Raskolnikov no estaba acostumbrado al trato con la gente…

Sus palabras habían producido cierta impresión. Hubo unos instantes de silencio. Pero pronto estallaron las risas y las invectivas.

–¿Habéis oído?

¡Viejo chocho!

–¡Burócrata!

Y otras cosas parecidas.

–¡Vámonos, señor! –exclamó de súbito Marmeladov, levantando la cabeza y dirigiéndose a Raskolnikov–. Lléveme a mi casa… El edificio Kozel… Déjeme en el patio… Ya es hora de que vuelva al lado de Katerina Ivanovna.

Hacía un rato que Raskolnikov había pensado marcharse, otorgando a Marmeladov su compañía y su sostén. Marmeladov tenía las piernas menos firmes que la voz y se apoyaba pesadamente en el joven. Tenían que recorrer de doscientos a trescientos pasos. La turbación y el temor del alcohólico iban en aumento a medida que se acercaban a la casa.

–No es a Katerina Ivanovna a quien temo –balbuceaba, en medio de su inquietud–. No es la perspectiva de los tirones de pelo lo que me inquieta. ¿Qué es un tirón de pelos? Nada absolutamente. No le quepa duda de que no es nada. Hasta prefiero que me dé unos cuantos tirones. No, no es eso lo que temo. Lo que me da miedo es su mirada…, sí, sus ojos… Y también las manchas rojas de sus mejillas. Y su jadeo… ¿Ha observado cómo respiran estos enfermos cuando los conmueve una emoción violenta…? También me inquieta la idea de que voy a encontrar llorando a los niños, pues si Sonia no les ha dado de comer, no sé…, yo no sé cómo habrán podido…, no sé, no sé… Pero los golpes no me dan miedo… Le aseguro, señor, que los golpes no sólo no me hacen daño, sino que me proporcionan un placer… No podría pasar sin ellos. Lo mejor es que me pegue… Así se desahoga… Sí, prefiero que me pegue… Hemos llegado… Edificio Kozel… Kozel es un cerrajero alemán, un hombre rico… Lléveme a mi habitación.

Cruzaron el patio y empezaron a subir hacia el cuarto piso. La escalera estaba cada vez más oscura. Eran las once de la noche, y aunque en aquella época del año no hubiera, por decirlo así, noche en Petersburgo, es lo cierto que la parte alta de la escalera estaba sumida en la más profunda oscuridad.

La ahumada puertecilla que daba al último rellano estaba abierta. Un cabo de vela iluminaba una habitación miserable que medía unos diez pasos de longitud. Desde el vestíbulo se la podía abarcar con una sola mirada. En ella reinaba el mayor desorden. Por todas partes colgaban cosas, especialmente ropas de niño. Una cortina agujereada ocultaba uno de los dos rincones más distantes de la puerta. Sin duda, tras la cortina había una cama. En el resto de la habitación sólo se veían dos sillas y un viejo sofá cubierto por un hule hecho jirones. Ante él había una mesa de cocina, de madera blanca y no menos vieja.

Sobre esta mesa, en una palmatoria de hierro, ardía el cabo de vela. Marmeladov tenía, pues, alquilada una habitación entera y no un simple rincón, pero comunicaba con otras habitaciones y era como un pasillo. La puerta que daba a las habitaciones, mejor dicho, a las jaulas, del piso de Amalia Lipevechsel, estaba entreabierta. Se oían voces y ruidos diversos. Las risas estallaban a cada momento. Sin duda, había allí gente que jugaba a las cartas y tomaba el té. A la habitación de Marmeladov llegaban a veces fragmentos de frases groseras.

Raskolnikov reconoció inmediatamente a Katerina Ivanovna. Era una mujer horriblemente delgada, fina, alta y esbelta, con un cabello castaño, bello todavía. Como había dicho Marmeladov, sus pómulos estaban cubiertos de manchas rojas. Con los labios secos, la respiración rápida e irregular y oprimiéndose el pecho convulsivamente con las manos, se paseaba por la habitación. En sus ojos había un brillo de fiebre y su mirada tenía una dura fijeza. Aquel rostro trastornado de tísica producía una penosa impresión a la luz vacilante y mortecina del cabo de vela casi consumido.

Raskolnikov calculó que tenía unos treinta años y que la edad de Marmeladov superaba bastante a la de su mujer. Ella no advirtió la presencia de los dos hombres. Parecía sumida en un estado de aturdimiento que le impedía ver y oír.