Con los días, sin confesárnoslo, la idea dejó de ser risible y se adueñó de todos. No podría determinar el momento en que a alguno le pareció viable la idea, ni tampoco el instante en qué comenzó a tomar forma un proyecto que convertiría a nuestra Madre en aparejo con el cual hacer posible los sueño. Sólo recuerdo que en una de las tantas mañanas de miseria, y después de escuchar sus quejas y amenazas de suicidio, nosotros, hijos, yernos y nueras, trazamos, en aras de no perderla a cambio de nada, una estratagema de huída, que tenía como paso inicial engordar a Madre con el objetivo final de hacerla gigante, navegable, que lograra el tamaño de una balsa capaz de soportar varios cuerpos y, encima de ella, alcanzar las costas de Miami.
Para lograrlo debíamos renunciar hasta los límites de lo humanamente posible, la ya exigua cuota alimentaria, en especial el arroz y el pan, los productos más ricos en carbohidratos de nuestra dieta. Acordamos además, traer a casa la merienda que nos dieran en los centros laborales. Fue una decisión difícil pero necesaria para sobrevivir a largo plazo.
Al principio presenciábamos con envidia y fatiga cómo Madre engullía el plato desbordado, luego preferimos mirar por la ventana. Por nuestra parte, con tal sistema alimentario el hambre, la inanición y el temor a las enfermedades y a la muerte, junto a la imaginación, hicieron lo suyo. Aprendimos a comer pétalos de flores y hierbas. La introducción en nuestra dieta de algunas hojas de plantas, lavadas y con un poco de agua y sal, a modo de ensalada, junto a un refresco preparado a base de pasta dental tuvo mucho éxito, haciéndonos sentir consumidores de comidas exóticas. A la larga el refresco debimos suprimirlo porque, la falta de pasta dental nos obligó a limpiarnos los dientes con unos palillos, según un antiguo método africano y… no disponíamos de tales palillos.
Era un placer ver a Madre, a veces, renunciar a tanta comida. Sufría náuseas y vómitos, a gritos nos insultaba, pero con calma, la convencimos para que continuase comiendo. Todas las tardes la pesábamos y medíamos para estar al tanto del avance. La primera semana mantuvo su peso. Nos deprimimos, andábamos por la casa en silencio, no podía ser peor el resultado de nuestros afanes. Cuando más abatidos estábamos mi hermana encontró la solución: era necesario aumentarle su apetito.
La apetencia de Madre comenzó a desarrollarse gracias a unas vitaminas obtenidas a cambio de atender durante cuatro días y sus noches a un enfermo en estado terminal, en un hospital psiquiátrico. A partir de entonces pidió, mejor diría exigió, mayor cantidad de alimentos, con una frecuencia que llegó a asustarnos. Se comía hasta la raspa que antes nos repartíamos. Aprovechando su voraz apetito, nos dimos a la tarea de buscar y acopiar más alimentos. Fui hasta un central azucarero situado en las afueras de la ciudad; no encontré azúcar en las tolvas, sin embargo sí la había en los trenes, paralizados y sucios. Con un cuchillo me di a la tarea de desprender la azúcar adherida a las paredes de los viejos vagones. Mientras, mi cuñado iba por algunas fincas de la carretera central y traía frutas para los dulces, el delirio de Madre.
Pronto Madre comenzó a ver rellenarse sus antiguas carnes, ya sus huesos no parecían a punto de atravesarle la piel. Progresamos, nos dijimos.
Por supuesto, Madre no debía saber nuestra verdadera intención; le mentíamos. Ante su estupefacción por la desacostumbrada abundancia en la mesa, las respuestas fueron disímiles. Le explicábamos que en el país la situación había mejorado mucho, que el campo socialista resurgía a pasos agigantados y con ello se restablecieron los convenios con el CAME, que en otros puntos de la geografía mundial varios gobiernos comunistas triunfaron, que el país produjo en la última zafra diez millones de toneladas de azúcar y que, saldando esa deuda histórica, ya se esforzaba por obtener una mayor producción el próximo año, pues el precio de la sacarosa estaba elevadísimo en el mercado internacional.
Una mañana Madre nos sugirió pintar la casa en correspondencia con las posibilidades que brindaba la buena marcha de la economía, y ante nuestras expresiones de protesta, anunció la renuncia a una parte de su alimentación. Podía conformarse con menos, y así disminuiría su peso, lo cual, nos confesó, ya le era preocupante para su corazón.
–Pero mamá, si hasta hace poco usted quería morir –le dije.
–Ya lo dijiste, hijo mío, hasta hace poco –me respondió–. Ahora que las cosas han mejorado es lógico que me cuide. Gracias a la generosidad de ustedes estoy viviendo los mejores años de mi vida.
Inferimos algo sarcástico en sus palabras.