Puente de Punta Diamante

 

Del Motel Los Caneyes mi hermana conservó un recuerdo vago de estatuas aborígenes y cabañas rústicas. Llegaron de noche y la iluminación era escasa.

El recepcionista revisó el papel de la reserva que el habanero le extendió mientras mi hermana se acodaba sobre el alargado mueble de la carpeta, cansada de un beso tan sostenido, de toda la semana de ajetreo con la preparación del brindis y, por último, de no haber dormido casi nada la noche anterior con la serenata que trajeron unos amigos para la despedida de solteros. El recepcionista asintió y les pasó una planilla para que la rellenaran con sus datos personales.

Mi hermana, con la cara entre las palmas de las manos, apoyado el mentón en los pulgares seguía con atención lo que el habanero escribía. De algún recodo de su cabello se desprendió en forma de cascada una hilera de granos de arroz que, al caer sobre el mueble de la recepción, hicieron que se escuchara como una música, un tintineo inusual, casi mágico, que sonó como si se hubiera amplificado por altavoces. Aquella música detuvo todo alrededor. El botones quedó a medio levantar las maletas que había colocado un momento sobre el suelo; el chef dejó en el aire, ensartadas en un pincho, las chuletas destinadas a ser puestas al fuego; el trío que empezaba a entonar sombras nada más, acariciando tus maa… calló; en el restaurante, también detenidos quedaron otros huéspedes, llevándose a la boca rodajas de tomate o tostones de plátano verde, y en las habitaciones la esposa quedó con el creyón sobre los labios y el esposo a medio cerrar el último botón de su camisa de estreno, alguien quedó en la ducha como si el agua se hubiera congelado y él mismo fuera un bloque inmóvil, y los amantes en medio de su orgasmo, el más largo e intenso de toda su vida. Y así hubieran seguido por mucho tiempo, quizás hasta hubiera crecido un monte de espinos alrededor del motel sin que nadie pudiera atravesarlo durante cien años, pero el habanero, que había terminado de llenar la planilla, besó a mi hermana, que seguía como dormida con la cara entre las manos. El beso rompió el encanto haciendo que todo se animara nuevamente.

El recepcionista levantó el rostro transformado, con una sonrisa como la de una máscara, y reconociendo el ritual del arroz, dijo:

—¡Recién casados! ¡Felicidades! —y aquella felicitación cayó como una lápida sobre ellos.

El botones, tras dejar las maletas de un huésped que se marchaba, acompañó a la pareja a su habitación. Encendió las luces, conectó la radio y el refrigerador; contó los percheros, los vasos y las argollas de las cortinas, las toallas, las sábanas, fundas, colchas, ceniceros, y parecía que no iba a terminar cuando se detuvo y dejó claro que nada faltaba, ni estaba roto y así debía estar cuando salieran. Puso la llave de la habitación sobre una de las mesas de noche, les deseó feliz estancia en las instalaciones del motel, y se marchó cerrando la puerta tras de sí.

Mi hermana iba a lamentarse de que el mejor vestido que traía era de la misma tela y los mismos colores, con el mismo estampado que las cortinas de la habitación, cuando el habanero la invadió de nuevo con su beso. Y aquel beso dejó a mi hermana exhausta, en el letargo de un sueño nuevo, de sensaciones desconocidas, y terminó muy entrada la mañana del día siguiente, cuando creyó oír toques en la puerta y la voz del botones. El habanero, envuelto en una sábana de la cintura para abajo y tan desorientado que demoró unos minutos tanteando las paredes antes de encontrar el pomo del llavín, entreabrió la puerta ladeando el rostro para evadir la luz que se colaba de lleno hasta sus ojos y dejó escapar un largo bostezo. Mi hermana oía como si le llegaran de muy lejos, fragmentadas, las voces del muchacho y del habanero. Se le confundían con las de los cantantes de la despedida de solteros: estas son las mañanita, ¿quién tenía que irse?, ¿por qué?, que cantaba el rey David. Ellos no, claro que no. Estaban de luna de miel, el recepcionista lo sabía. Llegamos anoche. Usted mismo nos trajo a la habitación y contó los percheros y los vasos y encendió la radio a las muchachas bonitas. Mi hermana iba y venía del sueño sin entender por qué el habanero estaba gritando que ‘esto es una mierda’, y quiso incorporarse pero todo le pesaba. El habanero seguía en la puerta aunque el muchacho ya se había ido. La sábana que tenía alrededor de la cintura se le escurrió hasta los tobillos. Quedó desnudo y en silencio como si lo hubieran amordazado. La puerta se cerró como si tuviera alas se las cantamos aquí. El candadito de cartón azul con la inscripción NO MOLESTE POR FAVOR en español e inglés, se balanceó durante un rato colgando del pomo de la puerta. El habanero pateó la sábana, primero suave para desenredarla de los pies y después con tanta rabia que la levantó hasta el cielo raso de cartón pintado de blanco. Y ahora qué hacía, el pariente no pasaba para La Habana hasta dentro de siete días. Qué hacía ahora con la guajira, con mi hermana, que seguía sobre la cama, dormida, preguntándose en su sueño todavía si estas eran las mañanitas que cantaba el rey David.

—Guajira.

El habanero empezó a acariciarle suavemente el brazo. No, estas no eran las que cantaba el rey David.