Sólo me respondo a mí mismo

Mis compañeros de albergue ya no están. El actor se dedica ahora a su pequeño negocio de venta de pizzas. Transformó la ventana de su casa alquilada en un reluciente mostrador a través del cual aparece sonriente. Dice ser un hombre feliz. El músico incorporó a su repertorio algunos sonidos populares, los más escuchados del momento, para ofrecérselos, con todo su talento, a los turistas extranjeros que alrededor de la piscina de un lujoso hotel recién estrenado, le pueden escuchar todo el día. A cambio de haber renunciado al alto salario de la Orquesta Sinfónica, ahora junta las propinas en dólares, que los turistas con delicadeza dejan caer en el estuche de su instrumento.

Abandonado por todos, disfruto de la soledad que retienen estas altísimas paredes. Ya no tengo que aguardar por el sueño de mis compañeros de habitación para sentarme frente a la máquina de escribir y probar mi suerte. Las primeras líneas surgieron con facilidad. Había descansado los dedos sobre mi vieja máquina, sin saber cómo continuaría mi historia. Un escritor nunca sabe cómo continúa la historia que escribe, es nuestra similitud con los líderes de las auténticas revoluciones. Pero ya me había dejado de acompañar esa suerte. El ángel que sopla a nuestros oídos esa gran historia que luego mostramos como nuestra, eso que llaman estado de gracia, o inspiración, por pudor de mencionar nuestra  dependencia con un ángel, no me ayudaba desde hacía un buen tiempo.

A pesar de mi desdicha pude escribir alguna que otra nueva idea que poco aportaban a la narración inicial. Pero eran nuevas palabras, palabras que me esperanzaban. Demostración de la posibilidad real de continuar, aún cuando el ángel no apareciera.

Sintió el penetrante olor al mar y él le aseguró que estaba algo lejos.

Los que ya estamos acostumbrados a su presencia no nos percatamos de que los vientos la acercan.

A veces me siento un naufrago. Quizás es una sensación común para los que habitamos en una isla, sólo que no siempre se tiene conciencia de que estamos rodeados por las aguas. Y esta ciudad te lo recuerda a cada momento.

Las aguas, en una isla como esta, son las que mueven la historia. Porque es lo único que puede, feroz como un hambriento animal, apoderarse de la isla.

Ella imaginó –suprimí el “Y ella” – los mares de los que él hablaba como una turbia masa en la que se hacía borroso el reflejo del sol.

¿Te adaptaste a vivir lejos de la familia? Preguntó después de un prolongado silencio en que ambos habían aspirado las fragancias traídas por el viento costero.

Seis años interno en una escuela al campo, dos de Servicio Militar, cinco años albergado en la Universidad. Más bien tendría que adaptarme a vivir en familia. Reflexionó él.

Seis años interno, dos de servicio militar, cinco en la universidad. Repetí, en alta voz, como si hubiese escuchado una conversación interesante y ajena. Han sido mis años, mi historia. La historia que inició el intransigente profesor de literatura, al confiar en mi talento. Una carrera exitosa desde su comienzo. Mi nombre en los periódicos, mi madre recortando los artículos que teorizaban sobre mi precoz talento, la admiración de los amigos, los de la familia y los míos, manifiesta en sus frases de halagos, las muchachas que copiaban al margen de sus cuadernos mis versos. El mundo a mis pies.

En mi actual zozobra miro atrás y reconozco que alguna vez fui feliz. Era un hombre con planes y me creía con suficientes fuerzas para materializarlos. Cuando alguien se aventura a dedicarse con pasión a un oficio es necesario estar dispuesto a dejar algo de sí. Entonces yo estuve dispuesto a abandonarlo todo; los estudios de matemática y demás ciencias, a las muchachas y los amigos, a la familia. Un escritor necesita de la soledad más absoluta. Comencé a vivir alejado de toda existencia mundana. Me tuve, desde entonces, a mí mismo, y a solas me acostumbré a dialogar con mis propias palabras. Ni siquiera me interesaba comer. Habría renunciado a ello si no fuese porque mi madre ponía delante de mi boca los alimentos. Asistía a la escuela sólo por complacerla, pero verdaderamente nunca más estuve. Aprovechaba el tiempo de clases para revisar mis manuscritos, mientras los profesores repetían lecciones que para nada sirven a un elegido. Suspendí casi todos los exámenes, pero no había nada capaz de perturbar la felicidad que entonces disfrutaba. Era feliz, me lo repito una vez más para no olvidarlo.

Pero la felicidad no es inmortal, es algo que muere. Y cuando esto sucede ni siquiera sirve de humus para una nueva felicidad, si es que la vida nos vuelve a premiar con ella. La citación para el servicio militar y los reproches de mamá por mis malas notas y los cuentos que traían todos los amigos de la casa sobre la dureza de la vida militar. Cuentos que me hacían cerrar bien fuerte los ojos para atenuar la sensación de terror que aún hoy me producen esas dos palabras: servicio militar.

