Río Bravo

Está oscuro, amaneciendo ya sobre el horizonte. Uno al lado del otro, sin esfuerzo, Alexis y yo vamos siguiendo la inercia del terraplén que baja flanqueado por el sopor de las casas dormidas. A la derecha, entre sombras, el viejo polvorín parece un caserón de misterio y el olor de los eucaliptos que bordeamos se une, dulce mezcla, con la humedad terrosa que el viento nos trae del río. Por fin el muro. Sin estrellas el cielo, sólo Venus agonizando y el resplandor de la luna detrás de la cortina de pinos. Con una mano voy palpando el muro mientras siento sobre mi cuello la respiración profunda de Alexis y en ese contacto se va diluyendo el miedo. Ya termina, pasamos y ahora es el trillo, a grandes trancos, casi corriendo, avanzamos. El tronco, un salto. Y por encima de la hierba crecida se insinúan las márgenes del río. Llegamos y nos desnudamos en silencio, metemos las ropas dentro de una bolsa de nylon que llevará el Alexis para volver a vestirnos una vez del otro lado. Vamos ya, dice. Y lo siento caer en el agua. Por unos instantes me paraliza el miedo: el caudal, los remolinos. Luego me decido y me agarro de una rama y me dejo caer y me hundo. La corriente me empuja y no hallo fondo, busco la superficie y al fin respiro. A unos metros Alexis ya se aleja y comienzo a bracear, a perderme en el negror profundo entre una y otra bocanada. A ciegas, indefenso, soy sólo una ansiedad que lucha por llegar.

Alexis ya sale, las nalgas al aire. Yo un poco más hasta encontrar fondo en la playita de arenas grises. Estoy temblando y no puedo controlar el chasquido de mis mandíbulas. Es como si todo el frío que el agua arrastra desde que el sol se hundió en su torrente se me hubiese metido adentro. Hay que subir, grita Alexis. Y el aire, filoso como la navaja que Alexis recoge de la arena y que debe haber llevado entre los dientes al estilo filibustero, me corta los pulmones. Y ya estoy subiendo por la pared de tierra. Vuelvo a sentir miedo, la patrulla, los perros y el aire que apenas puedo retener. La llanura se abre apenas insinuando su verdor y, allá lejos, las luces de Brownsville. Desnudo, con el bulto de las ropas en la mano, Alexis empieza a correr y yo lo imito mientras miro hacia el sol que ya sale, redondo y dorado. Es un sol con muy buenos pulmones, pienso, capaz de contener la respiración toda la larga noche y nadar por debajo del agua desde la punta del pueblo hasta salir al otro lado del puente donde acabo de verlo. Nuevo sol, nueva vida. Como nosotros, recién paridos por el río y con tan buena suerte que no se ven caballos ni guardias ni perros.

Corriendo. Montículos de piedra desnuda y lejos las luces. Y más piedras, pequeñas, resbaladizas. Las piernas de Alexis, pisando sus pisadas. Casi a ciegas, como soñando, sin miedo ya. Tanta neblina y el corazón frenético. Aire. Corre porque nos cogen, grita Alexis. Si nos cogen nos devuelven a México y de ahí a Cuba y se acabaron mis sueños de escritor famoso. Pero no hay nadie. Las luces de Brownsville cada vez más cercanas, cada vez más cansado. Lejos, cada vez más lejos, el puente. Resiste un poco más, grita Alexis. Pero se preocupa por gusto: sin aire, sin piernas, yo voy a continuar corriendo hasta el fin del mundo si es preciso.

Ahora, en el rigor que en Miami nos impone el american way of life, somos amigos y rentamos juntos en el East de Hialeah un apartamento. Alexis ha resultado ser un tipo duro, pero de corazón blando y yo, según él, no me porté tan cobarde en el cruce del río como supuso cuando nos conocimos. Trabajamos por el día en dos tiendas de ventas de piezas de autos y por las noches en el restaurante de la Avenida Cuarenta del South West fregamos platos. En el poco tiempo que compartimos en el apartamento yo soporto su pésimo gusto musical, Selena y Camilo Sesto, y él se resigna a mis lecturas con la voz de Enya como telón de fondo. Hace unos días le comenté que tenía en mente escribir un cuento con las peripecias del Río Bravo. Me miró un instante y luego de darse un trago de cerveza Litte, dijo, pon ahí que aquí hay que trabajar tanto que cualquier día cruzo de nuevo el Río Bravo, pero esta vez en sentido contrario.