Todo está en orden…

En la garita de la vigilancia el tipo vestido de azul oscuro y con una campera que muestra en el lado izquierdo del pecho un bordado amarillo con una leyenda: EL LINCE S.A, lo recibe con media sonrisa:

–Buenas noches, señor Giordano, ¿trabajando hasta tarde?

Giordano piensa en toda la información que manejan estos tipos.  De reojo, observa el cuadernito que detalla horas y minutos de todo lo que se mueve e intenta adivinar su nombre camuflado en las hojitas prolijas.

–Fijatevó, así es –contesta–, tuve que quedarme a trabajar para el cierre semestral, más vale solo que mal acompañado –dice Giordano tratando de relajarse sin lograrlo; de ser simpático, sin serlo.

Estos tipos son parásitos serviles, piensa Giordano, raza de empleados indefinida que se manejan entre la vocación por el orden, la alcahuetería y el odio a los de su misma condición.

Y agrega: el buey solo bien se lame.

Saca otro cigarrillo e inmediatamente el vigilante pone la llama de un encendedor frente a Giordano.  El tipo tiene pequeños ojos celestes rodeados de un laberinto de arrugas.

–Yo salgo a la diez –dice el vigilante sentándose–, ya me queda poco.

A mí también, piensa Giordano y una modesta virtud parecida a una alegría lo invade, hasta quiere recordar alguna canción pero no puede, la felicidad es una fiebre demasiado suntuosa en su vida.

–Hoy cobramos –dice el vigilante sonriendo–, el dinero hace la felicidad.

–Fijatevó que sí –dice Giordano y ve detrás de los vidrios de la garita las luces de un auto.  Bocina.  Sale casi sonriendo y sube al remís que se pierde en la oscuridad hacia Talita.

 

Noche.  Recostado sobre su cama, fuma acariciando su barbilla y un sonido áspero siente en ese deslizamiento.  Pared por medio, oye el despilfarro de emociones de sus vecinos: gritos, risas, niños chillando y, más tarde, lo sabe, los ahogados jadeos nocturnos de Berta.   Arrastrándose, su pensamiento se detiene en la mujer.  La cruzaba algunas veces en la vereda y ella lo miraba sin vergüenza, pero Giordano bajaba la vista, temeroso, siempre congelado en su presente sin audacia.  En el verano, ella tomaba sol en el patio que se comunica con el suyo y Giordano no atinaba a salir por miedo a encontrarse con un generoso cuerpo apenas cubriendo el pudor en la entrepierna.

Apaga la luz para dejarse inmolar por su soledad.  Los vecinos no notarán cambios en su conducta a pesar de que algo se ha modificado para siempre en su vida desde esta tarde, ellos lo verán como siempre: el triste y apagado tipo que llega del trabajo y se mete en su cueva del Barrio Social y nadie más sabe de él.  Juan Carlos Giordano no es odiado ni querido.  Está.  Ni siquiera es, sólo está.  Deambula escasamente por las calles de Talita receloso de compartir el espacio público y después muere en la amnesia vecinal hasta el otro día.

Talita tiene como única fuente de trabajo a Starmakes, la empresa de celulosa.  Sus habitantes, tan indiferentes al desequilibrio ecológico como a la política nacional, pasan sus días, acompasados al ritmo isócrono de las máquinas ávidas de apetito forestal.  A Juan Carlos Giordano, la destrucción de los bosques le importa un carajo, tanto como la existencia de los demás.

Solo, como toda su vida, los ojos perdidos en el cielo nocturno de Talita, resuelve una y otra vez la fatigosa adición de multiplicar seiscientos minutos diarios por los veinticinco días del mes y luego, a esa cifra elevarla por los once meses del año.  Entonces, ante sus ojos, estalla el número desgraciado de su existencia.

Esperaba una señal.

A la suerte hay que ayudarla, ya hubo tiempos de construir.

Ahora es tiempo de corromper, de suspender el curso imantado de lo previsible.