Algunos alumnos caminaban hacia el patio para formar y pasar a las aulas. Otros se deslizaban en sus bicicletas o se mantenían en grupos, gritando o jugando de manos. El resto comía confituras en la cafetería de la esquina. Era una casona de madera, de principios de siglo. Tenía un portal sostenido por varios horcones de jiquí, contra cuya dureza el tiempo poco había podido hacer. Tony se recostó a uno de ellos. Desde allí podía contemplar bien la escuela, el gris edificio de mampostería construido mucho después que el resto del entorno, y rodeado por una cerca de alambre, por cuya puerta cruzaban todos ellos como un tropel de ganado; pero él estaba harto y hoy tampoco iría a clases. Lo sabía desde que salió de su casa, tal vez desde la noche anterior, pero realizó todo el trayecto como si la decisión final la tomara a última hora. Eso le pasaba siempre: decidía las cosas cuando ya no quedaba…
–Hola, Perdido.
Ante él estaba Belkis Pino, una muchacha pecosa de su aula. Habían establecido cierta relación durante la Escuela al Campo, pero no estaba para conversaderas. Mucho menos a esta hora de la mañana.
–¿Ocurre algo…?
Tony cambió la vista. Belkis era de esa gente para las cuales siempre estaba ocurriendo algo.
–¿No vas a entrar hoy tampoco…?
–¿Adónde?
–A la escuela…
Todo el mundo se daba cuenta de sus intenciones, como si llevara un letrero en la frente.
–¿Te importa?
–Yo sólo te pregunté…, pareces preocupado… A lo mejor puedo ayudarte…
–Tal vez, necesito desaparecer la escuela del mapa.
Belkis no se inmutó:
–Eso es un poco difícil… ¿Sabes? Me gustaría saber qué haces cuando te quedas fuera.
–Nada.
–¿Te vas a tu casa y ya?
–A veces sí.
–¿Y a veces…?
–No.
–¿Sabes?, me gustaría saber adónde vas.
No existía nada en el mundo sobre lo cual a Belkis no le gustaría saber.
–Doy vueltas por ahí…
Tony miró que Ismael, el director, se acercaba a la puerta de entrada.
–Te van a dejar fuera…
Belkis dio media vuelta y echó a andar. Luego volvió la cabeza.
–Un día voy a irme contigo. Me gustaría probar a qué sabe eso de escaparse.
Tony hizo un gesto de fastidio. La vio cruzar la calle hacia donde estaba el director mirando su reloj de bolsillo, y unirse al último grupo. Acto seguido el director colocó una cadena entre los orificios de la cerca, y le aplicó un candado a la puerta. Un grupo, que se acercaba por la otra esquina, echó a correr; pero Ismael los detuvo con un gesto de su mano. Los muchachos abrían los brazos en señal de desaprobación, pero ya era demasiado tarde. El director les dio la espalda, y caminó hacia el patio del recinto. Tony se alegró de no ser el único en quedarse afuera. Vio a sus compañeros que discutían entre sí, y miraban hacia adentro, buscando una señal milagrosa, pero pasó un tiempo razonable, las filas de muchachos terminaron de entrar a sus aulas, y el grupo que había quedado a la entrada, empezó a dispersarse. La calle volvió a quedar en silencio. Tony tomó por la acera, frente ala Carretera Central, y empezó a alejarse. Sintió la misma sensación de libertad que respiraba cada vez que aquella puerta se cerraba con él del otro lado. No tenía idea exacta de adónde ir. Estaba cansado de vagabundear, de matar el tiempo que no transcurría. Le molestaba el tiempo, que todo el mundo tuviera que regirse por la misma hora. Si cada cual tuviera su hora particular, para él siempre fueran las doce, o las cincuenta, o la hora en que terminan las horas, y se perdería de todo aquello. Tony dobló en la próxima esquina en dirección a su casa. No iba a ir a ningún sitio. Total, donde quiera eran las ocho de la