El destino de los malos estudiantes, no dejaba de repetir mi madre, junto a una lista de sus sacrificios para que yo ahora la defraudara. Una extensa lista en la que incluía su activa participación en la Crisis de Octubre, Cordón de La Habana, el Plan Especial para cultivos raros en nuestro clima, que por varios años dirigió, la Zafra de los Diez Millones, la creación de los Círculos Infantiles, junto a milicias, guardias, trabajos voluntarios, movilizaciones, donaciones de sangre… A pesar de que muchas de estas sucedieron antes de mi nacimiento. Mamá a veces me confunde con la Revolución y me pasa la factura de tanta entrega.

El servicio militar lo va a sacar de esa vida extraña que lleva, sentenció mi hermana mayor. No sé si porque se lo creía o por consolar, en algo, a mi sufrida madre.

Hasta entonces era sólo eso, un miedo impreciso. Miedo a lo desconocido, a la vida no elegida, a la imposibilidad de continuar con mi elección. ¿Hasta dónde somos dueños o no de nuestra historia personal? Pronto, la vida, se ocupó de aclarar todas mis dudas, imprecisiones y desconocimientos. El abatimiento que me producía el penetrar en lo desconocido cedió lugar a la sensación real de sentir miedo por lo que se conoce, por lo que se experimenta. Sensación que en nada alivia, ni calma. El miedo que nos produce la realidad es tan profundo como los otros miedos, el que sentimos por lo desconocido, por lo que podrá suceder o ser. Sólo que este es verdadero, el que perdura, porque nunca llegamos a abandonarlo definitivamente, aún cuando ya no vivamos la experiencia que lo motivó.

Había amanecido con un espléndido sol. Un cielo hermoso, casi transparente, como si no hubiese sido el día, el primer día de un tiempo que comencé a medir regresivamente, minuto a minuto. Disfrutamos de algunas otras ventajas que sólo al pasar del tiempo supe valorar. La diana no se había efectuado a las seis de la mañana, como el reglamento especificaba. Una voz chillona, como el sonido salido de un herrumbroso metal nos dio el de pie a las siete. El desayuno consistió en un verdadero manjar, para lo que serían los sucesivos. Una mano peluda y regordeta a la que no le correspondía ningún rostro me acercó una rebanada de pan y un jarro de aluminio golpeado varias veces por su borde de cuyo fondo ascendía olor a leche ahumada. A la salida del comedor un capitán, o un teniente, o quién sabe si poseía alguna graduación mucho más alta, porque aún no sabía nada de la vida militar, ni siquiera el rango que mostraban en sus hombros, nos reunió a todos en el amplio patio.

Las unidades militares tienen un centro, como las ciudades del tercer mundo. Ese espacio asociado a la vida más intensa del lugar; las tiendas, los edificios públicos, las mejores barberías, cafeterías y los cines más elegantes y modernos, la iglesia más antigua. Es nuestra costumbre ir a él como única posibilidad de una real salida, de un paseo gratificante, un paseo de domingo. Lo que no está en este centro no tiene vida, pues no tiene valor. Ese centro, en la unidad militar, es el amplio patio.

Alrededor de la polvorienta explanada están los albergues; dos inmensas naves de piso de cemento y paredes de madera recién pintadas con cal blanca, la nave de lo que luego supimos eran las aulas; atestadas de equipos de radio comunicaciones, mapas y libros que contaban las grandes batallas militares libradas por el pueblo soviético, la del mando militar que era la única de mampostería; con amplias mesas de madera pulida en la que reposaban varios teléfonos, cartas militares y alrededor de las cuales se discutían las estrategias de combate y las sanciones a los soldados, y el comedor; poco ventilado y con grasientas mesas y bancos larguísimos de madera a ambos lados de su inmenso salón.

Con voz firme nos ordenó formar, alinearnos, ponernos en atención. Nos llamaba soldados y lo hacía con la misma intensidad con que se pronuncia una mala palabra. Parecía estar muy bravo con nosotros, quizás porque él también tenía que resistir de pie el fuerte sol estacionado sobre la amplia plazoleta.

Ustedes saben que la Patria necesita de ustedes. Porque ustedes saben que el país está amenazado. Porque estamos a pocos kilómetros de los yankees y eso no nos da ningún miedo, porque aquí no se sabe lo que es el miedo, pero hay que estar preparado. Ustedes saben que aquí primero hay que matarnos antes de volver a ser esclavos de esos maricones rubiecitos. Y también ustedes saben que aquí lo que nos sobra es cojones. Porque esta es una tierra de hombres, hombres. Y que el Patria o Muerte no es ningún cuentecito. Y que si tienen dudas que vengan y verán lo que es un cubano defendiendo lo suyo. Patria o Muerte, terminó diciendo cuando el sudor le había cubierto el rostro y la voz ronca, desde un principio, apenas era entendible.

