Primera lección. El don de escribir

¿No se ha sentido alguna vez maravillado por la facilidad con que los campesinos exponen sus relatos cuando utilizan la lengua materna? La gente del pueblo, para contar las cosas que ha vivido, tiene hallazgos oportunos de palabras, expresiones originales y una creación de imágenes que asombra a los profesionales. Una mujer de corazón, cualquiera que sea, que escriba a alguien la muerte de una persona querida, hará un relato admirable que ningún escritor podría superar, ya fueran Chateaubriand o Shakespeare. Alfonso Daudet y Goncourt han buscado a su alrededor y en todas partes ese sentido de la verdad inimitable. Goncourt copiaba servilmente los diálogos que oía. Las más bellas frases de “Manon Lescaut” ya han sido seguramente pronunciadas. Yo he escuchado a un campesino comparar un trueno al ruido que hace “un pedazo de tela que se rasga”. Las antiguas canciones populares, de las cuales Georges Doncieux[1], nos prepara una erudita reconstrucción y una edición definitiva, son la obra anónima de poetas oscuros.

Si todo el mundo puede escribir, pues con más razón podrán hacerlo las personas medianamente cultivadas, los jóvenes que han leído y que aman el estilo, las jóvenes que crean elegantes versos o anotan sus pensamientos en un diario íntimo. Hay toda clase de personas que, dirigidas y aconsejadas, podrían formar y desarrollar sus aptitudes hasta llegar a tener talento. Muchos ignoran sus propias fuerzas porque nunca las han empleado y ni siquiera sospechan que podrían escribir. Otras, mal aconsejadas o disuadidas de su vocación, se desalientan en su mediocridad, por no tener un guía que las perfeccione. He conocido a tres mujeres que nunca habían escrito una línea y que sonreían de impotencia cuando les aconsejé que escribieran. Se creían incapaces de tener talento. Se decidieron a empezar un diario según preceptos y fórmulas técnicas, y hoy hacen valiosas descripciones, llamativas, muy apreciables y que se empeñan en mantener inéditas por exceso de modestia.

Tres cuartas partes de las personas escriben mal porque no se les ha enseñado el funcionamiento del estilo, la anatomía de la escritura, cómo se encuentra una imagen, cómo se construye una frase. Siempre me ha sorprendido la cantidad de personas que podrían escribir y que no escriben o escriben mal, por falta de alguien que los libere de las mantillas que las tiene aprisionadas.

He visto inexpertos en estilo diseminar oro y perlas por el suelo, plantas vivaces entre la mala hierba. Hacer resaltar el filón, sacar el diamante, escardar el campo; no es nada, y es todo.

Cuando se rehacen sus frases, cuando se impulsan sus imágenes, cuando se pule su estilo, cuando se determinan sus palabras, quedan boquiabiertos: “Nadie nos ha dicho nunca eso”, y se maravillan de la verdad extraída, sólida, brillante, que está en ellos y que es sacado del crisol luego de esa operación.

La necesidad de un guía es absoluta para las naturalezas medias, porque aquí se trata, no de genios, no de futuros grandes hombres, a quienes no se enseña nada porque ellos prescinden de todo, sino de aquellos que tienen una vocación ordinaria y que pueden duplicar su talento con su propio esfuerzo y los consejos.

Moliére interrogaba a su sirvienta. Racine consultaba a Boileau. Flaubert escuchaba a Bouilhet. Chateaubriand se sometía a Fontanes.

Yo he querido ser un guía para los que no pueden tenerlo. Ahí están mis quince años de batalla con las palabras escribiendo novelas, relatos y artículos de crítica, creados y recreados con insistencia.

Mi experiencia personal seguramente vale poco. Me ha parecido, no obstante, que podría ser útil a los demás, y que sería de provecho publicar lo que he aprendido por mi cuenta. El resultado de esos años de trabajo y de lectura servirá ciertamente a los que empiezan en el arte de escribir, tanto a los que se preparan de forma profesional como a los que quieren disfrutar de él como aficionados.

 


[1] Se refiere Albalat a la obra Le romancéro populaire de la France: choix de chansons populaires françaises, aparecido en 1904 por la edición de la librería Émile Bouillon. (Nota del traductor)