Hay cosas que parecen sencillas, y no lo son. Clavar en una pared, por ejemplo. Quizás usted lo intente y lo consiga a la primera, pero no es lo que suele suceder. Requiere práctica para que no se termine machacando el pulgar, perdiendo el clavo, rompiendo el martillo. Que esas cosas pasan. O hacer que una carta llegue a su destinatario. Porque se suele creer que basta con ponerla en un sobre, pegarle el sello y echarla en un buzón. Pero es mucho más complejo. Piense, si no, en las vueltas que debe dar ese sobre hasta llegar a su destino. Y si lo consigue, si llega adonde se pretendía, hay que considerarse moderadamente afortunado. Todos los involucrados tienen que hacer justamente lo que se espera de ellos: la coloquen en la casilla correcta, la bolsa correcta… Conocí a un hombre que había sido cartero. Lo fue durante tres meses. Cada día buscaba la bolsa de cartas, iba hasta un puente del río y las echaba al agua. Tres meses. Lo contaba como si fuera algo sin importancia, hasta con algo de orgullo.
Cuando tenía quince o dieciséis años, mi padre intentó enseñarme a conducir. Lo había hecho con mis hermanos mayores y con cierto éxito. Lo intenté, aunque el asunto no me interesaba demasiado. Un día me llevó hasta una calle concurrida y, creyendo que ya estaba preparado, me cedió su sitio. Me senté al volante y, justo entonces, viendo como pasaban junto a mí, entendí que la circulación por las calles de una ciudad era un suceso extraordinario. Cientos, miles de vida a expensas de manos inseguras, ánimos cambiantes, peculiaridades meteorológicas, reflejos tamizados por drogas varias, caracteres irascibles. Era sencillamente milagroso que la mayoría se mantuviese en su parte de la vía y lograran desplazarse desde un punto a otro sin estrellarse. Se lo dije a mi padre y me contestó que no entendía qué quería decir. Nada, que creo que esto no es para mí. Mira que eres inútil, hijo. Y en aquella frase que me repetía con frecuencia, yo siempre detectaba una cuota de cariñosa decepción que solía traducir como muestra de afecto.
También me enseñó a taladrar. Lo primero era escoger la broca adecuada porque hay para madera, metal, piedra… Había que medir, con la mayor exactitud posible, el punto donde uno quería hacer el agujero. Para que no resbalara la broca sobre la superficie, lo mejor era hacer una muesca donde asentar la broca y comenzar taladrando con suavidad. Había que sostener el taladro con ambas manos y presionar con la fuerza apropiada, ni mucha ni poca, lo justo. Se debía taladrar recto, la broca a noventa grados de la superficie para que se no quebrara ni termináramos haciendo un agujero en diagonal. Es lo que decía, parece muy sencillo, pero no lo es.
Muchos años atrás, mi padre se había construido una caseta de madera al fondo del patio. Era “su taller”. También servía para guardar trastos y montones de cosas inservibles, pero cuándo él se refería a aquel sitio lo llamaba “mi taller”, siempre. Podía estar horas allí, haciendo sus cosas. Casi nunca sabíamos qué, pero escuchábamos ruidos de máquinas, martilleos, silencios prolongados. Creo que se sentía bien, solo, como si fuera su estudio, su despacho, la esquina privada con la que todos soñamos, ese sitio donde los demás saben que no nos deben molestar, donde podemos estar en paz.
Pues resulta que una tarde mi padre salió a dar un paseo, visitó a un par de amigos y pasó a saludar a la abuela. Fueron visitas cortas; pasaba por aquí, ¿qué tal va todo? Cenó con Mamá y parece que hablaron de muchas cosas, de esas aparentemente sin importancia de las que se suelen comentar mientras se come. Se sentó en su mecedora a ver una película que pasaban en la televisión, “Río rojo”, “El hombre que mató a Liberty Valance”, una de John Wayne, en cualquier caso. Cuando terminó la película le dijo a Mamá que iría a terminar algo en su taller. No pasó mucho tiempo hasta que escuchara el grito, corriera a la caseta del fondo del patio y encontrara a mi padre con un agujero en la frente.
Mi padre parecía un tipo soso, pero hay que reconocerle ingenio y hasta, si me permiten, gracia. Utilizó cinta de embalaje para asegurar el taladro a la tosca mesa de trabajo que él mismo había construido tiempo atrás. Escogió la broca, una de madera, la ajustó correctamente y echó a andar el taladro a máxima velocidad y en el punto de encendido automático. Se puso de rodillas y apretó la frente contra la broca. Debió penetrar rápida y limpiamente. Es probable que se hubiera estado preparando para ello, habría visualizado el momento algunos cientos de veces. A pesar de ello, se le escapó aquel alarido en el último momento. Y estoy seguro de que ese pequeño detalle no lo dejó satisfecho.