Es su reinado: nadie ingresa, sólo el constante ruido de la planta de producción como un ronquido universal. Aún no ha terminado de realizar el inventario del treinta de junio y se ha quedado después de hora. Los nichos de los empleados son los escritorios vacíos que entristecen como plantas artificiales al sol. A su lado humea el café instantáneo y más allá espera el paquete casi nuevo de cigarrillos. Tras varias horas de aplicada obsesión ha descubierto la clave de acceso al sistema central del control contable de la empresa; ante sus ojos se deslizan, fríos y adormecidos, números que traducen el equilibrio entre el activo y el pasivo al cierre semestral del ejercicio. Es sencillo. Es la transfiguración de una hoja verde caída al pie del árbol, lentamente esos números se transformarían en valores de cambio palpables que prolongarían al infinito su horizonte que hoy moría al alcance de sus dedos.
Carga los datos necesarios en el sistema y espera. Antes de dar un trago al café lo presiente asqueroso, su memoria gustativa también sucumbe ante el hábito. El café de la oficina pese a los esfuerzos resultaba siempre indigestible, es otro elemento inexplicable. Tal vez la carroña de las almas atormentadas entre las paredes de la producción en serie se revelan en los escasos actos hedónicos.
“Procesando”, dice el cartel verde que parpadea en la pantalla. Pasan unos treinta segundos: “Acción finalizada”. Enciende un cigarrillo, aspira una bocanada extensa, lentamente y exhala. Mira el reloj en el costado inferior derecho de la pantalla. Los impulsos eléctricos corren franqueando umbrales inmateriales y se corporizan en un breve desvanecimiento en otro lugar.
Abre una página web lateral en su computadora, desliza sobre el teclado la url del banco, introduce el número de su cuenta personal, la clave enmascarada en asteriscos y espera unos segundos.
Allí está.
La cifra de cinco ceros. Demasiada modestia para rezar al dios de los hombres una oración por la procacidad.
Giordano agradece los beneficios de la distribución de la riqueza. Los números ocupan el espacio lineal de su cuenta personal, una bella y armónica traducción en dinero efectivo. Vuelve al sistema contable de la empresa y a esa misma cifra la envía a la cuenta Amortizaciones. Cierra los archivos, limpia el historial de su máquina, adultera el número de la terminal y apaga el cigarrillo en el cenicero. Se recuesta sobre el sillón giratorio y respira hondo varias veces, nervioso. Ahora va hasta la cocina con el pocillo de café en la mano. Siente un ligero estremecimiento al atravesar el vasto campo visual de las cámaras de seguridad. Entra en el pequeñísimo apartado de la cocina. Libre de los ojos de las cámaras, trata de ordenar su razonamiento. Ha ensayado tantas veces esta operación, calculado infinitas probabilidades, medido la gloria y el fracaso del robo.
Sabe que no hay regreso. Quedan dos opciones, o la cárcel si es descubierto, o esperar un tiempo prudencial y renunciar. Ambas contemplan su vida fuera de Starmakes para siempre. Es lo que quería.
¿Es lo que quería?, se pregunta cuando suena el teléfono de su escritorio. Deja la taza en el lavatorio, cruza de nuevo la playa de escritorios abandonados mientras el teléfono no detiene su llamado. Se sienta sobre su mesa de trabajo:
–Hola.
–Hola, ¿Juan?
–Sí.
–¿Todavía estás trabajando?
–Ya casi termino.
–Bueno, avisáme cuando salgas y dejá dicho en la vigilancia que en las oficinas no queda nadie –dice el supervisor de turno desde la planta de producción.
–Oquei.
–Nos vemos.
–Saludos.
El teléfono blanco queda encastrado de un golpe en su habitáculo.
Enciende otro cigarrillo y da una larga pitada. Se respalda sobre el sillón y apoya los pies sobre el escritorio, las cámaras de seguridad no toman su lugar de trabajo.
Cierra los ojos para atrapar esa imagen escurridiza: la agria concentración de miles de pesos apilados sobre una mesa, la paleta de colores dispuesta en forma de plegarias ordenadas en torres de veinte, cincuenta y cien, en variaciones degradadas desde el salmón al azulado claro bajo una lámpara circular. Como en las películas. Ha saltado la frontera frágil de la vida cívica al delito y la conciencia cumple su papel: no hay regreso. Hay tres, cuatro pitadas rápidas al cigarrillo, levanta el teléfono y marca unos números. La agencia de remises toma su pedido. Apaga la máquina, corta el suministro de energía eléctrica del estabilizador, recoge su campera del guardarropa y sale. Afuera la noche está fresca; le agrada sentir sobre su cara el viento invernal; pronto se despabila y necesita recuperar el buen humor.