio de remembranza e imaginación en que yo estaba sumido, condicionado tal vez por la soledad y quietud de aquellas cuatro paredes, todavía estuviera viendo mi rostro en plenitud de mocedad —si alguna vez fui mozo—, pues al volver a mirar al espejo el artilugio se había esfumado, y odié el sonido del chorro de orine que aquella bola de manteca lanzaba a la garganta del inodoro, escuchándose el chapoteo en una profusión de ecos.