mañana, por lo menos en todo el país, y en ninguna parte el tiempo se iba con la velocidad que él deseaba. Llegó al edificio y subió las escaleras sin ningún tipo de prisa. Su apartamento estaba en silencio. La luz del día atravesaba la cortina que protegía la puerta de cristales del balcón. Tony pasó a su cuarto, se quitó los zapatos, y se recostó en la cama. La pintura blanca del techo formaba diferentes relieves que le parecían objetos o figuras de personas. Había uno en forma de árbol, como un cedro en la niebla de la mañana, otro parecía el rostro de una muchacha que lo miraba como si estuviera molesta con él. Tony se puso de pie. Abrió su bolso y extrajo un pequeño libro maltratado e incompleto. Volvió a tirarse en la cama y cerró ligeramente la persiana. El Sol se proyectaba de frente y la claridad lo encandilaba un poco. Abrió el libro en la página que tenía marcada. Lo había encontrado en un aula dela Secundaria, mientras botaban unas cajas de tarecos y viejos libros abandonados. La historia era bastante extraña, aún no se explicaba por qué seguía interesado en un libro sin principio ni final. Era como ver la parte central de una película:
“–Si quieres un amigo, domestícame”.
Le gustaba aquel capítulo. Lo había marcado para leerlo de nuevo antes de continuar. Tenía algo de misterio. Los libros estaban llenos de misterio, de sucesos antiguos, de gente dormida que uno despertaba y los ponía a vivir en las palabras.
“–¿Qué significa ‘domesticar’?”
Significaba crear ligaduras, hacer que una cosa igual fuera diferente, única en el mundo. Le hubiera gustado ser amigo de aquella zorra, domesticarla. Una vez domesticó a Manchita, un perrito que lo despedía y lo esperaba junto a la puerta de la finca, y que nunca quería separarse de él. Pero luego vinieron a vivir a este edificio donde su padre no quería perros ni gatos ni ningún tipo de animal, y Manchita se quedó allá con los abuelos.
Cuando iba a la finca los fines de semana, corría a su encuentro saltando y moviendo el rabito, se metía entre sus piernas, y lo miraba y aullaba como si quisiera decirle algún secreto. A la hora de despedirse, siempre quería irse con él.
Un camión lo mató en la carretera y siguió su camino como si hubiera aplastado a una piedra. El abuelo Delfín lo enterró en el patio, bajo la mata de guayabas, y le puso encima una cruz de madera y unas flores; pero sin Manchita, la finca del abuelo era como un campo solitario.
Tony cerró el libro y lo dejó sobre la mesita de noche. Después de todo no valía la pena domesticar a nadie.
Se puso los zapatos y salió afuera.
En la escalera se topó con Rafael que entraba a toda prisa.
–¿Qué bolá?
–Ahí.
–¿Oíste el juego anoche…?
Rafael seguía la Serie Nacional de béisbol jugada por jugada. Cuando Las Villas perdía se ponía de un humor insoportable.
–No, me quedé dormido.
–Lo mejor que hiciste. Las Villas perdió otra vez… Ya no les queda casi chance. Debían perderlos todos. ¿Adónde vas…?
–No sé… A ninguna parte…
–Tú nunca vas a ninguna parte… ¿Dejaste la escuela…?
–No, pero voy a dejarla.
–Lo mejor que haces, la escuela no da nada, pura basura… ¿Quieres tomarte unos tragos…?
Rafael siempre estaba invitándolo a algún trago. A Tony no le gustaba tomar, pero decirle eso así a secas era como si fuera inferior o algo.
–No, voy a casa de mi abuela.
–¿No dices que no ibas a ninguna parte?
Tony se quedó indeciso. No le gustaba nada mentir, pero a veces se veía precisado.
–Me acordé ahora.
Bajó las escaleras y se sintió aliviado. Después de todo iría a ver a su abuela. Por tanto, no se podía decir que había mentido.