Sentía el sol reposado sobre mi cráneo expuesto. Ya me habían cortado mis largos cabellos. El inicio de una interminable sucesión de pérdidas.

No se viene a esta unidad a leer estas mierdas, dijo el que llamaban por Sargento, cuando descubrió sobre mi cama los pocos libros que había traído. Se viene a defender la Patria, soldado. Aquí lo que no es obligatorio está prohibido. Y dibujó en su boca una mueca de desprecio. ¿O sería el reflejo de mi mueca el que creí ver en sus agrietados labios?

Los libros eran lo único verdaderamente mío en aquel sitio; el verde uniforme, la dura cama, el tiempo, mi vida, pertenecían a la unidad militar.

Me había sentado en el aislado banco. Cerca del pequeño jardín de flores silvestres, crecidas por capricho, a un costado del comedor, de donde alcanzaba leer: “Aquí se forman hombres de roble”, un inmenso cartel a la entrada de la unidad. Acompañado por el silencio, que me inventaba, pues se oían las bajas conversaciones de los guardias, el roce de las bandejas de metal sobre el amplio mostrador donde se sirven, y el rumor de la noche, pensaba en el destino, en el breve margen con que contamos para elegir nuestra vida. Se desvaneció una hoja del altísimo framboyán que me protegía de una luna que se dejaba ver sólo en su silueta.

Una luna sostenida por el equilibrado cielo de la noche. Seguí con la mirada su lento descenso. Ocupaba mi escaso tiempo de ocio con esas necedades, que me demostraban ser diferente a todos; observar la caída de una hoja, contar las hormigas que hollan la tierra oscura del abandonado jardín, disfrutar de los sonidos de las ramas del árbol mecidas por el viento mientras observo las figuras que se dibujan en el cielo de la noche. Disfrutando de esos instantes de soledad alcancé ver cuando el soldado de la posta se puso su fusil en la sien y se disparó un tiro. La primera víctima de una guerra que simulábamos todos los días. Vi su mano alzar. El disparo atravesar su cabeza dejándola cubierta por la sangre que comenzó a coagularse en el desecho cráneo y él desvanecerse sobre el fusil que ya había caído, como la frágil hoja del framboyán.

No quiero morir. No quiero morir. Desperté gritando la mañana siguiente al suicidio. A mi alrededor, los guardias se divertían con la escena. Cualquier suceso los divierte, hasta los más dolorosos. No quiero morir. ¿Quién mejor que un poeta para reclamar vida en un sitio en el que sólo se habla y espera la muerte, que se estimula y venera la muerte? No hay nada más deseado en estos lugares que ser protagonista de una guerra, no importa que ésta sea sin enemigos, sin bandos verdaderamente contrarios y que las muertes sean lo único real. Desperté gritando un deseo: No quiero morir. Un poeta debe vivir hasta culminar su obra, pero estas no son las leyes que rigen el ejército y tuve miedo dejar inconclusa mi obra. Mi obra, que creía trascendente e imprescindible. Entonces, aún por mi edad, contaba con la gracia de la inocencia.

Dos largos años desarmado y engrasando cubriendo un tanque muy parecido a los que poseían los soldaditos de mi primera colección. De frente march, un, dos, tres. Al imperialismo le hacemos la guerra. Uno, dos, tres. El sudor dueño de todo el cuerpo, hasta de los pies, ampollados por las botas rusas en la sofocante marcha de dos años. El frío aire de la madrugada, sobre un camión en que las bocas de las bazucas se dejaban asomar por las lonas que lo cubrían, reconociendo terrenos, atravesando infinitos campos minados donde el Ruso, el único amigo de esos años, perdió las piernas cuando aún soñaba con ser aviador.

Compañeros soldados, ha sido lamentable lo ocurrido. Pero este lamentable accidente nos ha servido a todos de experiencia y sobre todo de demostración de nuestra valentía. Que lo sepan una vez más los yankees, no nos rendiremos jamás. Antes de entregarles nuestra Patria estaremos dispuestos a perder mil brazos, mil piernas más, mil vidas, dijo emocionado el Sargento, en el habitual matutino de la mañana.

Ahora sí no vuelo más, brother, repitió una y otra vez con la voz de la angustia, desde la cama del hospital militar, mientras trataba de aliviar el calambre que sentía en las piernas que ya le habían amputado.

Pronto te recuperarás, Ruso, no te desesperes, me escuché decir con torpeza cuando sus ojos ya me  mostraban dos inmensas lágrimas que respondían con ahogo: Estas no vuelven a salir, brother, no vuelven a salir, señalándome hacia donde antes estuvieron sus piernas.

Mi cabeza estalla, tanto como aquel primer día. La sostengo entre mis manos, la coloco lentamente sobre la máquina de escribir. Siento el crujir de la hoja de papel apresada por el rodillo. He cerrado los ojos y aún me veo en la polvorienta plaza sobre la que un espléndido sol se ha estacionado.