Puente de plata

–Madre tiene razón, por supuesto que podemos pintar la casa –dijo mi hermano más pequeño y él más apegado a ella, queriendo complacerla  y tal vez resarcir, en algo, su inocente sacrificio.

Sopesamos la eventualidad de negarnos, pero ella podría sospechar y renunciar a comer. Y aunque esta vez, justo es decirlo, fue más difícil ponernos de acuerdo, por el excesivo esfuerzo y abnegación que pedía Madre de nosotros, comprendimos que era imposible negarnos. La discusión duró hasta que volvió a mencionar el estado de su corazón.

–¿Es posible que no tengamos tiempo y se infarte antes del viaje? –expuso con preocupación mi cuñado.

–Peor es que se infarte en pleno viaje –aseveró mi hermana–. ¿¡Se imaginan!?

De inmediato cedí mi único pantalón de paseo. Una de mis hermanas vendió una sortija con un baño de plata y su esposo cambió unos zapatos algo usados por un poco de colorante para la marmolina. Al siguiente fin de semana, pintamos la casa. Fue necesario rodar la cama de Madre porque, desde su trono, pidió inspeccionar los trabajos.

Un único suceso nos dividió, tuvo lugar una mañana cuando descubrimos que alguien había introducido una cuchara en la mermelada de Madre. Hubo una reunión urgente. Agraviados hasta el delirio nos dimos a interrogarnos unos a otros a la búsqueda del Traidor. Mi hermana mayor tomó un papel y anotó los desplazamientos, horarios y actividades desarrollados por cada uno en la casa. Al cotejarlos, descubrimos que el embustero era el novio de mi hermana menor.

Ante la evidencia no pudo decir nada. Mi hermanita le abofeteó.

–¡Te pensé confiable!  –le dijo con una irritación que jamás le había visto–. Si traicionas la familia qué de bueno puedo esperar de ti.

Llevada a votación la decisión a tomar con él, optamos unánimemente por la expulsión. Y a pesar de sus lágrimas y súplicas nadie se retractó… Lo vimos marcharse con su mochila casi vacía a cuestas. En definitiva su ausencia haría menor el peso a soportar por nuestra Madre. En última instancia, ya llevaba la idea, también podría ejecutarla con su familia.

Una noche la encontramos llorando. Reveló que estaba aburrida, que ni siquiera podía mirar la calle por la ventana. Deseaba un televisor. En un rincón de la casa aún permanecía aquel inservible aparato ruso tras treinta años de uso continuado. ¿De dónde podríamos sacar un televisor?.. Esta vez fue mi hermano quien ofreció la solución. Por las noches, mientras hiciera las guardias en su trabajo, tomaría el televisor y lo traería a casa para que viese la programación nocturna. Luego que se durmiera se devolvía y… cómo si nada hubiese pasado.

Así lo hicimos. Cada tarde nos íbamos a buscar el dichoso televisor. Las cuadras del trayecto con el pesado aparato al hombro nos hacían sentir como si corriésemos el maratón de los cuarenta y dos kilómetros. Cuánta satisfacción nos daba la alegría de Madre al ver el televisor en su cuarto, pensaba que lo trasladábamos desde la sala. Cada programa era un estímulo para que comiese más. Era feliz, pasaba el tiempo mirando cuanto apareciera en la pantalla. En la madrugada, cuando terminaban las películas, devolvíamos el televisor. Mi hermano no volvió a tener un día de descanso, siempre se brindaba para hacerle la guardia a los otros custodios.

Era alentador el progreso de Madre. Dos días sin verla y el cambio era notable. Madre crecía y se hinchaba por horas, al menos eso nos parecía. Pronto ya no cupo sobre la cama, a la cual fue preciso unir otro colchón sujeto con sillas. Llegó entonces el momento de comenzar a  distribuirnos los lugares que cada uno ocuparía encima de ella. Mientras dormía, la medíamos para dividirla en partes iguales.

Ya entonces comenzamos a estudiar cómo y en qué medio transportarla hasta el litoral al momento de irnos, así como el lugar más propicio de la costa desde donde lanzarnos al mar, evitando los arrecifes. En la medida que planificábamos los detalles de la huida, una embriagadora sensación de éxito nos fue alucinando a todos.

En los últimos días Madre era una hipérbole de sí misma. Su gordura se hizo ostentosa, casi teatral. Se fue llenando de rollitos y esferas adiposas que, empatadas entre sí, la hacían cada vez más cómoda para viajar. En contraste, en nosotros la escasez hizo estragos. La delgadez y el envejecimiento apenas permitían reconocernos.

Una mañana reparamos que a Madre comenzaba a escapársele la grasa por un grano. Inmediatamente lo sellamos. La emergencia nos obligó a convocar una reunión extraordinaria. Era la hora, había que llevar a cabo la acción.

–El próximo fin de semana nos vamos –decidió mi hermano mayor con voz autoritaria.

Nuestro silencio fue la respuesta aprobatoria. No se podía continuar esperando.

Ese fin de semana, le propusimos a Madre una excursión a la playa. Su piel estaba muy blanca y el médico recomendó le diésemos baños de mar, le dijimos. Ella ladeó la cabeza y continuó absorta en la telenovela. No hizo ningún comentario para tranquilidad de nosotros.