Puente de Punta Diamante

 

La Carretera central atraviesa el pueblo desde el Reparto Canarias hasta el Barrio del Cuartel, el antiguo cuartel ahora es una escuela, pero de todos modos el Barrio se sigue llamando igual. El Lada pasó veloz entre las hileras de casas, dejó atrás El paseo con sus frondosos árboles y el bullicio de transeúntes, autos, bicicletas. Pasó junto al jardín sin que mi hermana pudiera zafarse de un beso larguísimo para mirar el montecito versátil de donde salen todas las flores del pueblo: las de las coronas de los muertos, las de los ramos de novias, las que se obsequian en los actos públicos y las ofrendas de los mártires y héroes de la patria. La Carretera central se eleva sobre el Puente de Punta Diamante y por el camino tradicional lleva a los que van a la ciudad de Santa Clara, la más importante del centro del país. Por un desvío, unos metros después del puente, el Lada sale a la Autopista nacional, una amplia cinta gris con listones blancos recién pintados separando las vías.

El pariente frenó bruscamente, sacó el codo por la ventanilla y después el brazo completo seguido de la cabeza, mirando atrás, hacia el lugar donde se levantan los pilares del puente.

—¿Ese no es el puente que se está hundiendo? —preguntó.

Mi hermana y el habanero terminaban su beso, pero nadie respondió. A quién le importaba ahora si se hundía un puente o el Titanic. Pero el pariente insistía y dio marcha atrás hasta colocarse a unos diez pasos de las primeras columnas del puente. La puerta del auto se abrió con un chirrido y el hombre bajó, tropezó con una irregularidad de la orilla porque miraba hacia lo alto, examinando las columnas de arriba hasta abajo, hablando sólo y negando con la cabeza. Mi hermana y el habanero miraban al pariente hacer sus peripecias. El habanero se impacientó.

—¿Qué mira ese ahora? —la pregunta se oyó como si hablara consigo mismo.

—Algo en el puente —contesta mi hermana a media voz para que el pariente, que detuvo a un ciclista y conversa animadamente con él acercándose de regreso al auto, no les oiga.

Mi hermana se quedó mirando el Puente de Punta Diamante a través del cristal trasero y comenzó a sentir que esa enorme armadura de concreto le producía una especie de vértigo, turbación, pérdida del sentido. Siempre que le ocurría esto, veía imágenes de lugares en los que nunca había estado o paisajes y personas que sólo en muy raras ocasiones reconocía, y además lograba establecer un vínculo sobrenatural con ellos. Mi hermana veía el Puente de los Suspiros, en Venecia, donde se lanza una moneda y se pide un deseo que irremediablemente habrá de cumplirse. Pero aún no sabe de muchos otros puentes que de pronto forman una amalgama en su visión. No sabe que cuando nosotras cumplíamos cinco meses y diecinueve días, el veintiuno de noviembre de mil novecientos sesenta y cuatro, se abrió al tráfico el Puente de Verrazano-Narrou, que se suspende del cielo con la belleza de una descomunal piedra blanca, debajo de la cual pasan suavemente los trasatlánticos. Ni sabía de las puertas de oro del Golden Gate, en San Francisco, tan alto como un gigante y tan fuerte que podría resistir un terremoto de 8,3 en la escala de Richter. No sabía que un puente móvil cruza el río Mississippi, en Fort Madison, Iowa, ni que allí mismo, en unos puentes como túneles, uno en especial llamado Roseman, se amaron, con un amor devastador y triste hasta la muerte, se siguen amando hasta la eternidad Robert Kincaid y Francesca Johnson. No sabe nada del Pont de Normandie, que atraviesa el estuario sobre el Sena y puede soportar vientos de hasta 120 kilómetros por hora. No sabe todavía que sobre el Estrecho de Bósforo, en Estambul, un puente une dos continentes con su estructura y sus historias fabulosas, y que se suele ver azul y lleno de luces pálidas en las noches. Ni que hay un pequeño puente en Toledo, el Puente de San Martín, que marcará su vida. Algunos de estos puentes van a cambiar su modo de ver el mundo. Mi hermana aún no comprendía todo aquello que pasaba delante de sus ojos, pero algo intuitivo y extraordinario le confirmaba que un puente, ese espacio casi mítico, puede ser como Dios; el Alfa y la Omega, el principio y el fin de cualquier existencia, de cualquier historia.

Mi hermana miraba el puente que volvía a ser el Puente de Punta Diamante entre asombrada y feliz, con los ojos semicerrados. El puente seguía al fondo, tenaz, y se hacía pequeño porque el pariente había puesto en marcha el auto, pero mi hermana tenía la sensación de que era el puente quien se alejaba, hacia atrás, hasta desaparecer y hacerse nada.

Las risas del habanero y el pariente trajeron de regreso de sus pensamientos a mi hermana. Entre sonoras carcajadas el pariente comentaba su conversación con el ciclista.

—Aquí sí que la botaron. Hicieron el puente en saludo a no sé qué fecha y ahora se está hundiendo…

El pariente siguió su monólogo porque mi hermana y el habanero estaban de vuelta en su beso. El sol era una mitad de sí mismo sobre las lomas. La tarde caía en la Autopista y casi no había tráfico, las señales eran pobres y el pariente dijo que tenía que ir atento, porque los animales no saben nada de carreteras y lo que recuerdan es que el año pasado por esta fecha había aquí una yerbita jugosa y dulzona que ahora quién sabe a dónde se habrá ido, ni cómo este algo compacto y oscuro nació en su lugar. Hay que ir muy atento, y eso hace el pariente mientras se ríe de su ocurrencia, porque ahorita es de noche y enredarse con un animal a esta hora cuesta un montón de pesos en chapistería, eso si no damos unas cuantas vueltas con las ruedas para arriba. El pariente se estira apoyado en el volante y mi hermana y el habanero se instalan en un beso infinito.